N. 9 – 2010 – Memorie/Tradizione-repubblicana-romana-III
Presidente
dell’Instituto Latinoamericano
del
Ombudsman-Defensor del Pueblo
Los
defensores del pueblo del siglo XXI en el punto de vista jurídico romano
Índice-Sumario: I. El Ombudsman. Sus
orígenes y su transformación en Defensor del Pueblo.
– 1. El Ombudsman escandinavo. – 2. El Defensor del Pueblo ibérico. – II. Lo que va desde el Tribuno
de la Plebe al Defensor del Pueblo. – 3. Origen del Tribunado.
– 4. Caracteres. – 5. El Tribunado en ideas de Maquiavelo. – 6. Juan de Mariana. – 7. Eforado y Tribunado en el pensamiento de la Reforma
religiosa. A) Melanchton. B) Zuinglio. C) Calvino. D) Altusio. E) Hotman.
– 8. Spinoza. – 9. Rousseau. – 10. Influencia de Rousseau. – 11. Fichte. – 12. El
Tribunado en Italia en los primeros años del siglo XIX. – 13. La República Romana de 1849. – 14. Una mirada desde España. – 15. La cambiante posición de Mommsen. –
16. La institución del tribunado y el modelo
constitucional liberal. – 17. La crisis
del sistema representativo. – III. ¿Qué
desafíos tiene por delante el Defensor del Pueblo? –
18. La construcción de una nueva democracia y
el papel del Defensor del pueblo. – 19. Independencia del poder político.
– 20. Prescindencia de la
política partidaria. – 21. Lucha
por la justicia. – 22. Iniciativa
para reformar el derecho. – 23. Promoción
de la participación popular. – IV. Conclusión.
Este año se conmemora el
bicentenario de la creación en Suecia de la institución del ombudsman. Se trata de un hecho
significativo y singular. Significativo porque a doscientos años de su
creación, existen hoy en todos los continentes, centenares de
magistraturas análogas; singular, porque demoró más de un
siglo y medio para comenzar a desarrollarse globalmente.
¿Cuál ha sido la razón
de este crecimiento y de esta singularidad? La respuesta no es ni puede ser
única. El instituto sueco creado en 1809, fue efecto del
constitucionalismo triunfante después de la revolución francesa;
se trataba del potenciar el poder del parlamento frente a la corona como un
organismo de control parlamentario. Órganos de control habían
existido y existían entonces; la novedad era que ese control se
hacía desde una instancia independiente. En una palabra, los controles
se hacían antes a favor del príncipe e, indirectamente a favor
del pueblo, ahora el beneficiario del control era el pueblo, a través de
sus representantes.
Sin embargo la figura del ombudsman no fue asimilada por la
doctrina política liberal; no encuadraba en la idea dogmática de
la división de poderes ya que una de las peculiaridades del ombudsman era no ser solamente
independiente del poder ejecutivo, sino también del poder legislativo
que lo designaba. Habría que esperar hasta 1918 para que en Finlandia se
creara una institución semejante y hasta la post guerra, en 1954, para
que otro país escandinavo, Dinamarca, lo adoptara en condiciones
históricas muy diferentes a las existentes en 1809.
Los países que siguieron de a poco adoptando esta
institución, lo hicieron bajo la idea de mejorar los controles que los
mecanismos tradicionales del constitucionalismo liberal, habían sido
incapaces de satisfacer. En Estados con una fuerte intervención en el
proceso económico, con importantes responsabilidades sociales a su
cargo, y con regímenes políticos institucionalmente
democráticos, el ombudsman
aparecía como una magistratura eficaz como para proteger a las personas
más vulnerables de la sociedad, frente a las injusticias, la
arbitrariedad, la burocracia y la mala administración. Pero cuando el omnbudsman se instala en la
península ibérica (con el nombre de Provedor de Justiça en Portugal en 1976 y Defensor del Pueblo en España en
1978), vive un cambio trascendente. Después de haber sufrido esos
países largas y aletargantes dictaduras, quedó al relieve la
necesidad de instituir una magistratura que asumiera el papel de defender la
efectiva vigencia de los derechos, de ser el instrumento de las
garantías que la constitución confiere a los ciudadanos, de
proteger a las personas que no tiene otra forma de hacerlo, se le dio a esa
magistratura la atribución de controlar a la administración, pero
también y sobre todo la de defender los derechos humanos. Para eso se la
dotó de nuevas herramientas: legitimación procesal para
interponer la acción de amparo frente a las arbitrariedades de la
administración, a la vez que la de interponer el recurso de inconstitucionalidad
ante leyes o reglamentos que a su juicio vulneraran los derechos fundamentales
de las personas. En una palabra se le dio a este funcionario una potestad
impeditiva, algo así como un poder de signo contrario, que nos hace
sostener que la verdadera naturaleza del Defensor
del Pueblo no es la de un comisionado parlamentario, sino tribunicia. Puede
observarse de qué manera se disfuma la idea fideicomisaria o de mandato
legislativo del ombudsman, y se devela la esquizofrénica
contradicción que apuntó Antonio Colomer entre lo que puede hacer
el Defensor del Pueblo y su
relación con el parlamento que lo designa, pero al que no está
sometido ni subordinado[1].
El Defensor
del Pueblo es hoy una reelaborada manifestación del Poder Negativo
que había sido propia del Tribuno
de la Plebe en la antigua Roma.
Los primeros rasgos identificatorios del Defensor del Pueblo se encuentran en el Tribuno de la Plebe, según el revolucionario Graco Babeuf
(1760-1797) la más bella de las magistraturas republicanas – que
tantas veces salvó su libertad –, creada por aquellos romanos que
desearon y lucharon con más fuerza que nadie por la felicidad
común[2].
Hacia principios del siglo V. a. C., cuando la sufrida plebe romana
no halló otra forma de escapar a la usura y a la arbitrariedad por parte
de los patricios, abandonó Roma y se instaló en el Monte Sacro[3],
al otro lado del Anio (aguas arriba del Tíber), el Senado, amedrentado,
acordó mediante solemne juramento[4],
una serie de reformas jurídicas, sobre todo relacionadas con el trato de
los deudores cuya situación era de un inhumano rigor. Pero a su vez
debió conceder a la plebe la más importante de sus
garantías instituyendo dos magistrados plebeyos llamados Tribunos[5].
«Concedednos elegir cada año de entre nosotros, un cierto
número de magistrados sin otro poder que el de ayudar a los plebeyos que
hayan sido objeto de injusticia o violencia y el de no permitir que nadie sea
privado de sus derechos»[6]. Su
misión era entonces la de defender al pueblo contra todo abuso del
poder, munidos del formidable derecho
de veto que podían ejercer contra los cónsules y hasta contra
el Senado[7].
Según Teodoro Mommsen (1817-1903), esta institución fue
creada para proteger, «. . . aún revolucionariamente a los
débiles y pequeños contra la soberbia y los excesos del poder de
los altos funcionarios . . . no tenían en su origen parte alguna en la
administración, no eran magistrados ni miembros del Senado»[8]
«. . . tenían . . . derecho a anular, mediante su oposición
personal interpuesta dentro del término de la ley toda decisión
de un magistrado si la creían perjudicial para cualquier ciudadano . .
.»[9].
«La potestad tribunicia tenía pues derecho a derogar a su antojo
la marcha de la administración y la ejecución de los juicios:
podía permitir al que estaba obligado al servicio militar sustraerse
impunemente al llamamiento; impedía o hacía que cesase el arresto
del deudor . . . su acción en fin, se extendía a todo»[10].
En sus comienzos, la autoridad del Tribuno no tenía sino valor
moral, pero efectivo, al punto de que no se veía bien que otras
magistraturas no accediesen a los pedidos del tribuno. El gobierno estaba en
manos de los más ilustrados y pudientes, pero detrás de ellos estaba
el «terrible poder inspector» de la masa popular representada por
el tribuno y de acuerdo a Rosenberg «. . . nadie entre los ricos y
distinguidos, atrevíase a gobernar en contra de los intereses del pueblo
pobre . . .»[11].
«El tribuno sacrosanto de Roma
– dice el filósofo Schlegel (1772-1829) – . . . lo era en el
nombre del pueblo, no en el suyo propio y representaba la idea sagrada de la
libertad sólo mediatamente; no era un subrogado sino sólo un
represente de la sagrada voluntad general»[12].
De su parte Arangio-Ruiz (1884-1964) dice que: «Como magistrados
revolucionarios no gozaron jamás de una competencia positiva y dedujeron
cuantos poderes fueron reuniendo, con el tiempo, de su originaria
función de auxilium a la plebe y a los individuos que la
integraban, contra los actos de gobierno, en general vejatorios e irritantes,
de las magistraturas patricias»[13].
Polibio (203-120 a.C.) luego de hacer un meduloso examen de las
diferentes formas de gobierno que existían en la antigüedad en el
Libro VI su clásica Historia
Universal bajo la República Romana, asigna al pueblo de Roma la
mayor cuota del poder político, al punto de afirmar que el
régimen de gobierno era popular[14].
