ds_gen N. 7 – 2008 – Tradizione Romana

 

tafaro-piccola.pngSebastiano Tafaro

Decano II Facultad de Derecho

de la Universidad de Bari

 

La herencia de los Tribuni Plebis*

 

 

Sommario: 1. Una voz para los ciudadanos. – 2. Las nuevas figuras: ‘ombudsman’, mediadores, abogados y ‘defensores’ del pueblo. – 3. Entre lo antiguo y lo moderno. – 4. El Tribunado. – 5. Defensores de los débiles y de la ciudad. – 6. La censoria potestas. – 7. Propuestas.

 

 

1. – Una voz para los ciudadanos

 

Frente a la creciente crisis del Estado contemporáneo y al aumento exponencial de la desconfianza de los ciudadanos respecto de los gobernantes, y más en general, de las instituciones, se recurre a nuevos caminos y a nuevas figuras, con el objeto de que ellas restituyan el rol apropiado y le den voz a los ciudadanos y, más ampliamente, a los hombres.

La individualización de las soluciones más apropiadas con la realidad actual a veces requiere advertir la fascinación que ejerce el antiguo modelo del derecho romano, al que se vuelve en el intento de individualizar una base autorizada para la exaltación de la libertad y los derechos originarios de la persona[1].

Entre las reivindicaciones más recurrentes, sin duda se le ha dado una acentuación especial al tribunado de la plebe.

Es que por un lado, el modelo “ius publicístico” de la antigua Roma, en particular el de la República, ha sido considerado como el más respetuoso de la soberanía del pueblo, y por el otro, el Tribunado ha sido considerado como el instrumento más inmediato, eficaz y directo para la salvaguarda de los derechos y de las expectativas de los cives. Del Tribunado se ha rescatado el cargo potencialmente revolucionario y la proximidad con las exigencias de los ciudadanos; es por ello que se lo ha vuelto a proponer, aún para los tiempos actuales, reconociéndole una excepcional actualidad y la idoneidad para contribuir a solucionar la crisis del Estado moderno.

En ello reside el motivo por el cual, para solucionar los problemas de la sociedad actual, con razón se ha avanzado la hipótesis de una nueva actualización del Tribunado, considerado idóneo para solucionar la crisis de confianza de los ciudadanos.

Por lo demás, la incontenible exigencia de tutela de los derechos fundamentales del hombre, la que está demostrando cuán inadecuados resultan los dos pilares de la “democracia” occidental – la rígida afirmación de la soberanía nacional y el principio de la división de poderes – hace emerger institutos que parecen volver a proponer (en varias y diversas formas) el antiguo “espíritu” que estaba en la base del Tribunado, entendido sobre todo como instrumento de oposición al poder y a sus posibles abusos.

Entiendo que éstas son las principales razones de la fascinación que ejerció y que continúa manifestando el antiguo “Tribunado” en los países del sistema romanístico y, sorprendentemente, también en algunos del sistema anglosajón.

No obstante, la óptica desde la cual parten las consiguientes propuestas son sectoriales, y valorizan (a menudo) sólo algunas de las prerrogativas de los tribunos romanos, en particular, su poder de veto.

Ello se debe también del hecho de haber insertado las reflexiones sobre el Tribunado al interno del debate que, en la edad moderna, sigue la teoría de la división de poderes, implicando así la exaltación del Tribunado y la focalización de la atención sobre algunos de sus aspectos específicos, y en particular (como se decía), de su «poder para impedir», es decir, su poder de veto, definido, desde Blackstone en adelante, como «poder negativo»[2].

En última instancia, se puede decir que se asiste al reexamen del Tribunado y a la exaltación de los aspectos que hacen a la intervención directa con el fin de impedir los abusos. Pero además, frente a la afirmación general del principio de la división de poderes[3], el Tribunado es invocado como modelo de participación más directa y de defensa contra los abusos de poder, por quienes no se reconocen en ese principio y propugnan un modelo diferente en el que exista más espacio para los ciudadanos y sus derechos[4].

Frente a la creciente desconfianza en los políticos, la que afecta no sólo a los gobiernos, sino también al Parlamento y a la Magistratura, se buscan nuevas vías que puedan reconstituir esa confianza y credibilidad de los ciudadanos, y más en general, de los hombres.

El debate y las propuestas que son su consecuencia, empero, rara vez hacen su tarea a partir de los puntos esenciales de la cuestión, los que residen también, (incluso, diría sobre todo), en la inadecuación y en la crisis del principio de la división de poderes[5]. En vez de reflexionar sobre un pertinente y nuevo modelo de sociedad, se prefiere no poner en tela de juicio a las actuales constituciones; en consecuencia, se buscan remedios que, injertándose sobre lo existente, puedan proveer las respuestas que los ciudadanos buscan, en términos de buen gobierno, de equidad y de justicia. En esta dirección se ubica la creciente fortuna de algunas innovaciones, entre las cuales parecen agitarse con particular éxito las figuras que con terminología uniformadora (aún cuando son conscientes de que se trata frecuentemente de formas diferentes entre sí), en una primera aproximación, suelen llamarse Ombudsman[6]. Son ellas las que con frecuencia se confrontan con el Tribunado de la plebe, presentado como modelo histórico de una diferente y mucho más eficaz tutela del pueblo a efectos de dar una “voz” a los ciudadanos, y en general, a los hombres.

En qué medida ello sea útil y preceda a beneficios efectivos, o en qué medida, acaso, sirva para eludir, al menos en parte, interrogantes más radicales, será precisamente el objeto de algunas breves reflexiones.

 

 

2. – Las nuevas figuras: ‘ombudsman’, mediadores, abogados y ‘defensores’ del pueblo

 

En forma preliminar, debo subrayar la imparable fortuna de las varias figuras del Ombudsman, rápidamente difundidas en todos lados[7], según modelos que a menudo se influencian entre sí, o tienden a ser incluidos en las Cartas Constitucionales, particularmente en los países del Este europeo y de América Latina[8]. Ellos ameritan un análisis en verdad más amplio del que pueda realizarse en esta oportunidad, en la que me limitaré a efectuar algunas observaciones de máxima.

Es sabido que el término Ombudsman, acuñado en Suecia[9], con el tiempo ha ido asumiendo un significado amplio y general y que, pese a registrar variantes significativas, ha devenido de uso común, constituyéndose en la denominación por antonomasia de diversas figuras.

En forma incesante los operadores y estudiosos se interrogan sobre las raíces de los Ombudsman, sobre la configuración que ellos asumen y sobre las expectativas que pueden suscitar las nuevas figuras[10].

El Ombudsman, surgido como instituto fiduciario del Parlamento para controlar los actos del Ejecutivo en nombre y/o por cuenta del Parlamento mismo, hoy en día, por el contrario y cada vez más, va mucho más allá, y tiende a asumir el rol, más incisivo, de defensor de los derechos de los ciudadanos y sobre todo, de defensa de los derechos fundamentales.

La proyección moderna acentúa la tendencia a establecer una relación entre las varias figuras y la finalidad de los actuales Ombudsman, el efectivo y eficaz reconocimiento del rol del pueblo y el consiguiente reconocimiento de la soberanía inderogable de todo ciudadano, tal y como sucedía en Roma a través del Tribunado de la plebe.