Las grandes e importantes atribuciones que según Polibio la
constitución romana le confería al pueblo, eran ejercidas en su
representación por el Tribuno a quién correspondía
«. . . ejecutar siempre la voluntad del pueblo y atender principalmente a
su gusto»[15].
El clásico romanista alemán Johan Gottlieb Heineccius (Heinecio)
(1681-1741) afirma que «los patricios vieron con indignación no
sólo trastornado su plan de establecer una aristocracia en la
república, sino que habían perdido una parte no pequeña de
la autoridad legislativa que se había trasladado a la plebe»[16].
El Tribuno de la plebe era el magistrado popular al que se
imputaba la más alta responsabilidad moral de la república: la de
defender al pueblo y su libertad de los abusos y de la injusticia. Como
sostenía Maquiavelo (1469-1527), su autoridad era la garantía
para que existiese efectivamente la libertad[17].
Sobre la naturaleza jurídica e institucional del Tribuno dice
Bonfante (1864-1932) que «. . . en el Estado, y en antítesis al
mismo, se afirma una organización no subordinada, sino coordinada a la
plebe. Pero la organización de la plebe frente al Estado y la
función correlativa de los órganos plebeyos es esencialmente
defensiva, el auxilium plebis:
proteger al hombre de la plebe y al orden plebeyo contra la arbitrariedad de la
magistratura y del orden patricio, tan poderoso dentro de su casales
gentilicios y en el Senado. El lado positivo de la soberanía escapa
completamente a los tribunos. Órganos que están fuera del
gobierno, carecen del imperio de los magistrados y de efectuar auspicios
públicos de competencia administrativa, de facultad de convocar al
Senado o a la asamblea legal de todo el pueblo, del título e insignias
propios de los magistrados, de fasces y lictores, de toga pretexta y de silla
curul. El aspecto negativo, en cambio, esencial a sus funciones, resulta formidablemente
exaltado y supera, como el poder de los éforos
en Esparta, a la misma soberanía del magistrado supremo»[18].
«Poder idóneo para impedir o anular cualquier acto de los
órganos constitucionales de Roma – senado, magistrados, comicios
–, las propuestas de leyes, la elección de magistraturas, la
imposición de tributos, las levas militares»[19].
Algunos autores como Arangio-Ruiz tienen una visión que
presenta a esta magistratura más como de facto que como de iure,
partiendo tal vez de lo que Dionisio de Halicarnaso puso en boca de los
patricios: «. . . Plebeyos, el asunto es grave y se presta a
múltiples y absurdas sospechas, y surge entre nosotros el temor y la
preocupación de que vayamos a crear
dos Estados en uno»[20].
Así dice Arangio-Ruiz que «Ante la tenaz resistencia patricia, la
actuación de los plebeyos para lograr la eliminación de los
privilegios económicos y políticos, asume un forma
típicamente revolucionaria. La coacción preferida es la
secesión, abandono de la Ciudad por todos los plebeyos útiles,
con la consiguiente negativa de prestar el servicio militar; órganos
revolucionarios permanentes lo fueron las magistraturas plebeyas, elegidas en asambleas desprovistas de reconocimiento
oficial y, por ende desconocidas para la verdadera y propia constitución
ciudadana; pero con fuerza evidente por la venganza con que la plebe
amenazaba a quien se atreviese a discutir o negar lo que éstas hubiesen
ordenado. La más típica de estas magistraturas es el
tribunado»[21].
«Fue . . . la plebe misma – sigue Arangio-Ruiz – quién
sancionó, en un principio, el carácter sacrosanto de sus
magistraturas, y al no poder aplicar al contraventor una verdadera penalidad,
le declaró consagrado con su patrimonio a sus dioses particulares,
garantizando de ese modo a cualquiera, que hiciese justicia de él. Este
carácter religioso de la sanción, único posible al ser
establecido por una asamblea a la que no
se reconocía poder legislativo alguno, sirve perfectamente cuando,
al ponerse en contacto los representantes de las dos clases, todo el pueblo
quiere asegurar a la plebe el respeto debido a sus magistrados. Como
ésta, en efecto, se había constituido como un Estado dentro del
Estado, las relaciones entre sus
órganos y los del pueblo romano ofrecían un su conjunto
características que las aproximaban a las relaciones internacionales.
De aquí que, si los términos del acuerdo adoptaron la
expresión formal de una ley comicial centuriada, ésta tuvo un
valor parecido al que ofrecen hoy las ratificaciones de los tratados por parte
de los órganos legislativos de cada uno de los Estados contratantes. A
su lado y – en cierto sentido – sobre ella, los plebeyos debieron
pretender un compromiso jurado de los jefes patricios y considerar la
sanción como teniendo una eficacia tan superior a la de la lex centuriata
que la recogía, que se la podía aplicar, preferentemente, a
cualquiera que osase proponer una reforma de dicha ley»[22].
En parecida posición parece estar el catedrático de la
Complutense de Madrid Antonio Viñas, cuando sugiere que la ciudad
patricia había tolerado un acto revolucionario de la plebe sin que ello
implicase una ratificación formal del mismo[23].
Veamos ahora lo que dice Dionisio y que – muy respetuosamente
– a nuestro juicio desmiente la afirmación del ilustre profesor
napolitano: continuando el párrafo antes citado, el historiador griego
afirma que los patricios dijeron: «. . . tampoco nos oponemos a esta
vuestra petición»[24],
y más adelante cuando en oportunidad de discutirse el aumento del
número de los tribunos, los patricios sostienen: «. . . el pueblo
no sería más moderado ni más fiel si se doblaba su
magistratura, sino más insensato y molesto . . . sino que también
sacarían de nuevo el tema de la repartición de tierras y la
igualdad de privilegios . . . y todos, unos tras otros, buscarían a
través de palabras y de acciones el modo de acrecentar el poder del
pueblo y abolir los privilegios del Senado»[25].
La idea de precariedad institucional que revestía el tribunado, en la opinión de los destacados romanistas antes citados,
no se corresponde, como se aprecia, con las reflexivas afirmaciones del sabio
de Halicarnaso.
Siguiendo con la historia de los tribunos dice Dionisio: «Y el pueblo dividido en los clanes
de entonces, o como se quiera llamar a lo que los romanos llamaron curias,
eligió como magistrados para ese año a Lucio Junio Bruto y Cayo
Sicinio Beluto, que hasta entonces habían sido sus jefes, y,
además de éstos a Cayo y Publio Licinio y Cayo Viselio Ruga.
Estos cinco hombres fueron los primeros que recibieron la potestad tribunicia en
cuarto día antes de los idus de diciembre, fecha que se ha
mantenido hasta nuestros días . . . Bruto convocó a una asamblea
y aconsejó a los plebeyos que hicieran esta magistratura sagrada e
inviolable, consolidando su seguridad con una ley y un juramento»[26].
Flavio Eutropio, historiador del siglo IV (del que muy poco se
sabe) en su Brevarium ab urbe condita,
dedicado al emperador Valente, nos deja la siguiente relación:
«Dieciséis años después de haber desterrado a los
reyes, el pueblo de Roma se rebela ante la opresión a que era sometido
por parte del senado y los cónsules. Entonces ese mismo pueblo
creó los tribunos de la plebe como sus propios jueces y defensores, a
través de los cuales pudo ser protegido contra el senado y contra los
cónsules» (es decir contra el gobierno)[27].
Podían oponerse a los arrestos ordenados antes de un fallo
judicial y a la percepción de impuestos excesivos. De hecho,
ejercían un verdadero control sobre la actuación de los
gobernantes[28].
Esta noción del poder negativo no ha brincado desde los
tiempos antiguos hasta el presente, sin haber sido percibida, advertida,
analizada, estudiada y aún practicada en distintos tiempos
históricos.
Las ideas desarrolladas en torno al “poder negativo”
desde los albores de la Edad Moderna, parten de una atenta lectura de los Discursos
sobre la primera década de Tito Livio de Maquiavelo.
Maquiavelo afirma que la “perfección” de la
república en Roma era consecuencia de «la desunión entre la
Plebe y el Senado» y de la creación de los “Tribunos de la
Plebe”. Estas reformas, complementaron el poder de los cónsules y
del Senado que no perdieron autoridad y pudieron mantener su posición en
la república. Continúa Maquiavelo: «Yo digo que quienes
condenan los tumultos entre los Nobles y la Plebe, atacan aquellas cosas que
fueron la primera causa de la libertad de Roma y consideran más los
ruidos y bandos que de dichos tumultos nacían, y no los buenos efectos
que ellas producían; y tampoco consideran que en toda república
hay dos humores distintos, el del pueblo y el de los poderosos y que todas las
leyes a favor de la libertad nacen de su desunión . . . los buenos
ejemplos nacen de la buena educación, la buena educación de las
buenas leyes y las buenas leyes de esos tumultos a los que muchos condenan con
desconsideración . . . si los tumultos fueron la causa de la
creación de los Tribunos merecen sumo elogio porque, además de
dar su parte a la administración popular, fueron constituidos en
guardianes de la libertad romana . . .»[29].
La meditada reflexión de Maquiavelo revela no sólo
que la ley es en la Roma republicana la síntesis dialéctica de
opuestos intereses sociales, sino también que por esa razón no
hay mengua o reducción del poder para ninguna de las magistraturas. En
Roma, según el sabio florentino, gobiernan los cónsules y el
Senado y los tribunos vigilan la libertad y la seguridad del pueblo.
Como ya lo señaláramos en
relación a las ideas de resistir y limitar el poder, al finalizar la
Edad Media distintas tendencias reconsideraron antiguas instituciones como el
eforado griego y al tribunado romano, reformulándolas, pero en esencia,
manteniendo su propósito político de actuar como oposición
a los abusos al poder, a través de un poder negativo con fundamento en
la misma soberanía del pueblo.
Juan de Mariana (1536-1624) contribuye a
explicitar al concepto del “poder negativo”. No sólo
prevé el caso de la resistencia popular, y aún, como se vio ya,
el tiranicidio, sino que también revaloriza la institución del tribunado
como magistratura interpuesta para frenar el poder: Dice refiriéndose al
Justicia de Aragón: «Crearon los aragoneses un magistrado
intermedio entre el rey y el pueblo, una especie de tribuno . . .»[30].
Y más adelante: «Justa y sabiamente habló Teoponto, rey de
los lacedemonios, cuando después de haber creado a los éforos a
manera de tribunos para poner freno a su propio poder y al de sus
sucesores»[31].
Como afirma Catalano, Mariana no teoriza sobre la figura de los tribunos
(ni del Justicia, ni de los éforos), en relación al
tiranicidio o al deber del rey de respetar las leyes, «. . . sino a
propósito de la superioridad del poder popular respecto al del rey. Se
trata de la distribución del poder»[32].
En la búsqueda de formas
válidas y legítimas de resistencia a los abusos del poder, tanto
desde la veta luterana como desde la calvinista se insistió en que los
reyes y los magistrados supremos, sólo podrían encontrar
oposición por parte de otros poderes ordenados. Sin embargo, el propio
Calvino fue abriendo paso a la idea de institucionalizar una vía
distinta y específica, el de magistrados
del pueblo de elección popular, cuya misión debía ser
la de contener el poder del capricho de los reyes.
A) Antes que Calvino, un concepto
semejante de magistratura popular apareció en el ideario político
de la Reforma desde el espacio luterano. Felipe Melanchton (1497-1560), en su Comentario sobre algunos de los Libros de la
Política de Aristóteles, publicado por primera vez en 1530
afirma que en «ciertas naciones han añadido guardianes a sus
reyes, a los que dan el poder de mantenerlos en orden», además de
los frenos impuestos por la ley y, específicamente menciona el ejemplo
de los «éforos de Esparta, de quienes escribe Tucídides que
poseyeron autoridad para coartar a sus reyes»[33].
B) Otra referencia a la magistratura
tribunicia encontramos en un conocido sermón del reformador suizo Ulrico
Zuinglio (1484-1531) pronunciado en Zurich en enero de 1523 y publicado al
año siguiente. Es cierto que Zuinglio atribuye esa misión de
control del poder a los pastores religiosos ‘dados por Dios’ para
defender al pueblo, y que los ejemplos que menciona no suelen ser casos de
funcionarios elegidos que actuaran para contener los actos de sus reyes, sino
antes bien de sacerdotes del Antiguo Testamento que protestaban en nombre del
pueblo contra las iniquidades de los gobernantes, pero en abono de su
lógica moral cita ejemplos históricos de magistrados que
sí habían sido elegidos por el pueblo. «En caso de que los
superiores se extralimitasen en su competencia, los espartanos tenían
éforos para protestar en su contra, los romanos tribunos y muchas
ciudades alemanas tienen un maestro superior del gremio»[34].
C) Estas anticipaciones de Melanchthon y
Zuinglio no pueden ocultar que el principal desarrollo de la idea de la
magistratura eforal o tribunicia se debe a los calvinistas y que, en ese sentido
el lugar preponderante lo ocupa el mismo Calvino.
El reformador ginebrino, que conocía
la institución del tribunado
romano a través de Cicerón, revela su pensamiento sobre este
instituto en un pasaje casi final de las Instituciones
Cristiana: «Nosotros por nuestra parte, guardémonos sobre
todas las cosas de menospreciar y violar la autoridad de nuestro superiores y
gobernantes la cual debe ser para nosotros sacrosanta y llena de majestad, ya
que con tan graves edictos Dios lo ha establecido . . . Porque aunque la
corrección y el castigo del mando desordenado sea venganza que Dios se
toma, no por eso se sigue que nos la permita y la ponga en manos de aquellos a
quienes no ha ordenado sino obedecer y sufrir. Hablo siempre de personas
particulares. Porque si ahora hubiese autoridades ordenadas particularmente
para defensa del pueblo y para refrenar la excesiva licencia que los reyes se
toman, como antiguamente los lacedemonios tenían a los éforos
opuestos a los reyes, y los romanos a los tribunos del pueblo frente a los
cónsules, y los atenienses a los demarcas frente al senado, y como puede
suceder actualmente que en cualquier reino lo sean los tres estados cuando se
celebran cortes; tan lejos estoy de prohibir a tales estados oponerse y
resistir, conforme al oficio que tienen, a la excesiva licencia de los reyes,
que si ellos disimulasen con aquellos reyes que desordenadamente oprimen al
pueblo infeliz, yo afirmaría que tal disimulo ha tenerse por una grave
traición. Porque maliciosamente como traidores a su país echan a
perder la libertad de su pueblo, para cuya defensa y amparo deben saber que han
sido colocados por ordenación divina como tutores y defensores»[35]. Téngase en cuenta que las
referencias de Calvino a las instituciones antiguas son precisas, revelan
conocimiento de su naturaleza jurídica y de que se trata de expresiones
de la soberanía popular, al punto que las equipara con la
manifestación de los “tres estados” de la
“actualidad”. Por último cabe destacar su anatema contra los
traidores a su patria y a su pueblo que disimulan la opresión de los
reyes, es decir contra aquellos que violan el sagrado deber para el que fueron
investidos.
La corta pero profunda referencia de
Calvino sobre esta magistratura popular, no dejó en lo inmediato huellas
si se exceptúa el caso de John Ponet (¿1516?-1556), pero
tendría más adelante una muy ponderable recepción de quien
fue, indudablemente, el más destacado de los pensadores políticos
de la matriz calvinista: el alemán Juan Altusio.
D) Doctor
en ambos derechos por la Universidad de Basilea, Altusio se
desempeñó como Síndico de la ciudad de Emden desde 1604
hasta su muerte. Supo ser un fiel exponente del derecho de su época;
él mismo dice que el Derecho Romano rige a todos los pueblos de Europa y
por esa razón, sustenta buena parte de sus reflexiones jurídico
– políticas en la historia de Roma. El Corpus iuris civilis está presente de continuo en su obra;
no en vano él escribió también un tratado sobre
jurisprudencia romana y un tratado sobre la justicia[36].
El pensamiento
de Altusio se sustenta en la idea del pacto
y de la soberanía. El
pueblo es el propietario del Estado y puede nombrar un administrador suyo por
medio de un contrato de mandato. El pueblo es soberano y puede hacer de su
soberanía un administrador, curador, o tutor que le represente en sus
negocios[37]. El poder se
le trasmite al magistrado (príncipe, rey, señor) para su
administración, no se le da en propiedad, cualquiera sea la forma de
administrarlos[38]. Dentro de
esta concepción es fundamental el papel que Altusio reconoce a los
éforos para que velen por el cumplimiento de estos principios.
Magistrados intermedios, los éforos son elegidos para representar los
intereses del pueblo y para moderar la potestad de los magistrados supremos[39]. Ayudan en la
administración de la república[40], son garantes
entre el supremo magistrado y el pueblo[41], y su poder
cuando están reunidos en asamblea para mirar por los bienes del reino,
es mayor que el del supremo magistrado[42]. Es por
último una función muy importante de los éforos, privar al
supremo magistrado de su función de tal, devolviendo los derechos de
soberanía en administración al mismo pueblo, cuando aquél
rompe el pacto por el que fue constituido[43].
De estas
brevísimas y muy esquemáticas referencias, se advierte que para
Altusio – siguiendo la idea anticipada por Calvino –, el sustento
político del eforado es la soberanía popular, ya que, los
éforos, que son sus representantes, pueden mediar entre el pueblo y sus
gobernantes, pueden controlar y limitar sus acciones, y deponerlos. Más
todavía, Altusio llega a propiciar, llegado el caso la secesión[44],
como hizo la plebe romana cinco siglos antes de Cristo. En fin y como sostiene
Figgis, Altusio puede ser considerado el nexo de los invisibles eslabones que
unen el pensamiento del sacerdote Mariana con el abogado Robespierre[45].
E) No se puede
omitir en esta leve reseña al gran jurista francés
François Hotman (1524 – 1590), primero católico
después protestante, antes destacadísimo romanista y luego
impugnador de la validez e importancia del Derecho romano[46].