La aproximación al antiguo instituto sirve para superar la estrecha relación que originalmente ligaba al Ombudsman con el Parlamento, cuando no, por añadidura, con el Ejecutivo. Ese vínculo originario se encuentra reflejado en la terminología adoptada para indicar a la nueva figura. De hecho, en Suecia el término Ombudsman (el hombre que hace de intermediario) remitía a la idea de mediación entre el Soberano y el Parlamento, en nombre y por cuenta de éste[11], mientras que en Inglaterra se ha hablado hasta de Commissioner parliamentary, justamente para acentuar el hecho de que se trataba de una institución fiduciaria del Parlamento[12]. Francia siguió otra vía y un lenguaje diferente, pues eligió el término Médiateur, a través del cual quiso indicar que aquél es un órgano de la administración pública y que, por ende, interviene a los efectos de un mejor desenvolvimiento de ésta[13]. También de Mediatore se habló en el seno de la Comunidad europea[14], donde el instituto tiene una connotación totalmente particular. Distinto es también el lenguaje elegido por los países de América Latina y del Este europeo, los que tienden a evidenciar ya en la denominación la finalidad del instituto, relativa al acogimiento de las instancias del pueblo; por eso se habla de defensor del pueblo o de Abogado del pueblo[15]. Entre los países del Este europeo, Polonia ha instituido un defensor de los derechos civiles[16]; en Rumania y Albania se ha preferido hablar de Abogado del Pueblo. En Italia, donde falta una institución nacional[17] y existen diversos defensores cívicos locales o mediadores en materias específicas (mediador bancario, mediador de menores, etc.), frecuentemente la figura concurre con instituciones, y en particular con los Garantes (las Authority) surgidos en varios sectores (por ejemplo, en el área editorial, en el de la competencia y el mercado, en el ámbito financiero, en el de la reserva personal, en la de los trabajos públicos), con una imparable propensión a multiplicarse[18].

Estas variantes recientes del lenguaje traducen la aspiración de poner rápidamente en evidencia el vínculo entre el Ombudsman y el pueblo, como asimismo que el órgano pretende dar una voz a los ciudadanos. Es por este motivo que, aunque reconociendo el uso corriente del término Ombudsman para designar genéricamente a las distintas figuras, prefiero abandonar esta denominación y usar el vocablo Defensores, el que me parece posee un espectro más amplio e idóneo para contener la multiplicidad de las figuras hoy existentes. Una nueva denominación que aparece como más apropiada con la aspiración de hacer transitar al Ombudsman desde el rol de portavoz del Parlamento (o del Ejecutivo) al de portavoz de los individuos singulares, en consonancia con la actual tendencia a establecer un ligamen muy estrecho entre las nuevas figuras (inspiradas en el Ombudsman) y la emergente afirmación de los derechos del hombre, para cuya tutela en sede internacional repetidamente se ha auspiciado la introducción, precisamente, de nuevas instituciones[19]. En realidad, el tema de los derechos del hombre, más allá de su contenido y de su etiqueta, que algunas veces no tienen contornos muy definidos[20], hace surgir la cuestión relativa a quién debe protegerlos, sobre todo cuando quienes los violentan resultan ser el mismo Estado o sus órganos. Se considera, o se propone, que para desarrollar la tarea de protección que exige la situación de los derechos humanos, puedan ser convocados precisamente los Defensores (Ombudsman, Mediadores, Abogados del pueblo o como sea que se los denomine).

Este podría ser un objetivo para la futura configuración de los Defensores, aunque no aparece como de fácil realización, y requiere que los Defensores asuman una dimensión supranacional, que hoy en día no tienen. El punto y los límites han sido advertidos por algunos países, los que intentan remediar esa ausencia con muy recientes innovaciones en la estructura de los Defensores, como la organización en ‘red’, el reconocimiento del derecho a la reciprocidad y la estrecha colaboración entre los homólogos de distintos países; se trata, sin embargo, de disciplinas todavía en germen o bien, en proyecto de elaboración[21].

De todos modos, es cierto que el compromiso y la actividad en defensa de los derechos humanos asume gran relieve en los casos de cualquier tipo de Defensores, y se sustancia en múltiples intervenciones: desde la participación en organismos y comisiones, que definen y redefinen continuamente los derechos del hombre, hasta la promoción de encuentros (congresos, seminarios, etc.) para sensibilizar a las instituciones y a la opinión pública sobre la tutela de los derechos humanos.

Empero, no es posible restar importancia al hecho de que, como regla, los Defensores no poseen legitimación frente a las instancias internaciones creadas para tutelar los derechos del hombre; generalmente no tienen legitimación ni siquiera frente a los tribunales nacionales. Por ello, algunos defensores han solicitado poder intervenir al menos en el delicado momento de la adquisición de las pruebas, invocando la extensión del instituto de matriz anglosajona del Amicus Curiae[22].

En algún caso, precisamente a causa de la violación a los derechos humanos, se les ha permitido a los Defensores recurrir a la Corte Constitucional[23].

A lo expuesto, cabe agregar que la incidencia de los Defensores puede acentuarse en los casos en los que (como por ejemplo se reconoció en el 2000 para el Médiateur francés) se les acuerde la posibilidad de avanzar propuestas de modificación de un texto legislativo, para poner fin a las situaciones de iniquidad generadas por su aplicación, o bien cuando se prevea la facultad de proponer leyes a favor de los derechos humanos, así como se estableció para el Abogado del pueblo albanés[24].

En esta materia, debe subrayarse que en los últimos tiempos, para la penalización de los crímenes contra los derechos del hombre, se consideró que debía procederse a través de la creación de tribunales internacionales especiales[25] o generales[26], ante los cuales los Defensores no tienen legitimación directa[27].

Ello limita de manera sustancial y en ámbitos de mucha importancia para la proyección de los derechos humanos a la acción de los Defensores, los que, entonces, deberían conseguir una legitimación supranacional de la que hoy en día carecen, o que al menos no poseen en forma directa.

Por lo demás, la materia de los derechos humanos no procede de modo homogéneo: en algunas zonas avanza bastante rápidamente, mientras que en otras sólo marca el paso. Ello demuestra que el problema de fondo es el de encontrar el camino para tutelar los derechos de la persona más allá de las legislaciones y del ejercicio del poder nacional y soberano.

Se están efectuando muchos intentos en esta dirección, pero no es posible afirmar que los resultados sean del todo satisfactorios, especialmente en lo que se refiere a los derechos políticos, a las personas vulnerables, como las mujeres y los niños, objetos de discriminación, atentados a la integridad personal y abusos que cotidianamente son denunciados por las organizaciones humanitarias (por ejemplo, por Amnesty Internacional). Con frecuencia, los Defensores denuncian los delitos y las violaciones de estos derechos fundamentales, pero no siempre sus denuncias son escuchadas. Por lo demás, se observa la singularidad de que la institución de un Ombudsman, en algunas experiencias, no viene acompañada por el mejoramiento del respeto por los derechos humanos; por ejemplo, la reciente creación del Ombudsman en Rusia no parece haber tenido incidencia sobre la grave y continuada reaparición de tendencias autoritarias y sobre la violación de derechos fundamentales.

 

 

3. – Entre lo antiguo y lo moderno

 

De las consideraciones antes expuestas surge la imperiosa y urgente necesidad de soluciones modernas y eficaces como para tornar efectivo e incisivo el control del ejercicio del poder, con el objeto de prevenir y/o reprimir cualquier abuso en perjuicio del ciudadano.

Por esta vía, se impone casi por sí misma la vuelta al Tribunado de la plebe y a las figuras más tardías del Defensor civitatum (y/o locorum).

De hecho, están quienes ven en el instituto, surgido en la Roma republicana, el antecedente sobre el cual modelar las nuevas figuras de los Defensores, visto que la fascinación ejercida por los Tribuni plebis aparece, a través del fatigoso camino del desarrollo de la civilización jurídica europea y de las Américas[28], intensa y nunca aplacada.

El Tribunado, visto como estandarte de independencia y de capacidad de contraposición a las magistraturas detentadoras del poder, se perfila como la figura ideal para la defensa del pueblo y, por ende, para la completitud de la democracia.