Hotman desarrolló la tesis (después válidamente impugnada)
de que la monarquía de Francia no fue en sus orígenes hereditaria
sino electiva. Afirmó asimismo que la elección del rey no era un
acto aislado de soberanía, sino que debía entenderse en un marco
más general de subordinación del poder real a los superiores
intereses y necesidades del pueblo porque, a su entender, la más alta
autoridad administrativa del reino queda sometida a la asamblea de los Tres
Estados y eslabona a esos mecanismos de control del poder real, a la
institución de los éforos[47].
Baruch Spinoza (1632-1677), filósofo
nacido en Holanda, pero cuya familia de origen judío provenía de
España[48] comenzó a escribir en 1675
un Tratado Político[49] al que su muerte dejó inconcluso. Esta inacabada y
póstuma obra de Spinoza, «. . . el hombre quieto que está
soñando un claro laberinto . . .»[50]
sobre la organización del poder y de los gobiernos, somete los problemas
que plantea la política a las rigurosas exigencias del racionalismo,
pero a través de una detenida lectura y reflexión sobre el
pensamiento de Nicolás Maquivelo especialmente el contenido en los Discursos sobre la primera década de
Tito Livio[51]. No en balde es al único
autor que cita[52] y por medio de quien, seguramente,
arrima una muy precisa referencia a la idea del poder negativo.
No es el caso tratar los paralelos (que no
son pocos en esta materia) entre Maquivelo y Spinoza: sólo destacar
– con relación al tema que tratamos - que la idea de la libertad siempre presente en el
pensamiento del florentino, se expresa como seguridad
porque el pueblo ama la libertad como forma de vivir seguro, es decir no
ser dominado por los poderosos y protegido contra el sometimiento y los abusos
del poder[53]. Spinoza retoma la idea y la
reformula afirmando que la virtud del Estado es la seguridad: «Se conoce
fácilmente cuál es la condición de un Estado cualquiera
considerando el fin con el que se funda un estado civil; este fin no es otro que
el de la paz y de la seguridad de la vida. Por consiguiente, el mejor gobierno
es aquel con el que los hombres pasan la vida en armonía y las leyes son
cumplidas sin violación»[54]. El prudente pesimismo de
Maquiavelo del que participa Spinoza, se articula en las bases del concepto de
la República – de la que ambos fueron convencidos defensores
–: la desunión (en Maquivavelo)[55] y en Spinoza «Las discordias
y sediciones que estallan en la ciudad no tienen nunca por efecto la
disolución de la ciudad (como ocurre con otras sociedades), sino el paso
de una forma a otra cuando las disensiones no se pueden aplacar sin cambio de
régimen»[56], y la idea de no dominación
concebida en términos de seguridad: «Como en el estado natural
cada cual es su propio dueño mientras pueda protegerse para no sufrir la
opresión de otros, y como uno solo se esfuerza inútilmente por
protegerse de todos mientras el derecho natural humano esté determinado
por la potencia de cada cual, este derecho será en realidad inexistente
o tendrá por lo menos una existencia puramente teórica porque no
se dispone de ningún medio seguro para conservarlo . . . sin la ayuda
mutua, los hombres no podrían conservar la vida ni cultivar el alma.
Llegamos a la siguiente conclusión: que el derecho de naturaleza en lo
que respecta concretamente al género humano, pude difícilmente
ser concebido sin haber entre los hombres derechos comunes, y . . . Cuanto
mayor sea el número de los que se hayan reunido, tanto mayor
serán los derechos todos juntos»[57].
En orden al tema que estamos tratando,
Spinoza lo toma, al correr de su pluma, del ejemplo del Justicia Mayor de Aragón. El filósofo afirma que esta
figura fue instituida a sugerencia del pontífice romano que «. . .
les reprochó que quisieran obstinadamente darse un rey sin considerar el
ejemplo de los hebreos. Como se negaran a cambiar de opinión, les
aconsejó que no eligieran rey sin antes haber establecido reglas justas
de acuerdo con el genio de su pueblo, creando en primer lugar un consejo
supremo que pudiera oponer al rey, como los éforos de Esparta, y que
tuviera el derecho absoluto de solucionar los litigios que se promovieran entre
el rey y los ciudadanos»[58]. De este modo quedó
establecida la figura del Justicia Mayor cuya
misión era la de «. . . abrogar y anular todas la sentencias
dictadas contra cualquier ciudadano por otros consejos civiles o
eclesiásticos o por el mismo rey, hasta el punto de que cualquier
ciudadano podía apelar los fallos del rey ante ese tribunal»[59]. Más adelante se refiere a los Tribunos de la Plebe – ya en referencia concreta a la figura
que él propone, la del síndico – y dice que «. . .
toda la fuerza que tenían los tribunos contra los patricios, reposaba en
el favor del pueblo, y que cuando apelaban al pueblo, parecían más
bien suscitar una sedición que convocar a una asamblea»[60].
La idea de los síndicos de Spinoza, no es exactamente igual a la de los Tribunos de la plebe. El síndico
está para que se mantenga la forma del Estado, impedir que sean violadas
las leyes y que nadie saque provecho de una acción criminal[61]. Pero como éstos tienen el
poder de apelar y de obligar a los gobernantes que hubieran cometido un acto
contrario al derecho a que comparezcan ante ellos y de condenarlos de acuerdo a
las leyes establecidas[62]. Los síndicos no tienen
facultades de gobierno, ni de legislación, y los que integraran el
senado, no pueden votar[63].
Según el gran filósofo de
Amsterdam, el pueblo quedará suficientemente protegido «. . .
contando con el derecho de apelar ante los síndicos . . . Es verdad que
lo síndicos no podrán evitar la antipatía de muchos de los
patricios, aunque en cambio estarán muy bien vistos por los plebeyos
cuya aprobación se dedicarán a conquistar con todo lo que
esté a su alcance»[64].
En el libro IV del Contrato Social
Rousseau formula, por primera vez en los tiempos modernos, una verdadera
teoría del “poder negativo”. El «. . . libro IV del Contrat
Social – nos ilustra Catalano –, puede ser considerado como el
punto de llegada de la moderna reflexión política de
instituciones antiguas y medievales con características
‘negativas’, y como punto de partida de una veta del pensamiento
democrático contemporáneo y de la acción por las nuevas
instituciones que de él derivan»[65].
En el capítulo V del Libro IV,
refiriéndose al Tribunado dice Rousseau: «Cuando no se
puede establecer una exacta proporción entre las partes constitutivas
del Estado, o cuando causas ineluctables alteran sin cesar sus relaciones,
entonces se instituye una magistratura particular que, sin formar cuerpo con
las otras, restituye cada término a su verdadera relación y
establece una conexión o término medio, ya entre el
príncipe y el pueblo, ya entre aquel y el soberano, o entre ambas partes
si hay necesidad. Este cuerpo que yo llamaré tribunado, es el
conservador de las leyes y del poder legislativo, y sirve a veces para proteger
al soberano contra el gobierno, como hacían en Roma los tribunos del
pueblo; otras para sostener al gobierno contra el pueblo como hace en Venecia
el Consejo de los Diez, y otras para mantener el equilibrio entre una y otra
parte, cómo hacía los éforos en Esparta»[66].
En estos párrafos Rousseau delinea
los fundamentos del poder tribunicio. Por su naturaleza, el tribunado
es una institución mediadora entre el pueblo y el poder que se ejerce a
su nombre. La relación del pueblo con el poder, es (o debe ser) una
relación de equilibrio, pero ese equilibrio no es constante, aún
en el sistema más democrático. Y eso, que fue siempre visible,
inquietó – aunque con muy diferente interés - a quienes se
ocuparon de la res publica, y ese fue tal vez el «talón de
Aquiles» del constitucionalismo moderno. Se pensó,
equivocadamente, que la división de poderes era la clave para el
mantenimiento del sistema democrático y que el sistema representativo
garantizaba adecuadamente la voluntad y la protección de los intereses
del pueblo. Rousseau, que descreía tanto de uno como de otro sistema,
propone otro poder, que no es ni el que hace la ley ni el que la aplica, un
poder que «. . . no pudiendo hacer nada, puede impedirlo todo»[67].
Según Rousseau, el tribunado debe moderar al poder ejecutivo y
proteger las leyes que dicta el soberano; porque es, como afirma Catalano, un
instrumento de la voluntad popular[68].
La influencia de Rousseau en el desarrollo
del pensamiento revolucionario europeo e hispanoamericano fue enorme. La
Revolución francesa le debe sus mejores empeños
democráticos y todos los progresos a favor del derecho de resistencia y
en conexión con éste, el tribunado; la de sostener que al
pueblo no se lo puede representar y que a éste cabe siempre la facultad
de controlar y revocar los mandatos. Sus voceros principales en aquella gran
Revolución fueron Robespierre (1758–1794), Saint Just
(1767–1794), Babeuf (1760–1797) y Buonarroti (1765–1837). En
la revolución emancipadora latinoamericana dejó profundas
huellas. En primer lugar corresponde destacar el Proyecto de
Constitución Provisoria de las Provincias Unidas del Río de la
Plata de 1811 en el que luego de establecer en el artículo 1 que
«El poder soberano legislativo reside en los pueblos. Este por naturaleza
es incomunicable, y así no puede ser representado por otro sino por los
mismos pueblos. Es del mismo modo inalienable e imprescriptible por lo que no
puede ser cedido ni usurpado por nadie», revela por primera vez en
América latina y de la manera más clara y explícita la
idea del Tribunado en la clave de un verdadero “poder negativo”.
Dice así: «Para conservar ilesos los sagrados derechos y libertad
de los pueblos contra las usurpaciones de los gobiernos, establecieron los
Tribunados las repúblicas bien ordenadas . . . Los Tribunos no
tendrán ningún poder ejecutivo ni mucho menos legislativo. Su
obligación será únicamente proteger la libertad, seguridad
y sagrado derechos de los pueblos contra la usurpación del gobierno de
alguna corporación o individuo particular pero dando y
haciéndoselas ver en sus comicios y juntas, para cuyo efecto – con
la previa licencia del gobierno – podrán convocar al pueblo. Pero
como el gobierno puede negar esta licencia, porque ninguno quiere que sus
usurpaciones sean conocidas y contradichas por los pueblos, se establece de
tres en tres meses se junte el pueblo en el primer día del mes que
corresponda, para deliberar por sufragios lo que a él pertenezca según
la constitución, y entonces podrán los Tribunos hacer lo que
juzgaren necesario y conveniente en razón de su oficio, a no ser que la
cosa sea tan urgente que precise antes de dicho tiempo, la convocación
del pueblo». Y en la nota 4ª dice: «Se prefiere la
votación por los pueblos al deliberamiento (sic) de una Asamblea
establecida por ellos, porque si es para lo legislativo, en este poder consiste
formalmente la soberanía de los pueblos, y siendo ésta por
naturaleza incomunicable, no puede transferirse a ninguna asamblea»[69].
Comentando este proyecto dice Arturo Sampay (1911-1977) que «. . . es un
documento notable, inspirado en la doctrina de Rousseau vertida en el Contrato
Social y que trasunta el pensamiento revolucionario más avanzado de
la Generación de Mayo»[70].
No se sabe con certeza quien redactó este proyecto[71]
aunque su cepa roussoniana, delata que su inspirador por lo menos, fue Mariano
Moreno (1787-1811).
No puede omitirse, por la importancia de su
personalidad histórica la influencia de Rousseau en Simón
Bolívar[72]
que también apeló a la idea de un “poder negativo”
apartándose de los modelos inglés y norteamericano imperantes. Ya
al inaugurar Congreso general de Venezuela en 1819 anticipaba:
«Meditando sobre el fondo efectivo de regenerar el carácter y las
costumbres que la tiranía y la guerra nos han dado, me he sentido la
audacia de inventar un Poder Moral, sacado del fondo de la obscura
antigüedad, y de aquellas olvidadas Leyes que mantuvieron, algún
tiempo, la virtud entre Griegos y Romanos»[73].
Allí se dejan señaladas algunas ideas a las que dará forma
en el proyecto de Constitución para Bolivia de 1826 [74]
y de la llamada “Constitución vitalicia” del Perú del
mismo año, en las que propondrá cuatro poderes, propiciará
una cámara de tribunos con funciones de iniciativa en algunas materias y
asignará a los censores ciertas funciones que podrían
interpretarse como propias de los tribunos clásicos[75].
Dicen que fue la lectura de
Spinoza lo que determinó en Johann Gottlieb Fichte (1762-1814) su
vocación por la Filosofía[76]. Tal vez, el filósofo
de Amsterdam, habrá estimulado su atención en torno a las
antiguas instituciones políticas que expresaban la contraposición
del poder de los gobernantes, con el pueblo, a través de magistraturas
específicas: el eforado griego, el tribunado romano, el Justicia de
Aragón, la sindicatura de los municipios medievales. Sin embargo la
raíz de su pensamiento político se nutre en en el compromiso que,
para sus convicciones democráticas, representó la
Revolución francesa. Republicano como Spinoza, avanzó mucho
más allá que éste, hasta posiciones que le valieron
imputaciones de radicalismo político: «Soy para ellos un
demócrata, un jacobino; así es, en efecto. De una persona así
se cree, sin más, cualquier crueldad. Contra ella no es posible cometer
injusticia alguna»[77].
La contribución de
Fichte a una teoría del control popular a las arbitrariedades y excesos
del poder político, tal como lo expresa el instituto del Defensor del
Pueblo, es de una significativa importancia, al punto que Lobrano sostiene
que a Fichte se le debe el verdadero desarrollo teórico
contemporáneo del tribunado y de las reflexiones y proposiciones sobre
éste instituto hechas por Mariana, Altusio y Rousseau.
La
posición de Fichte en relación al llamado “poder negativo”
parte de su convencimiento de que «. . . sólo la comunidad puede
juzgar a los administradores del poder ejecutivo»[78].
La comunidad, en caso de necesidad, es decir cuando hay un atropello al
derecho, a la justicia, a la seguridad, a la ley[79],
es el juez supremo de los actos del gobierno y su pronunciamiento se
hará a través de la denuncia de un poder constituido
particularmente para ese juicio: el Eforado[80].
Los éforos a los que cabe la responsabilidad de observar y
controlar de manera continua la acción del poder político e
investigar sus procedimientos, no pueden anular los actos de quienes detentan
el poder ni dictar ninguna norma de derechos pues carecen de todo poder que no
sea un poder absolutamente prohibitivo, «. . . no para prohibir la
ejecución de esta o aquella resolución jurídica
particular, pues entonces los éforos serían jueces . .
.»[81].
«Es por
consiguiente – continúa Fichte – un principio de la
constitución política conforme al derecho y a la razón,
que al lado de la potencia absolutamente positiva sea instituida una
potencia absolutamente negativa»[82].
En una nota agrega el ilustre catedrático de Jena: «Los tribunos
del pueblo (Volkstribunen) de la república romana tienen con
él (el Eforato) la máxima afinidad»[83].
Debemos a la
erudita investigación de Pierangelo Catalano la referencia a la
institución del tribunado entre 1796 y 1797 por parte de algunos
demócratas italianos, compenetrados del pensamiento de la
Revolución francesa, que procuraban, por distintos medios, aumentar el
poder popular. Siguiendo casi a la letra al ilustre profesor de La Sapienza, resumiremos una
síntesis[84].
Cabe señalar a Giuseppe Abamonti (1759–1819) que en el Saggio
sulle leggi fondamentali dell’Italia libera, publicado en forma
anónima en 1797, proponía que las asambleas comunales eligieran
(además de los miembros del Consejo Nacional) a un cuerpo de nueve
“Conservadores de las leyes”, encargados de que las leyes no sean
violadas por alguna autoridad constituida y sin cuya aprobación los
proyectos de leyes o de decretos del Consejo Nacional no sean válidos,
además de un cuerpo de nueve “defensores del pueblo” para
vigilar que ningún funcionario sea individual o colectivamente oprima al
pueblo o a parte de él o a algún individuo en particular.
El médico
e historiador Carlo Botta (1766–1837) en su obra Proposizioni ai
lombardi di una manera di governo libero publicada también en 1797
sostenía que los “comicios” eligieran a los “tribunos
del pueblo” cuya misión no sería la de hacer por sí
mismos el bien sino impedir el mal.
A pesar de su
común inspiración roussoniana, muy distinto es el
“magistrado tribunicio” propuesto por Giuseppe Fantuzzi (1762-1800)
en Discorso filosofico politico de 1796, porque sus funciones parecen
más propias de un control de legitimidad, que no aquellas propiamente
tribunicias. El lombardo Francesco Reina (1772-1826) en las Considerazione
sulla Costituzione cisalpina de 1797, proponía la institución
de un “magistrado popular” elegido por el pueblo para llevar a cabo
un control de legitimidad de los actos de gobierno. Es probable que en esta
transformación del “tribunado” en una magistratura de
control de legitimidad, haya influido lo escrito sobre el eforado por el connotado
jurista napolitano Gaetano Filangieri (1752-1788) y después por
Francesco Mario Pagano (1748-1799) redactor del proyecto de constitución
para la República Partenopea (napolitana) de 1799.
Pagano ya en los Saggi
politici cuya segunda edición se publicó en 1792,
había subrayado la importancia de la potestad tribunicia, precisando sin
embargo que ella no debía tener ninguna función legislativa, ni
judicial, ni ejecutiva a fin de ser el «baluarte de la
constitución». Conforme a ello el Progetto di Costituzione
della Repubblica Napolitana presentato al governo provvisorio dal Comitato di
legislazione preveía la institución del “Cuerpo de los
éforos”, limitando su competencia al control constitucional de los
actos del poder legislativo y del poder ejecutivo y a la propuesta (al Senado)
de revisión de la Constitución. De su parte el jurista y
economista Vincenzo Cuoco (1760-1823), criticando el proyecto de Pagano
concebía al eforado no tanto como un modo de custodiar la
constitución, sino la soberanía del pueblo. En este aspecto dice
Catalano, «. . . la construcción de Cuoco aparece como más
fiel al espíritu democrático de Rousseau»[85].