En mi opinión, este es un camino que debe ser recorrido, puesto que puede servir para reflexionar a fondo sobre las nuevas figuras y sobre las características que ellas necesitan adquirir para tener real incidencia. Considero que la confrontación con el Tribunado de la Plebe puede servir para descubrir qué es lo que le falta a los actuales Defensores para tener la misma penetración y otorgar confiabilidad concreta y justificada a los ciudadanos, y en general, a los hombres.

En la comparación y el análisis es necesario proceder con rigor y profundidad, partiendo del reexamen de la naturaleza del antiguo instituto.

De hecho, debe tenerse presente que la condición del Tribunado respecto de la de los Defensores de hoy en día registra una diferencia fundamental, de la que es vital estar consciente para no malinterpretar el rol de los Tribuni plebis. El Tribunado, al momento de su surgimiento, se ubicaba fuera y más allá del ordenamiento y siempre ejerció un control sobre el ordenamiento completo: los tribunos no perseguían el correcto funcionamiento de ese ordenamiento, sino antes bien la afirmación de los intereses del pueblo y de aquello que, a ellos (portavoces del pueblo), les parecía justo y oportuno. Por el contrario, los actuales Defensores (todos, cualquiera sea su origen o naturaleza), son instituidos para el buen funcionamiento del ordenamiento.

El Tribuno no debía rendir cuentas del ejercicio de su poder, el cual no estaba comprendido dentro de lo que hoy podríamos llamar discrecionalidad, ni estaba sometido a ninguna forma de control[29], a diferencia de lo que hoy en día sucede con los Defensores[30]. Estos tienen el objetivo de perseguir el correcto ejercicio del poder, proponiéndoselos como órganos de control, sobre todo del Ejecutivo, sin posibilidad de interferir ni con el poder Legislativo ni con el poder Judicial.

Ello deriva del hecho de que los Defensores son siempre una expresión de las visiones iuspublicísticas nacidas del principio de la división de poderes, aún cuando en realidad representan un momento de toma de conciencia sobre el fracaso de ese principio[31].

En concreto, los Defensores tienen esencialmente tareas de denuncia y de puesta en mora, mientras que normalmente no tienen el poder de imponer las propias decisiones; ellos intervienen para peticionar que determinados actos se cumplan, o bien que se realicen conforme a la ley y a los criterios de una buena administración. De este modo, pretenden dar respuesta a la necesidad de asegurar a los individuos una tutela penetrante en lo que atañe a los actos de la administración pública. Su accionar parece apoyarse sobre un presupuesto no probado y hoy en día indemostrable: que la que se equivoca o abusa es la administración pública, y que existe en cambio un órgano (el Parlamento, el Jefe de Estado …) al que como regla ellos se reportan y que persigue el bien, la corrección y el respeto de los derechos del hombre.

Sobre esta concepción, la que en el caso de Inglaterra se manifiesta hasta en el nombre (el que no por casualidad es el de Parliamentary Commissioner for Administration[32]) es que se basa también la recurrencia de un denominador común entre las diversas figuras de los Defensores. De hecho, es justamente en el control de los actos de la administración pública que, según la doctrina, se verifica una característica constante de los Defensores, quienes, aún en la diversidad asumida por las numerosas figuras de Ombudsman, tienen aspectos comunes, los que, más o menos acentuados o diversificados de país en país[33], consisten en el esfuerzo de limitar y contener la excesiva ampliación de los poderes y de la actividad del Estado y la administración pública.

Todos los Defensores, además, prácticamente carecen de incidencia y no pueden intervenir, sino en raras ocasiones y sólo con simples sugerencias y propuestas, respecto de la ley y del Parlamento, del que existen expresiones en el modelo sueco, europeo, anglosajón y latinoamericano[34]. Ellos tienen, en realidad, una función subordinada respecto de éste, subrayada por el hecho de que, salvo alguna excepción (entre las cuales la más significativa, como se dijera, es la francesa), los Defensores son investidos por el Parlamento[35] y a él remiten los resultados de su propia actividad, a través de un reporte anual.

La incidencia de la acciones de los Defensores encuentra ulteriores limitaciones en las delicadas relaciones con la magistratura y con el ejercicio de la función jurisdiccional.

En obsequio al principio de la división de poderes, se encuentra negada cualquier forma de control por parte de los Defensores sobre el ejercicio de la jurisdicción: ellos no pueden interferir de ningún modo sobre el proceso de emanación y sobre el contenido de las sentencias, contra las cuales los únicos remedios resultan ser los grados de apelación o eventualmente el recurso ante la Corte Constitucional. También en obsequio a la justa exigencia de asegurar la autonomía del juicio y la independencia absoluta de los jueces, los Defensores quedan excluidos de un ámbito para el que su intervención es con frecuencia muy requerida, sea por los insistentes lamentos de injusticia contra algunas sentencias, sea porque los procedimientos de impugnación son normalmente costosos y largos. Lo dicho, además de señalar que en muchos países, uno de los problemas más acuciantes por el que los ciudadanos exigen tutela está constituido por la extensión de la corrupción de los jueces[36].

El tema es muy delicado y presenta nudos de difícil solución: por un lado, existe la necesidad de garantizar la autonomía de juicio de los jueces, y por el otro, existen las propuestas de los destinatarios de sus sentencias, a las que consideran injustas. La cuestión exige una reflexión profunda, la que quizás podría sugerir la apertura de espacios para la intervención de los Defensores, que por ahora aparecen casi imposibilitados de cualquier intervención[37].

De las observaciones expuestas surge claro (me parece) que en muchos casos los Defensores tienen armas descargadas y no pueden proveer, de manera satisfactoria, los pedidos de los que se dirigen a ellos. Empero, el solo hecho de su existencia constituye un motivo de esperanza y a menudo de mejoras considerables a favor de la persona. Hoy en día, el favor y las expectativas surgidas en torno a los Defensores impone no defraudar las expectativas de los ciudadanos y comprometerse a otorgarles atribuciones aptas para desarrollar la tarea por la que los ciudadanos se dirigen a ellos. Luego, corresponderá a los intérpretes indicar cuál debe ser esa tarea, delineando para los Defensores nuevos poderes y nuevas modalidades de intervención.

Se perfila, por este vía, un trabajo difícil y que debe tener presentes las raíces de la civilización jurídica, raíces que conocían las bien diferentes atribuciones de los Tribuni romanos, idóneas para constitución un modelo de enfrentamiento y, creo, para proveer útiles puntos de partida para la configuración más apropiada de las actuales figuras de los Ombudsman, Mediadores, Abogados (del pueblo), Defensores.

 

 

4. – El Tribunado

 

De las consideraciones antes expuestas es que nace la oportunidad de reflexionar aún más sobre el Tribunado de la Plebe.

En la experiencia de la República romana, los Tribunos eran emanaciones directas de la plebe y su rol no se encontraba en modo alguno ligado ni resultaba dependiente de los órganos de la civitas (Cónsules y otros magistrados, Senado, Comicio). Por ello, su autonomía era total, y se manifestaba en una intervención incisiva y decisiva frente a cualquier ‘poder’[38]; su acción era esencial para la configuración misma de la República[39]. Sacros e inviolables, los Tribunos podían intervenir en favor del plebeyo individual vejado por un acto de cualquier naturaleza, y hasta respecto de los magistrados supremos (auxilii latio adversus consules), y habían desarrollado el poder de veto general (intercessio) contra cualquier acto, sin ningún tipo de control de su actividad o necesidad de justificación alguna.

El ejercicio de semejantes poderes no tenía como objetivo la emanación o la aplicación correcta de una determinada medida, dado que, por el contrario, se dirigía a impedir completamente el cumplimiento de un acto, erigiéndose como alternativa potencialmente paralizante de toda la vida de la República.

De ello deriva una diferencia radical entre las tareas y poderes de los Tribuni plebis de la edad romana y los modernos Ombudsman.

Los Defensores actúan en el interior del ordenamiento, exigen el correcto funcionamiento de las reglas (leyes) existentes en él, y persiguen la realización de una buena administración, es decir, del correcto funcionamiento de ese ordenamiento.

Los Tribunos, en cambio, podían también impedir actos que según el ordenamiento resultaban legítimos, y por ello, tenían una connotación potencial y perennemente revolucionaria. Aún luego de su reconocimiento en el interior de la Civitas, ellos podían oponerse a cualquier órgano o acto, y no estaban obligados a dar ninguna explicación respecto de cómo ejercían su poder. Semejante configuración explica los «repetidos, y no siempre vanos tentativos de varios grupos o facciones de las cepas dominantes de blandir, influenciar, o al menos corromper al menos a uno de los tribunos del año, o más aún de elegirlo, recurriendo, si era el caso, al trámite de la transitio ad plebem de algún exponente propio, el cual, renunciando a la posición y a los privilegios de casta, entraba a formar parte del orden subalterno, haciéndose adoptar o adrogar por un plebeyo (un patricio, en cambio, no podía aspirar al Tribunado)». Es por ello que se verifican, de modo no infrecuente y por todos conocidos, episodios desconcertantes[40]. A propósito, se pueden citar varios ejemplos, entre los cuales alguno asume un particular relieve, porque se inserta en lo más vivo de la lucha política[41].

Con el tiempo, los Tribuni plebis se insertaron dentro del ordenamiento[42], del que sin embargo, continuaron siendo controladores, colocándose más allá de él, como fuerza paralizante, o sea, como ‘poder negativo[43].

En consecuencia, deben subrayarse la complejidad y el carácter poliédrico del poder tribunicio, el que abrazó incluso facultades ‘positivas’, como aquellas, de enorme relevancia, consistentes en la potestad de proponer leyes y el ejercicio de funciones jurisdiccionales.

Luego de la equiparación de los plebiscitos a las leyes, operada a más tardar en el 287 A.C.[44], fue creciendo cada vez más el número de providencias legislativas asumidas a través de plebiscitos, y muchos textos normativos indicados como ‘leyes’ en realidad eran plebiscitos[45], adoptados en el concilio de la plebe, convocado y presidido por Tribunos, los que formulaban el texto base del plebiscito y tenían un amplio margen de influencia sobre la asamblea[46].

A esta amplia facultad de proposición y, en la práctica, de formulación de la leyes, debe adunarse la posibilidad de intervenir en la política romana, a través de la participación y hasta de la presidencia del Senado, visto que los Tribunos, ya durante el III siglo A.C., obtuvieron el derecho a formar parte de él y a presidirlo (ius Senatus habendi[47]).

Por lo demás los Tribunos, con un ius edicendi (esto es, la facultad de exponer en público disposiciones y programas de su propia competencia[48]) tuvieron un amplio poder de coerción (summa coercendi potestas), la que les confería la posibilidad de arrestar a las personas y promover juicios, aún capitales, sea respecto de los ciudadanos, sea respecto de los ex magistrados[49].

En el siglo II D.C., el jurista Pomponio[50], delineando la historia de la Civitas, atribuyó a los Tribuni plebis (a mayor abundamiento, mencionados prima de los cónsules, de los pretores y de los ediles) el poder y la responsabilidad de la jurisdicción, esto es, de «regir, gobernar, devolver el derecho a los ciudadanos»[51].

La nómina de los Tribunos se confeccionaba a través de la elección directa, y, al igual que para las magistraturas, tenía una duración muy limitada: un año, con exclusión, como regla, de la reelección[52].

Pero además, el Tribunado preveía una pluralidad de Tribunos, cada uno con la posibilidad de ejercitar la intercessio y las demás atribuciones del cargo, según el concepto romano de la colegialidad, la cual preveía que cada magistrado detentara todas las facultades inherentes al cargo, con la posibilidad de ejercitarlas aún sin consultar al o a los colegas, cada uno de los cuales, empero, podía oponer, sin dar justificaciones, un veto paralizante (intercessio) e impedir que la acción emprendida por el colega fuera llevada a término[53].

En conclusión, la preeminencia y la esencialidad de los Tribunos romanos residían en un complejo y rico entrecruzamiento de poderes ‘negativos’ y ‘positivos’. Ellos tenían una amplitud de poderes difícil de prefigurar en la edad contemporánea y absolutamente confrontable con las funciones y las atribuciones de los actuales Defensores.

Estos últimos, de hecho, se encuentran privados de todo poder de intervención que resulte idóneo para impedir un acto considerado lesivo de los intereses que ellos consideran dignos de protección. Totalmente ausente se encuentra también, para ellos, la posibilidad de intervenir en los ámbitos de la ley y de la justicia.

Esta es una ausencia que incide de modo negativo sobre los poderes de los Defensores, los cuales tendrían la necesidad de conseguir el poder de oponerse a leyes injustas y la facultad de proponer leyes y providencias, cuya sanción les parezca necesaria y oportuna para la defensa de los intereses colectivos y de los más débiles (mujeres, niños, ancianos, deudores, etc.).

El tema resulta muy actual. De hecho, como se dijo[54], las configuraciones más avanzadas de los actuales Defensores se hacen cargo de la exigencia de concederles un poder de intervención también en el proceso de formación de las leyes, pero sólo en ámbitos limitados, y en general, limitados a la formulación de sugerencias, las que (a menudo) no poseen ninguna certeza en punto a su acogimiento. A este respecto, resultan relevantes los ejemplos más arriba mencionados del Médiateur de la République de France[55] y del Abogado del Pueblo albanés, siendo que para este último, la ley que lo instituyó tiene previsto que aquél pueda elevar al parlamento pedidos de providencias legislativas para la tutela de los derechos del hombre[56].

De todos modos, falta cualquier tipo de posibilidad de intervención de los Defensores en lo que respecta al Parlamento. También esta es una laguna muy grave, por el hecho de que en la realidad moderna, los Parlamentos se han convertido ellos mismos posibles fuentes de injusticias y abusos[57].

También del todo ausente, como se dijo, es el reconocimiento de cualquier poder de intervención de los Defensores en materia de Justicia, respecto de la cual, como hipótesis de máxima, se admite que puedan controlar la corrección de la aplicación de las normas administrativas que regulan el ejercicio de la jurisdicción, pero nunca pueden intervenir contra una sentencia, aunque sea palmariamente injusta, o contra la corrupción de los jueces, ni poseen ninguna competencia de jurisdicción directa.

La confrontación con el Tribunado de la plebe sirve para resaltar las deficiencias en los poderes de los Defensores, y evidencia que ellos, para poder perseguir de un modo satisfactorio la tutela del pueblo y de los débiles, tienen la necesidad de conseguir una articulación diferente de tareas y prerrogativas, para cuya configuración el modelo puede constituirse justamente a partir de las atribuciones de los Tribuni plebis, quienes han dejado una herencia nunca aquietada y todavía hoy de gran valor.

 

 

5. Defensores de los débiles y de la ciudad

 

Debe añadirse que la experiencia jurídica romana ofrece también otros ejemplos de instituciones directas para la protección del pueblo, en particular de los débiles, y a menudo, de los deudores.

Se deben mencionar a este respecto diversas figuras a las que se les han dado nombres diversos, pero que en una primera aproximación, podemos enmarcar bajo el nombre de defensores civitatum (y/o locorum).

Estos, con configuraciones y poderes diferentes, se habían difundido en las dos partes del Imperio desde el siglo IV D.C. en adelante, y encontraron una atenta regulación en los Códigos oficiales de Teodosio II y de Justiniano I.