En enero de 1849
un movimiento republicano, democrático y nacionalista – similar a
muchos otros que conmovieron a la Europa absolutista diseñada en el
congreso de Viena de 1815 – aprovechando la huída del Papa
Pío IX a Gaeta, estableció una junta de gobierno que hizo elegir
una Asamblea constituyente que un mes después proclamó la
República Romana bajo la dirección efectiva del patriota Giuseppe
Mazzini (1805-1872)[86].
En el marco de aquella asamblea se hicieron las últimas afirmaciones del
tribunado como expresión de la soberanía popular. En el
primer proyecto de la “Comisión constitucional” estaba
prevista la institución de un Tribunado con el fin de
“atemperar el peligro inseparable de la unicidad de la Asamblea y de
cualquier poder ejecutivo a garantizar la conservación del pacto”.
En una vibrante sesión, el espíritu del proyecto fue sostenido
por Cesare Agostini (1803–1855) y Carlos Luciano Bonaparte (1803-1857)[87],
presidente de la Asamblea, que definió al Tribunado como «.
. . la clave, la llave maestra de éste, nuestro mecanismo
político»[88].
Una visión
del tribunado como expresión de la soberanía popular plantea
Miguel Moya (1856-1920) – político y periodista español
republicano, defensor de la autonomía de Cuba y Puerto Rico (entonces
territorios coloniales) –, que sostenía en un trabajo de 1879:
«Esparta tuvo la Asamblea de los éforos con la especial
misión de velar por la libertad del pueblo y de oponerse, aún
predicando la insurrección, a todos los abusos en que quisiera incurrir
el jefe de Estado. Roma nos enseña los tribunos establecidos para oponer
una justa y ordenada resistencia contra la arbitrariedad del poder de los
magistrados no sólo a favor del individuo cuyo derecho quería
quebrantarse, sino en beneficio de todo el pueblo . . . el espíritu
filosófico del siglo XVIII la acepta (a la resistencia), declarando que
la verdadera y seria necesidad de defender los derechos individuales
justificará siempre que a la infracción de esos derechos por
parte del magistrado se contraponga la violenta resistencia de la
Nación; y la Constitución francesa del 93 dice, que cuando el
gobierno viola el derecho popular da motivo a la insurrección, que es
para el pueblo y para cualquiera parte del pueblo, el más sagrado e
irremisible de los derechos»[89].
Fuera de
algún que otro comentario análogo, el concepto del “poder
negativo” cae después en un largo silencio. Ello responde a dos
razones: una formal, académica y otra substancial, política. La
explicación formal se sostiene a partir de la deserción
intelectual del gran romanista Teodoro Mommsen a la rigurosa
interpretación de las instituciones públicas romanas que
él mismo había desarrollado en su Historia de Roma. Cuando
hacia en 1871 publica su Derecho Público romano, cambia de
posición y, como dice Lobrano «. . . borra literalmente, como se
hace en una pizarra, el instituto del Tribunado»[90].
Y continúa el catedrático sardo: «El esquema
científico está ya acompañado de un juicio político
sumamente crítico. Mommsen es un estadista liberal (el sí que es
propiamente un ‘moderado’) a quien no agrada este traducir en las
instituciones jurídicas de aquella dialéctica entre fuerzas
sociales que según Maquivelo, es el motor y la fuerza de la
República romana. De acuerdo con Mommsen esta
institucionalización de la dialéctica social genera, más
bien, una patología de la República, manteniéndola y
debilitándola en un estado febril continuo y desgastado . . . El
tribuno, elemento de equilibrio entre pueblo de los ciudadanos y magistrados
del gobierno, y su poder específico, contrapuesto al poder de estos
últimos, literalmente desaparece . . . El gran Mommsen no era
precisamente un desprevenido, la suya es una operación rigurosamente
científica de cancelación del tribunado y con él, del
sistema de la República»[91].
La autoridad de
Mommsen, muy grande entre los romanistas, alimentaba una corriente que
reducía el valor, el prestigio y la actualidad del Derecho romano al
Derecho privado. De allí que los estudios sobre las instituciones
publicas romanas se limitaron a quedar en el campo de la Historia, sin proyección
en el Derecho Político y menos aún en el Derecho Constitucional.
Pero estas
reflexiones académicas sobre el desvanecimiento de los estudios sobre el
“poder negativo” y cualquiera de sus formas institucionales no
alcanzan a ocultar sus verdaderas razones. La institución del tribunado
es, por su propia naturaleza extraña y hasta contradictoria con los
pilares sobre los que se asienta el liberalismo y el sistema político
que a partir de sus premisas se formula: La libertad autonomía y la
división de poderes. La noción de la libertad en el sentido que
se ha desarrollado en el mundo y que ha permitido el triunfo del capitalismo y
el profundo divorcio entre la sociedad y el Estado es antagónica a la
existencia de un poder impeditivo sustentado en una idea de la libertad como
expresión de la participación de pueblo en el gobierno. De la
misma manera que una instancia impeditiva a la aplicación de una norma
de derecho es incompatible con un sistema que auto referencia su
perfección institucional en la división del poder en tres ramas
que son expresión de un mismo poder. A lo más que se
atrevió el sistema político liberal, fue a reconocer una
instancia de control de la legitimidad constitucional complementaria de la
división de poderes.
La reconocida
crisis del sistema político representativo y la pérdida de
credibilidad en el sistema de garantías que establece el régimen
de la división de los poderes, hizo que a lo largo del siglo XX se
ensayaran diversas teorías que procuraron, de un marco
democrático y republicano, fortalecer las instituciones públicas.
Básicamente se revitalizaron las ideas en torno a formas de democracia
directa (al fin y al cabo la democracia tuvo sus primeras y más puras
manifestaciones con esa modalidad), a la vez que se puso otra vez, de un modo
casi natural y espontáneo, en la consideración de la ciencia
jurídica y de la política la noción del “poder
negativo”. Así el jurista e historiador italiano Arturo Carlo
Jemolo (1891-1981) decía en 1965: «La pérdida de confianza
en los órganos estatales, la permanente sensación de
víctima de injusticias, está erosionando pilares fundamentales,
mucho más que iniciativas abiertamente revolucionarias (. . .) . . .
podría pensarse en un tribuno del pueblo o en un censor, nominado por
sufragio universal, o tal vez, con un electorado distinto de aquel que elige a
los miembros del parlamento»[92].
El Defensor del Pueblo está a un paso.
El gran desafío del siglo que
estamos comenzando a vivir, es el de construir una nueva democracia con
más participación, más transparencia administrativa,
más igualdad de oportunidades, y una efectiva defensa protección
del ambiente y de la paz. Todos estos mandatos convocan al Defensor del Pueblo.
Pero para ello esta magistratura debe reforzar los grandes principios que la
identifican y que hallan su raíz en el antiguo tribunado romano.
Independencia del poder político.
Del mismo modo que el tribuno de la plebe fue un impugnador del sistema
imperante, el Defensor del Pueblo no debe ni puede olvidar que su misión
es la de proteger los derechos humanos y que los derechos humanos los viola el
poder público o el privado, cuando está aliado con aquél.
El Estado tiene muchos agentes que los defiende. El pueblo no y menos todavía
los sectores más vulnerables, las minorías y los pobres de
riquezas materiales.
Prescindencia de la política
partidaria. El sistema político siempre y en todos los lugares presenta
disfunciones: poder paralelo, burocracia, sigilo, abuso de poder y el Defensor del Pueblo debe obrar contra
ellas. Para ello debe lograr la credibilidad social de todos; de las
mayorías y de las minorías, de la sociedad y del propio poder
político que no debe ver en él un competidor favorecido sino como
una referencia moral, y a todo esto, empecen las obligaciones políticas
partidarias.
El Defensor
del Pueblo debe luchar por el imperio de la ley – en esto difiere del
Tribuno -, pero fundamentalmente debe
empeñarse por el triunfo de la justicia. Como predicaba el gran maestro
uruguayo Eduardo Couture en sus mandamientos para los abogados: «Tu deber
es luchar por el derecho; pero el día que encuentres en conflicto el
derecho con la justicia, lucha por la justicia»[93].
Por ese motivo como el Tribuno debe
actuar con informalidad: con informalidad debe recibir los reclamos y con
informalidad debe operar debe canalizar los reclamos sean individuales o
colectivos.
Debe mantener en alto su iniciativa para
transformar la realidad jurídica. No se trata sólo de evitar que
los avances del poder ahoguen los derechos de las personas, también debe
promover las reformas y los cambios para proteger más y mejor los
derechos humanos. No debe olvidarse aquello de Ortega de que las revoluciones
se hacen contra lo usos, no contra los abusos.