Las figuras, surgidas durante el Tardo Imperio y difícilmente reconducibles a un esquema único, son objeto de vivaces discusiones[58]. De todas maneras, parece bastante cierto que ellas se colocaban sobre un plano que aparece más próximo a los actuales Defensores que a los Tribuni plebis. Esas figuras, de hecho, no era expresión de la soberanía popular y no representaban a un ‘poder’, sino que se ubicaban como órganos de ayuda y de control a favor de los débiles y contra los abusos de los poderosos; por lo tanto, expresaban la misma finalidad sustancial (de control del ejercicio del poder) que los modernos Defensores.

Los nombres con los que se designaban a las varias figuras eran múltiples, algo no muy diferente de los que sucede hoy en día con las diversas formas que suelen ser reagrupadas en la figura–modelo del Ombudsman. Los términos más difundidos eran defensores, ecdici (ekdikoi), patrones o síndicos (sundikoi).

Su ubicación oscila entre la de los defensores de los ciudadanos y la de los defensores, en el puro sentido técnico (abogados y procuradores que asumen la defensa) de las colectividades, y específicamente de las ciudades.

En cuanto a los motivos de su institución, leemos en una constitución de Valentiniano III del 368 (emanada para el Ilírico y con valor para todo el Imperio[59]) que su creación[60] venía dictada por la absoluta oportunidad de dar protección a los necesitados (el texto dice ‘a la plebe’), contra los abusos de los poderosos: admodum utiliter adimus, ut plebs omnis Inlyrici officiis patronum contra potentium defendantur iniurias[61].

Resulta explícita la proyección de los defensores para la defensa de los débiles contra los poderosos. Visto que esa proyección derivaba de la voluntad expresa del Emperador, se creaba una fácil ecuación basada sobre un importante silogismo, resumible en los siguientes términos: eran los poderosos quienes cometían abusos e injusticias, mientras que era el Emperador quien proveía a la tutela de los débiles; en consecuencia, el Emperador no abusaba de su poder, y más aún, era el protector de los débiles y el baluarte contra las injusticias.

De este modo, surgió una nueva concepción que llevaba a individualizar un poder bueno, el del Emperador, protector de los débiles, opuesto a los otros poderes, y en general, a los ‘poderosos’ y a quien ejerciera el poder[62].

En mi opinión, esta visión resulta muy cercana a la justificación por la que surgieron los Ombudsman, llamados a defender a los débiles contra el ejercicio del poder, en nombre y por cuenta del poder ‘bueno’ que, en la época de su introducción, era el Parlamento. Me parece, por lo tanto, que los actuales Defensores resultan más cercanos a los defensores civitatum que a los Tribuni plebis.

Tanto más, porque los defensores civitatum lograron registrar un cambio radical, yo diría un giro de ciento ochenta grados, respecto al poder tribunicio: la tarea confiada a estos defensores no residía en la facultad de vetar un acto, sino en la de vigilar que aquél fuera realizado según la justicia y la equidad. Los defensores no intervenían para vetar, sino para realizar la buena administración perseguida por el Emperador[63]. En consecuencia, eran designados por el Emperador (concretamente, a través del Prefecto del Pretorio) y ya no elegidos (aunque Justiniano intentó introducir al menos la designación por parte de la ciudad). Ellos no pertenecían, como los Tribunos, a la Ciudad, sino al Imperio, y aunque eran designados para una ciudad, fueron siempre órganos del Imperio, asumiendo, cuanto más, una naturaleza mixta, que podía ser al mismo tiempo ciudadana y (siempre) imperial[64]. De ello se seguía que los defensores respondían de su propia gestión directamente ante el Emperador, el que se preocupaba por su honestidad y por evitar que pudieran ser sospechados de parcialidad (por ejemplo, aceptando donativos de los particulares), mientras que debían ser pagados preferentemente con fondos públicos[65]. La disciplina de estos defensores es parangonable a la de los Defensores de la edad contemporánea: también ellos propenden a la buena administración, perseguida, no obstante (luego de la pérdida de poder por parte del soberano y con el surgimiento del rol central de los Parlamentos), en nombre del Parlamento (a veces del Jefe de Estado), y no ejercitan sus funciones gratuitamente, sino que se encuentran incluidos en el balance estatal.

El paralelo entre los defensores civitatum y los Defensores modernos, si bien predicable bajo muchos aspectos, de todos modos debe tener presente que los defensores civitatum tuvieron atribuciones más amplias que las conferidas a los actuales Defensores: de hecho, con frecuencia desarrollaron un rol activo en la administración, atendiendo funciones certificativas o de policía[66], o bien, tuvieron algunas competencias de gestión de la justicia (que era la del procedimiento extra ordinem del Emperador), a veces con el poder de emanar condenas (sobre todo multas) y hasta de reducir en prisión[67]. En Oriente, les fueron confiados a los defensores el control de confines o las incumbencias (también atribuidas a los Obispos) de lucha contra la prostitución y de asistencia a las mujeres empujadas al vergonzoso oficio contra su voluntad[68].

El rol de los defensores civitatum fue poco a poco reforzado por los Emperadores y sobre todo por Justiniano, sancionando su independencia tanto respecto de la burocracia imperial como de los jueces, frente a los cuales, más aún, fue confiado a los defensores civitatum el control de su moralidad.

De este modo, se les reconocieron a los defensores prerrogativas complejas y tan vastas como para pedir una ley general (una especia de ley marco[69]) introducida en el interior de una providencia de reordenación de la administración; ello, de un modo no muy diferente de cuanto sucedió en nuestro días en Francia, donde la más reciente reforma del Médiateur fue colocada en el interior de la ley de reorganización de la administración pública (DCRA)[70].

Los fundamentos y las visiones sobre las que se apoyan tanto los antiguos defensores civitatum como los actuales Defensores se ubican, entonces, en la tensión y en el esfuerzo en la persecución de la buena administración y aparecen, entonces, lejanos y extraños al antiguo y sugestivo Tribunado de la plebe.

 

 

6. – La censoria potestas

 

Se puede decir que los actuales Defensores encuentran precedentes en la experiencia jurídica romana, respecto de la cual, más que a los Tribuni plebis, se debe recurrir a otras instituciones. Al respecto, me parece que se ha descuidado evidenciar un cierto y significativo paralelo que (en mi parecer) puede ser instaurado, además de con los defensores civitatum (locorum), también con algunos aspectos de la censura romana.

Más allá de la ‘santidad’[71] y la temporaneidad de la censura, instituida cada cinco años (lustrum) y por un período máximo de dieciocho meses[72], para nosotros lo importante es que la magistratura fue provista de «una potestad particularmente incisiva y de los auspicios mayores (máxima)», pero no tuvo, o bien no ejercitó, el imperium; por ello, fue una magistratura sin coercitio (es decir, sin la facultad de imponer las propias decisiones) y desprovista del poder de convocar al pueblo o al senado[73]. Ella, sin embargo, gozó de grandísima autoridad[74], que la constituía como un punto central de referencia de la vida pública y privada de Roma[75]: los censores fueron los guardianes del respeto por la ‘tradición’ y proveyeron una ‘voz’ vigilante y atenta en el proceso de relevar, denunciar y estigmatizar todo abuso o también alejamiento de la expectativa popular.

Por estas características la censura romana ha sido revisada e invocada como una de las bases para la formación de la República, también en época moderna.

En este sentido, polemizando con Montesquieu, argumentó Rousseau cuando propuso el ‘modelo’ de la República romana para la edad presente, y vio en la antigua censura el instrumento idóneo para contener intrigas, convulsiones inesperadas o abusos, considerándola capaz de asegurar la imprescindible relación entre la opinión pública y las costumbres, con el objeto de evitar que las costumbres morales degeneraran[76]. El autor consideraba que el instituto podía asegurar al pueblo el respeto de sus ‘opiniones’.

Otro llamamiento relevante a la censura se verificó con la Constitución de la efímera segunda República romana del 1848-1949, en la que se introdujo al Tribunado sobre todo como poder moral y por lo tanto (más allá del nombre), con características propias de la censura.

Como ‘poder moral’, la censura fue relanzada en América Latina con las elaboraciones constitucionales de Simón Bolívar[77], las que, tras episodios intermitentes[78], desembocaron finalmente en la creación de una Cámara de Censores, prevista por la Constitución Política de Bolivia[79] de 1826. Todavía más significativamente el Poder Moral, modelado sobre la antigua censura romana, fue vuelto a proponer en 1999 con la Constitución de la República bolivariana de Venezuela y fue regulado con la ley Orgánica del poder ciudadano del 25 de octubre de 2001. Allí se prevé la creación de un Consejo Moral Republicano con la tarea de formular: «a las autoridades y funcionarios de la Administración Pública, incluyendo el Consejo de Estado, las advertencias sobre sus deberes legales. De no tomarse dichas medidas, podrá recomendar, en su informe ordinario o extraordinario, sancionar moralmente a las autoridades que incurren en contumacia por omisión, quedando inhabilitadas para el desempeño de funciones públicas».

Me parece que tanto la posición de los censores romanos como las innovaciones que a ellos se refieren han sugerido la institución de figuras de prestigio con la tarea de vigilar el correcto comportamiento de las instituciones[80], sin tener, no obstante, la posibilidad de interferir sobre la validez de los actos, ideas que aparecen cercanas a las motivaciones y tareas que hoy en día se confían a los Defensores. Se abre, de este modo, un camino rico de perspectivas inspiradas en la herencia, todavía actual, del derecho romano.

 

 

7. – Propuestas

 

Se puede afirmar que la comparación con el derecho romano resulta estimulante e iluminadora para encontrar soluciones a la actual crisis del Estado moderno; de hecho, surge claramente que el paralelo entre la realidad contemporánea y la romana termina por referirse a una experiencia que no es solamente ‘pasado’, y se pueden sugerir soluciones, ‘remedios y contrapesos’ útiles, todavía hoy, para el correcto ejercicio del poder y contra sus posibles abusos.

La confrontación, además, pone en evidencia una exigencia siempre actual: la de la aspiración a introducir formas idóneas de control del ‘poder’ y de los ‘poderosos’, a la que las democracias, ya desde la antigüedad[81], han intentado responder, creando expresos remedios.

A este atávico deseo es al que pretende satisfacer la creciente difusión de los Defensores, consecuencia (por lo demás) de la desconfianza en el Estado y, tal vez, índice del fracaso de la democracia parlamentaria, basada sobre el principio (¿‘dogma’?) de la división de poderes. El ciudadano (y más en general, la ‘persona’) que no tienen ‘voz’ en la organización y en la gestión de la sociedad, con frecuencia se siente víctima de injusticias, contra las cuales los remedios tradicionales, cada vez más complejos técnicamente, costosísimos y lentísimos[82], no le ofrecen garantías.

No obstante, tengo la impresión y el temor de que la introducción de los Defensores genere algunas veces sólo ilusión, impulsándonos a creer que se han generado remedios eficaces contra el mal funcionamiento del Estado y disuadiéndonos de continuar persiguiendo el objetivo principal, que debería ser el de conseguir una democracia efectiva y participativa.

No pretendo desvalorizar los fermentos y las perspectivas de mayor proximidad a los individuos y de atención a sus ‘razones’, ínsitas en la introducción de los Defensores. Sin embargo, me preocupa el hecho de que ellos puedan crear la falaz convicción de haber resuelto el ‘problema’ del mal funcionamiento del Estado contemporáneo. En realidad, los Defensores son ciertamente útiles, pero se debe ser consciente de que sólo son un remedio o, si se prefiere, un taco importante de la reforma ius publicística que necesitan las sociedades de hoy en día. El problema central reside en la redefinición comprensiva de la República y de sus instituciones, en la reconsideración de los ‘poderes’, a fin de tornarlos efectivos e incisivos respecto a todo el estado contemporáneo, respecto del cual se debe alcanzar la conciencia del fracaso o de la falta de adecuación del principio de separación de poderes.

A lo expuesto, debe agregarse que el cuadro se complica aún más a partir del rol declinante de las Asambleas legislativas.

En el pasado, se ha notado, los Defensores tenían como punto de referencia al Parlamento, el que ahora está en crisis. La conciencia de esta crisis obliga a encontrar un fundamento diferente para los Defensores: se hipotiza que éste reside en el carácter insuprimible de los derechos fundamentales del hombre, y se auspicia que a través de los Defensores los ciudadanos y/o los hombres podrán readquirir la propia soberanía y el propio rol, indelegable, o por lo menos no completamente delegable.

En esta dirección, la tarea que espera a los juristas y legisladores recibirá útiles puntos de partida a partir de la confrontación con los institutos del derecho romano, sea con los Tribuni plebis, sea con los defensores civitatum, y, como creo, con los censores.

La experiencia romana demuestra que, para que exista una democracia, los poderes ‘fuertes’ (como, sin sombra de duda, lo eran los de le los cónsules y el Senado) necesitan ser balanceados con contrapesos idóneos, los que en la antigua República Romana eran ofrecidos, entre otros, por la intercessio de los Tribunos y por la vigilante actividad de los censores; éstos fundaban la propia independencia y eficacia sobre su propia historia y sobre el hecho de que no recibían ni la designación ni la justificación de ningún otro más que del mismo pueblo.

A mi entender, todavía hoy estas características deben ser evocadas y resultan necesarias para asegurar el ejercicio ‘democrático’ del poder y el equilibrio de la República.

A partir de la antigüedad, se puede pedir prioritariamente que también la designación de los actuales Defensores sea sustraída del juego de las mayorías, de los grupos de poder y los partidos, para ser, de algún modo, expresión directa de las personas; sólo ésto puede conferirles una apropiada autoridad y el necesario vínculo con el pueblo.

La eficacia del accionar de los Tribunos y los Censores se realizaba (respecto de los primeros) a través del ‘veto’, que paralizaba cualquier providencia o iniciativa, y respecto de los segundos, a través de una intervención sobre la persona, que podía ser ‘desclasada’, multada, sujeta a la nota, etc. Un tramo esencial de sus intervenciones estaba constituido por el hecho de que sus actos no eran censurables y, en particular los Tribunos, como se ha subrayado, no debían motivar sus vetos.

A mi entender, estos aspectos ofrecen una útil ocasión para reflexionar.

Me parece importante que algunos actos puedan ser vetados en vía preventiva, impidiendo que produzcan daños a menudo irremediables; así como es importante que los autores de determinadas providencias contrarias a la ética deban sufrir las consecuencias de sus actos a partir de la inmediata remoción del cargo ocupado. En otras palabras, reflexionando acerca de cómo dar, hoy en día, eficacia a las intervenciones de los Defensores, me parece conveniente dotar a estas instituciones, por un lado, del poder de bloquear preventivamente los actos que pueden ser irreparablemente dañosos para la colectividad o para las personas singulares, y por el otro, de la posibilidad de ‘censurar’ el comportamiento de quien ejerce el poder de un modo incorrecto. De ello se deriva la necesidad de que las intervenciones de los Defensores sean inmediatamente ejecutivas y se sustraigan al agotador análisis de ‘legitimidad’ (que se diluye en el tiempo y cercena inmediatez a los actos), como así también de que ellas deben poder concernir a las providencias de todos los órganos del Estado, incluidos los jueces. No obstante, ello no debe tornar a los Defensores legibus solutis; para evitar esa consecuencia indeseada se deberá prever que la ‘prohibición’ particular de los Defensores sea sometida al juicio directo del pueblo (vale decir, de las ‘personas’).