Promover la participación. El Defensor del Pueblo debe promover la participación popular.
La queja es la primera de las forma de participación. Vale
también entonces la reivindicación del concepto de la libertad de
los antiguos que consistía – como lo reconoce el mismo Constant,
su impugnador -, en la participación activa y constante en el poder
colectivo. «Nuestra propia libertad – dice Constant –, debe
consistir en el goce apacible de la independencia privada» . . .
«La finalidad de los antiguos era compartir el poder social entre todos
los ciudadanos de una misma patria. Estaba ahí lo que ellos llamaban a
esto libertad. La finalidad de los modernos es la seguridad de los goces
privados y ellos llaman libertad a las garantías acordadas por las
instituciones»[94].
Constant consideraba como se ve que los fines de ambos conceptos de libertad
eran contradictorios, porque la participación directa en las decisiones
colectivas terminaba por someter al individuo a la autoridad del conjunto y no
a hacerlo libre como persona. Y de eso es precisamente de lo que se trata.
Recuperar la democracia en los términos de una sociedad de iguales, justa
y libre es, antes que nada en hacer de los seres humanos partícipes de
las decisiones del poder. El Defensor del
Pueblo, recorriendo el camino en sentido inverso al de Constant, debe
rechazar la privatización de la verdad y de la ética depositada
en el patrimonio exclusivo de las conciencias privadas y reconstruir el ideario
colectivo del auto gobierno que es al fin de cuentas la libertad de los seres
humanos de participar en la elaboración y en la aplicación de las
reglas que los involucre.
El jurista panameño Edgardo Molino Mola, hace casi
veinticinco, en una ponencia presentada en un coloquio organizado por el
Instituto Latinoamericano del Ombudsman – Defensor del Pueblo en la
ciudad de Buenos Aires, afirmó que el mundo estaba en un proceso de
“redescubrimiento” de la figura del ombudsman porque en realidad imaginar esa figura hoy, no era sino
recrear las antiguas magistraturas romanas que fueron concebidas para defender
y proteger los derechos de las personas, sobre todo de las más
débiles y vulnerables.
La institución del Defensor
del Pueblo ha tenido un fuerte crecimiento en los últimos cincuenta
años pero necesita afirmar sus rasgos característicos desde una
perspectiva que lo aproxime más directamente a las necesidades e
insatisfacciones de las personas comunes, de los hombre y mujeres situados en
posiciones distantes del poder y sobre todo, para que sea el cauce de
expresión de las frustradas esperanzas de una descreída sociedad
frente a una realidad política que muchas veces le da la espalda. En ese
sentido es de enorme importancia fortalecer a la institución del Defensor del Pueblo desde la perspectiva
institucional romana, sobre todo en el ejercicio del “poder
negativo”. La posibilidad del Defensor
del Pueblo de poder impedir, no por sí mismo, sino con la
intervención de otras magistraturas o de otros organismos
institucionales, la sanción de normas que afecten a los derechos
fundamentales de las personas, contribuirá a dar efectiva vigencia a los
garantías y de derechos que consagran los ordenamientos jurídicos
de los países en los que el poder se sustenta en la soberanía
popular.
[1] «Otro problema . . . es
la deriva un tanto esquizofrénica de la naturaleza de nuestro Defensor
que en su origen es Comisionado de las Cortes Generales y, por otro, puede
recurrir las leyes emanadas de tales Cortes. Cierto es que el artículo 6
de la Ley Orgánica del Defensor señala que no está sujeto
a mandato imperativo alguno. No recibirá instrucciones de ninguna autoridad.
Desempeñará sus funciones con autonomía y según su
criterio» (Antonio Colomer Viadel: El
Defensor del Pueblo entre el Tribuno de la Plebe y el Poder Negativo,
en Regenerar la Política,
obra colectiva coordinada por Antonio Colomer Viadel, Ugarit, Valencia 2008,
135). El caso es válido para casi todos los ordenamientos
jurídicos.
[2] Graco Babeuf: El tribuno del pueblo, traducción por Victoria
Pujolar, 1ª edición, Roca, México 1975, 10.
[3] Dionisio de Halicarnaso: Historia Antigua de Roma, Libro
VI, 45, traducción por Almuneda Alonso y Carmen Seco, Gredos, Madrid
1984, T. II, 272. Ver también Plutarco: Las vidas paralelas, (Vida de
Coroliano, párrafo VI) traducción por Antonio Ranz
Romanillos, Imprenta Real, Madrid 1830, T. II, 58/9.
[4] Tito Livio: Storia di Roma dalla fondazione, III, 55, edición con texto latino e italiano,
traducción por Gian Domenico Mazzocato, Newton, Roma 1997,
T. I, 355.
[7] Cicerón: Obras Completas – Tratado de las leyes, L. III, versión de Díaz
Tendero y Fernández Llera y Calvo, traducida al castellano por Juan
Bautista Calvo, T. VI, 327.
[8] Teodoro Mommsen: Historia
de Roma, traducción por A. García Moreno, I edición,
Joaquín Gil, Buenos Aires 1953, T. I, 340. El célebre romanista
alemán identificó las características instrumentales del Tribunado,
y en su “Historia de Roma” interpretó su verdadera
naturaleza aunque a mi juicio no alcanzó a comprender el profundo
sentido político que lo inspiró (ver especialmente el
parágrafo 29 de la página 341: «. . . una magistratura sin
objeto definido, no teniendo casi, otra misión, que la de entretener al
proletariado miserable con la apariencia de un socorro quimérico,
revistiendo en un principio un carácter decididamente revolucionario y
posesionado de un poder anárquico para contrarrestar la acción de
los funcionarios y aún del Senado». Cuando publica la
“Historia del Derecho Público Romano”, Mommsen resta
aún más la significación del Tribunado (ver TEODORO MOMMSEN: Compendio de Derecho
Público Romano, Impulso, Buenos Aires 1942, 74 y 75).
[11] Arturo Rosenberg: Historia de la República Romana,
traducción por Margarita Nelken, revista de Occidente, Madrid 1926, 52,
58 y 61.
[12] Friedrich Schlegel: Ensayo
sobre el concepto de republicanismo, en
Obras selectas, traducción por
Miguel Angel Vega Cernuda, Fundación Universitaria Española,
Madrid 1983, vol. I, 46.
[13] Vicente Arangio-Ruiz: Historia del Derecho Romano,
traducción por Francisco de Pelsmaeker e Ivañez, Reus, Madrid
1943, 57.
[14] Polibio: Historia Universal,
Libro VI, 14, versión española de Ambrosio Rui Bamba, ediciones
Solar y Librería Hachette, Buenos Aires 1965, 351.
[16] Johan Gottlieb Heineccius (Heinecio): Historia del Derecho Romano, traducción del latín por
Juan Muñiz Miranda y R. González Andrés, Imprenta del
Boletín de Jurisprudencia, Madrid 1845, 14.
[17] «La autoridad
tribunicia fue necesaria para resguardar la libertad». Nicolás
Maquivelo: Discursos sobre la
primera dácada de Tito Livio, traducción por Roberto
Raschella, Libro 1, VI, Losada, Buenos Aires 2003, 73.
[18] Pietro Bonfante: Historia
del Derecho Romano, traducción por José Santa Cruz Tejeiro,
Edición de la Revista de Derecho Privado, Madrid 1944, volumen I, 140.
[19] Renzo Lambertini: Aspetti “positivo” e
“negativo” della sacrosanta potestas dei Tribuni della plebe,
ponencia al Seminario de Estudios “MMD Anniversario del
Giuramento della Plebe al Montesacro”, Consiglio Nazionale delle
Ricerche. Istituto Nazionale di Studi Romani, Roma 15 al 18 de diciembre de
2007; publicado en Diritto @ Storia.
Rivista internazionale di Scienze Giuridiche e Tradizione Romana 7, 2008 = http://www.dirittoestoria.it/7/Memorie/Lambertini-Positivo-negativo-potestas-Tribuni-plebe.htm
.
[23] Antonio Viñas: Instituciones
políticas y sociales de Roma: Monarquía y República,
Dykinson, Madrid 2007, 167.
[25] Ibidem Libro X, 30 cit. (Este libro está traducido por Ester
Sánchez y editado en 1988) T. IV, 53/4.
[27] Eutropio: Abrigé de L´Histoire Romaine,
edición bilingüe (latín - francés) a cargo de
Maurice Rat, Libro 1, XIII, Libraire Garnier Frères, Paris 1934, 17. La referencia al emperador
Valente se explicará por sí misma más adelante.
[30] Juan de Mariana: Del rey y de la institución real, en Obras del padre Juan de Mariana - Biblioteca de autores españoles
(volumen 31) I, VIII, Sucesores de Hernando, Madrid 1909,
T. I, 485.
[33] Quentin Skinner: Los
fundamentos del pensamiento político moderno (La Reforma),
traducción por Juan José Utrilla, Fondo de Cultura
Económica, México 1993, T. II, 238.
[34] Ulrico Zuinglio: El pastor, en Una
antología, traducción
por Daniel Berros, La Aurora, Buenos Aires 2006, 140.