Me doy cuenta de que esta solución es muy delicada, y si no se articula bien, hasta peligrosa: es precisamente la historia de las magistraturas romanas y de los defensores civitatum la que debe ponernos en guardia contra la ilusión de que pueden existir ‘poderes buenos’, que sólo se preocupen por el exclusivo interés del pueblo, lo cual vale también para los Defensores. Sin embargo, considero que se puede proceder últilmente en la dirección indicada y que ella constituye uno de los desafíos para los intérpretes del derecho.

El camino también puede ser difícil, pero es necesario comenzarlo inmediatamente.

En mi opinión, un primer punto debería estar constituido por la superación de una aparente contradicción, presente en la modalidad adoptada para designar a los Defensores. Como se dijera, normalmente ellos son invocados e introducidos a causa de la creciente desconfianza hacia el Estado, pese a lo cual, no son designados por los ciudadanos, sino por alguna de las instituciones que están en crisis de credibilidad (como el Parlamento, cuando no el mismo Ejecutivo), terminando por aparecer como una expresión de éstos. Por el contrario, considero que es urgente retomar el vínculo directo entre los Defensores y el pueblo.

Finalmente, y concluyendo, de todo lo observado pueden adelantarse algunas propuestas, las que también se apoyan en sugerencias que pueden derivar del derecho romano y pretenden ser sólo un punto de partida para el debate y para la profundización que esta materia exige.

 

Elección. – Parto de la elección de los Defensores. Entiendo que pueden resultar oportunas las modalidades que permitan arribar a la designación por fuera del juego de los grupos de poder, de los partidos y de las fuerzas mayoritarias. La designación por parte del Parlamento o del Jefe de Estado me resulta inadecuada, aún cuando provenga de mayorías calificadas que comprendan a la minoría política, porque con frecuencia los acuerdos entre las fuerzas políticas (en la elección de los candidatos a cubrir funciones públicas) aparece como fruto de una búsqueda de intercambio de favores recíprocos, más que de la individualización de personas imparciales e independientes. Por ello, personalmente propendería a la elección directa[83], aunque bajo modalidades que intentaran sustraer a los candidatos del despotismo de los partidos (por ejemplo, evitaría la coincidencia de la elección de los Defensores con la que renueva el Parlamento o las Asambleas locales). Alternativamente, se podría hipotizar un iter complejo y procesal en el que los ciudadanos y las instituciones intervengan por lo menos en la elección del candidato[84].

 

Duración del cargo. – Dedico una reflexión particular a la duración del cargo conferido a los Defensores. Hoy en día, existe la tendencia a considerar signo de democraticidad a la temporaneidad y a la limitada reiteración en el cargo. La temporaneidad era una característica fundamental de las magistraturas romanas, como el Tribunado y la Censura. Hoy, empero, me parece que la complejidad del Estado moderno exige períodos largos para poder ejercer una acción eficaz, y temo también que la temporaneidad, especialmente cuando va acompañada de la renovación, pueda comprometer la total independencia que se pretende del  Defensor. A propósito, recuerdo que la exigencia relativa a la inamovilidad de los magistrados (en lo particular, de los jueces) nació en Inglaterra y fue patrimonio del pensamiento liberal también en la Europa continental; ella tenía por objeto asegurar la independencia contra el Ejecutivo y se tradujo en la designación de por vida del magistrado singular[85]. Todavía hoy, en la mayor parte de los Estado europeos, generalmente son designados de por vida los jueces y los funcionarios públicos. Por el contrario, genera perplejidad la posibilidad de designar de por vida al Defensor[86]. Estas rémoras nacen de la convicción de que, en determinados y elevadísimos niveles, sólo cargos limitados en el tiempo aseguran el carácter democrático de las instituciones y que el cargo de por vida de un Defensor podría constituirse como una fuente de cristalización del poder. Por lo demás, debe tenerse presente que la delicadeza de las tareas que le son confiadas exigen un contacto directo con la sociedad y sus cambios, los que podrían pasar desapercibidos en plenitud por quien permanece largo tiempo en el mismo cargo. A consecuencia de estas objeciones, tengo propensión a creer que sería más congruente la fijación de una duración para el mandato bastante larga, suficiente como para conferir al Defensor dominio y continuidad en su gestión, y la posibilidad de que ésta se ejercite en situaciones políticas mutables (por ejemplo, por el cambio de mayorías). Me parece, entonces, que es necesaria una duración de por lo menos nueve años. Naturalmente, excluiría por completo la posibilidad de reelección, pues podría llevar al Defensor a ser condescendiente con quienes deberá reelegirlo, y de este modo, generaría la sospecha de ser influenciable por las fuerzas que deberán reelegirlo. Por lo demás, considero oportuno prever que las experiencias adquiridas por el Defensor no se pierdan, y que por lo tanto, tras la cesación en el cargo, ingrese como miembro, de pleno derecho, de los cuerpos especializados (Parlamento, Consejo Superior de la Magistratura, en Italia CNEL, Tribunal Superior de Cuentas, Asamblea de los entes de autonomía local y/o regional, tribunales internacionales, etc.) en los que sus conocimientos podrían revelarse como de suma utilidad.

 

Composición. – En cuanto a la composición de los Defensores, recuerdo que las magistraturas romanas eran ‘colegiadas’. Actualmente, los Defensores tienden a estructurarse como instituciones monocráticas, articuladas en su seno en secciones individualizadas en base a una repartición por materia y competencia, salvo en Inglaterra, donde la repartición da lugar a distintas figuras del Ombudsman. Sin embargo, creo que la colegialidad ha sido prevista para el Defensor austríaco. En mi opinión, la estructura monocrática o colegiada constituye un punto que deberá ser valorado atentamente, porque por un lado el órgano monocrático asegura agilidad y unidad de dirección, y por el otro la colegialidad, si es entendida en el sentido romano de pertenencia de las funciones a cada componente del colegio[87], puede asegurar del mismo modo esa agilidad (pues un miembro del colegio puede actuar por sí solo), pero sin privar del beneficio de un eventual control más amplio.

 

Poderes del Defensor. – En este punto se impone la urgencia de redefinir la naturaleza de la intervención de los Defensores.

Actualmente, ésta se concreta, normalmente, tanto en la posibilidad de ‘recomendar’ determinadas soluciones (hasta legislativas, como se ha previsto, hace poco, para el Médiateur francés y el Abogado del pueblo albanés) como, sobre todo, en la facultad de ‘denunciar’. En realidad éstos, que constituyen los mayores poderes en manos de los Defensores, no me parecen armas muy incisivas, entre las que podrían tener los Ombudsman. Frente a los actos de la administración pública, los Defensores pueden adelantar pedidos de aclaratoria, los que en algunos casos pueden ser reforzados por el llamado ‘derecho de seguimiento’ (es decir, la obligación de la administración de dar respuesta al pedido); sin embargo, no me parece que los Defensores estén en grado de impedir actos juzgados como lesivos de las razones de la colectividad y/o de los particulares. Sobre todo, ellos no se encuentran en posición de evitar daños irreparables, los que se verifican cuando el acto denunciado concierne a derechos fundamentales (del hombre y/o del ambiente).

A este respecto, no obstante, la experiencia romana puede proveer indicaciones útiles.

Partiendo de las sugestiones que ella provoca, sobre todo con el Tribunado de la Plebe (percibido desde siempre como una institución en beneficio del pueblo y los débiles), yo propendería a dotar a los Defensores de un particular derecho de ‘veto’. Este no debería estar sujeto a un control de legitimidad, pero tampoco debería impedir en forma definitiva al acto o la iniciativa vetada; debería, por el contrario, dar vida a un procedimiento de valoración más atenta y participativa, a través del cual la colectividad sea llamada a expedirse sobre la oportunidad y conveniencia de la materia objeto de ‘veto’, además de su legitimidad.