[35] Juan Calvino: Institución
de la Religión Cristiana, traducción por Cipriano de Valera,
(1597) IV, xx, 31, Fundación Editorial de Literatura Reformada, Rijswijk,
Países Bajos, 1967, T. II, 1193.
[36] Sobre este aspecto ver Primitivo Mariño Gómez: Estudio preliminar en Altusio: La política: metódicamente concebida e ilustrada con
ejemplos sagrados y profanos, traducción por Primitivo Mariño
Gómez, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid 1990, XVII.
[37] Juan Altusio: La
Política: metódicamente concebida e ilustrada con ejemplos
sagrados y profanos, cit., 229/30.
[45]
«Mariana plantó, Althusius regó y Robespierre segó
el fruto» (John Neville Figgis: Political Thought from Gerson to Grotius: 1414-1625. Seven
studies, Batoch Bokks, Kitchener,
Ontario 1999,
28).
[46] Rodolphe Dareste: Essai sur François Hotman, Auguste Durand
Libraire, Paris 1850, 22. Por no poder haber hallado textos directamente escritos por Hotman,
acudimos a transcripciones consignadas por este autor.
[48] La familia de Spinoza era
oriunda de una localidad vecina a Burgos, Espinosa de los Monteros.
Consecuencia de la expulsión de los judíos ordenada por los Reyes
Católicos, la familia emigró a Portugal primero y a Holanda después.
Baruch, Benito, Bento o Benedicto (como quiera que fue llamado en hebreo,
castellano, portugués o latín) Spinoza fue un extraordinario
filósofo de ideas muy libres, al punto que la comunidad hebrea de
Amsterdam a la que él pertenecía lo expulsó de la
Sinagoga, no sólo por su heterodoxia religiosa sino también por
su amistad con grupos menonitas, colegiantes, etc. que estaban en conflicto con
el gobierno calvinista de aquella ciudad, cuyas autoridades habían
recibido con tolerante respeto a los hebreos ibéricos. Ver Salomón Suskovich: Spinoza, luz y sombras,
Congreso Judío Latinoamericano, Buenos Aires 1983, 14.
[49] Baruch Spinoza: Tratado
Político, traducción por Alfonso di Severino, Quadrata,
Buenos Aires 2004.
[50] De dos versos sobre Spinoza
en un soneto de Borges (Jorge Luis Borges: Nueva
antología personal, Emecé, Buenos Aires 1968, 37).
[51] También formula esa
tesis: Ernesto Funes: Tratado Político de Baruch Spinoza:
Potencia y pasión de multitudes absolutas, introducción a Spinoza: Tratado . . . cit., 19.
[52] Lo cita dos veces en
términos que riden homenaje a la inteligencia del sabio florentino.
«Agudísimo Maquiavelo» (V, 6) y «perspicaz
florentino» (X, 1). Spinoza: Tratado
. . . cit., 63 y 119.
[65] Pierangelo Catalano: Diritti di libertà e potere
negativo, en Archivio Giuridico,
volumen CLXXXII, Fascículo I, Mucchi, Modena 1972, 383.
[66] Jean-Jacques Rousseau: Du contrat social, ou principes du Droit Publique, I edición, Marc Michel Rey,
Amsterdam 1762, Libro IV, Capítulo V, 278.
[69] La larga trascripción
de este precepto, de redacción casi coloquial, es en homenaje a
aquél primer intento de establecer la figura de un Defensor del Pueblo
en la República Argentina y en todo nuestro continente. El texto
está tomado de Arturo Enrique Sampay: Las
constituciones de la Argentina (1810-1972), EUDEBA, Buenos Aires 1975, 101, 103/4. El original de
este documento se halla en el Archivo General de la Nación,
División Nacional, Sección Gobierno. Catamarca, 1812-1818, Sala
X, A. 5, 2 - 2.
[71] Edmundo M. Narancio: Un proyecto de
“Constitución provisoria” para las Provincias del Río
de la Plata, en Boletín del Instituto de Historia
Argentina “Dr. Emilio Ravignani”, Buenos Aires 1961, n. 10, 58
y sigs., sobre la base de algunas inteligentes conjeturas supone que su autor
material fue el diputado Felipe Santiago Cardoso, aunque no aporta – en
nuestra opinión – pruebas concluyentes. Tampoco al respecto nada
dice un enjundioso biógrafo del prócer rioplatense: Flavio A. García: El ciudadano Felipe Cardoso,
Dirección General de Extensión Universitaria, Universidad de la
República, Montevideo 1980.
[72] Esta influencia roussoniana
en Bolívar se debió a su mentor y maestro Simón
Rodríguez, estudioso sistemático y riguroso de todo el
pensamiento político y pedagógico del ginebrino: J.A. Cova: Don Simón Rodríguez,
Editorial Venezuela, Buenos Aires 1947, 17. Sobre este tema ver también Rufino Blanco Fombona: El pensamiento vivo de Bolívar,
2a edición, Losada, Buenos Aires 1944, 9 y sigs.
[73] Simón Bolívar: Discurso pronunciado por el General
Bolívar al Congreso general de Venezuela en el acto de su
Institución, Correo del Orinoco, Angostura, 20 de febrero de
1819.
[74] Sobre estas cuestiones ver Pierangelo Catalano: Derecho Público Romano y
principios constitucionales bolivarianos, en Constitución
y Constitucionalismo hoy, Cincuentenario del Derecho Constitucional
Comparado, Fundación Manuel García Pelayo, Caracas 2000, 700-709.
[75] Se ha querido ver en estas
constituciones bolivarianas una reproducción de la Constitución
francesa del año VIII (1799) redactada por Sièyes, que
también seguía una vía diferente a la del modelo anglo -
norteamericano en cuanto a la formación del poder legislativo (entre
otras diferencias). Pero en lo que nos interesa, la Cámaras de los
Tribunos de esta constitución, no tenían iniciativa legislativa
como en las de Bolivia y Perú; se limitaban a discutir los proyectos que
enviaban los cónsules a través del Consejo de Estado, proyectos
que luego eran enviados a la Asamblea que se limitaba a aprobarlos o a
desecharlos (Ver Claude Joseph Drioux: Historia
Contemporánea (desde
1789 a 1830), s/r a la traducción, Librería de la
viuda de Ch. Bouret, Paris 1925, T. I, 182.
[76] Hans-Christian Lucas: Introducción a Johann Gottlieb Fichte: Discursos a la Nación alemana, traducción
por Luis A. Acosta y María Jesús Varela, Hyspamérica,
Buenos Aires 1984, 12.
[78] Johann Gottlieb Fichte: Fundamento del Derecho Natural según los principios de la
doctrina de la ciencia, 3a parte, Capitulo II, 16, IX
traducción por José L. Villacañas Berlanga, Manuel Ramos
Varela y Faustino Oncina Coves, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid
1994, 239.
[86] Bernardino Barbadoro: Ventisette secoli di Storia italiana,
Asociación Dante Alighieri, Buenos Aires 1986, 233 y sigs.
[87] Nació y murió
en París; sobrino de Napoléon I, vivió en Estados Unidos e
Italia y fue un convencido y ardiente republicano. Destacado naturalista, como
tal es conocido antes que como militante político.
[89] Miguel Moya: Conflicto entre los poderes del Estado, en Revista
Europea, Madrid 27 de abril de 1879, n. 270. 540.
[90] Giovanni Lobrano: Dal Tribuno della Plebe al Difensore del
popolo, en Pierangelo Catalano - Giovanni Lobrano - Sandro Schipani: “Da Roma a Roma” dallo Jus
Gentium al Tribunale Penale Internazionale, Instituto
Italo-Latinoamericano, Roma 2002. Tomado de la versión castellana de Judith
Nuñez Merchán al ser presentado como ponencia en el Seminario
Internacional de Derechos Humanos “Rómulo Gallegos”
organizado por el Defensor del Pueblo de la República Bolivariana de
Venezuela, Caracas 2002, 19.
[92] Arturo Carlo Jemolo: Sulla proposta di istituzione del
Commissario parlamentare in Italia,
en Montecitorio, Rivista di
Studi Parlamentari, Roma 1965, n. 16, 90/1. Hay muchas otras referencias al
tema. Por su singularidad señalamos la siguiente observación
alusiva a la creación de Consejos Populares en la Constitucion
cubana de 1982, cuya misión es la de control y fiscalización de
la autoridad estatal. Dice un profesor de la Univesidad de La Habana:
«Para mi está cada vez más claro que son una suerte de
poder negativo en los que se conjugan a nivel de localidad las fuerzas de la
sociedad civil con los representantes populares del estado . . . De cualquier
forma esta versión del poder negativo, que evoca en alguna medida al
poder tribunicio romano, deviene o debe consolidarse como una manera sui
generis de democracia participativa» (Julio Fernández Bulté: Reflexiones sobre la
modernización del Estado en América Latina, en Democrazia e riforma dello stato in America
Latina (varios autores) Associazione di studi sociali latino-americani,
Sassari 2000, 121).