En otras palabras, quizás se podría introducir la obligación, para la administración, de demostrar en un proceso de valoración de base popular, el fundamento y la justicia del acto ‘vetado’, antes de proceder a su ejecución[88]. El acto sujeto a ‘veto’, aún en ausencia de un pronunciamiento judicial, vendría a encontrarse en la misma condición en la que se encuentra el acto a cuyo respecto se haya producido la suspensión jurisdiccional[89], de modo tal que, sin perder su eficacia, no produciría efectos sino hasta que se hubiera desarrollado el proceso de valoración, instituido a consecuencia del ‘veto’ del Defensor. Se conseguiría de este modo una suspensión del acto, la que podría sea temporal, si es superada por un juicio positivo conseguido en el proceso de valoración, o que bien podría resultar definitiva, en el caso de valoración negativa. Respecto de la vía judicial normal, se obtendría un procedimiento más ágil y simplificado, el que no se basaría tan sólo en los motivos de la legitimidad del acto, sino que sería más amplio, porque podría comprender a la oportunidad de la providencia y comportar también valoraciones equitativas concernientes a sus eventuales consecuencias. Por lo demás, se impediría que un acto comportara daños que, aunque reparables, no lo fueran inmediatamente.

El juicio, en el que la Autoridad estaría obligada a defender la legitimidad y la bondad del acto que ha emanado (bondad entendida, como decía, en el sentido amplio y comprensivo de la oportunidad y la justicia del mismo), debería contar con la participación popular[90], y por ende, no debería ser confiado al Parlamento o a las diversas Asambleas que presida (directa o indirectamente) el autor del acto vetado y en las que podría prevalecer la lógica de las ‘mayorías’. Menos aún podría ser remitido dicho juicio a la misma administración pública. La intervención de la colectividad en la evaluación serviría, sí, a hacer que el juicio sobre la providencia resulte amplio y pueda ir más allá de la mera valoración de la conformidad del acto con la ley[91].

 

Defensores y Justicia. – Más delicado aparece el punto central de la intervención frente a los actos jurisdiccionales. La experiencia de los defensores civitatum evidencia la exigencia de intervención respecto de sentencias injustas, que favorecen a los ‘poderosos’. Este es todavía un punto de gran actualidad. No obstante, admitir la censura sobre el accionar de los Tribunales es peligroso. El hecho es que se debe discutir sobre la oportunidad de que los procesos no sean de dominio exclusivo de los funcionarios (jueces) de carrera y se desarrollen casi exclusivamente sobre los ‘actos’ (que luego son ‘los escritos’), sino que contengan, al menos en la fase preparatoria y de recolección de las pruebas, formas de participación externa (¿popular?), con la posibilidad de intervenir también a través de los pedidos de aclaratoria sobre la marcha del proceso y de las providencias conexas a él[92].

Luego, un punto esencial está constituido por los Tribunales internacionales, los que deciden sobre cuestiones atinentes a los derechos humanos. Creo que es esencial prever la legitimación de los Defensores en las instancias de la Justicia internacional, especialmente en la penal[93].

Tal vez también resultaría oportuna la participación de los Defensores en los órganos de autogobierno de la Magistratura.

Finalmente, me pregunto si los Defensores no pueden asumir también competencias de naturaleza jurisdiccional en los casos de violaciones a los derechos del hombre, y si no debería abrirse camino a la eventualidad de que por tales violaciones, ellos puedan intervenir más allá del Estado al que pertenezcan[94].

En todas estas áreas, una ojeada a la naturaleza y a la eficacia de la intervención de los Censores romanos aparece cuanto menos como estimulante y actual, porque son el ejemplo de una autoridad que, aún sin poderes coercitivos o de caducidad de los actos y de los comportamientos jurídicamente relevantes, supo intervenir para evitar degeneraciones y abusos. Las formas y la estructura de aquellas intervenciones pueden inspirar soluciones adecuadas para lograr que los Defensores actuales respondan a las expectativas suscitadas a partir de su instauración. La experiencia jurídica del pasado, en fin, nos advierte sobre el peligro que puede residir en la ilusión de que nuevos institutos, aparentemente favorables al pueblo, en realidad se revelen ilusorios e instrumentales a la conservación del poder[95].

Me parece, entonces, que el favor que encuentran los Defensores debe ser un estímulo para una exhaustiva reflexión, la cual, remontándose a las raíces de nuestra cultura jurídica, pueda valerse de la herencia de los Tribuni plebis, de los defensores civitatum (locorum) y de los Censores para alcanzar un objetivo esencial en el mundo ‘globalizado’ de hoy, y reintroducir al ‘juego’ al hombre, poniéndolo en el centro de la experiencia política, social y jurídica.

 

 



* Extraído de 50 anni Corte Costituzionale Italiana - Tradizione romanistica e costituzione, tomo secondo, dirigido por L. Labruna, a cargo de Maria Pia Baccari e Cosimo Cascione, Napoli, 2006. Traducido del italiano por Carla Amans de la Universidad de Buenos Aires (uba), sept. 2008

 

[1] El punto ha sido ampliamente abordado y esclarecido en sus múltiples trabajos por Lobrano, quien remitiéndose al pensamiento del Orlando, puso en evidencia la contraposición entre “libertad”, fundada sobre el modelo de matriz romana, y “autoridad”, fundada por los modelos propuestos por la «escuela autoritaria germánica»: véase G. Lobrano, Diritto pubblico romano e costituzionalismi moderni (Sassari, 2a rist. 1994), en particular 80 y ss.; Id., Res publica res populi. La legge e la limitazione del potere (Torino, 1996), especialmente 111 y ss., en los que se hace una detallada y razonada exposición de la literatura más significativa sobre el tema.

 

[2] Sobre el punto véase G. Lobrano, Res publica res populi cit., 295 y ss.

 

[3] Presente en casi todos los Estados que se declaran “democráticos”, y visto además como la carta de presentación de un estado.

 

[4] Sobre el punto derivo al perspicaz análisis de Lobrano (en opera citada), el que reconstruye con escrupulosa precisión las posiciones expresadas por el pensamiento jurídico moderno. Brevemente, me gustaría recordar (del excursus de Lobrano) las críticas al Tribunado de Montesquieu, y la tesis contraria de Rousseau, el cual, contraponiéndose a la división del gobierno, invocaba la reintroducción de «un magistrat intermèdiaire», correspondiente al Tribunado romano. Significativas resultaron las posiciones (aclaradas por Lobrano) de Robespierre, y sobre todo de Babeuf, también favorables al Tribunado (aunque con alguna desconfianza hacia los Tribunos, los que llevó al mismo Roberspierre a hipotizar que podría ser el pueblo mismo quien ejerciera el Tribunado), mientras que Babeuf había rebautizado tribun du peuple al primero de sus periódicos (5 de octubre de 1796), el que antes se llamaba Journal de la liberté. El Tribunado fue ignorado por Kant, pero elogiado por Schlegel, quien vio en un «hochheiliger Tribun» al instrumento último de defensa de la mejor parte del pueblo. Con la finalidad del Tribunado se enlistó también Fichte, que en su construcción contraria a la democracia habló de eforos, con un solo poder de prohibición e interdicción casi absoluta, lo que los tornaba supervisores incensurables de la vida pública. Inspirándose en el fundamento del Tribunado, resulta interesante la crítica de algunos autores a la constitución de Estados Unidos; se ha subrayado que ella, «fundando el poder de la mayoría, descuidó someterlo a este sindicato permanente, el ‘Tribunado’, de que todos los poderes tienen necesidad»: G. Padeletti, Teoria della elezione politica (Nápoles, 1870). Sobre el punto, véase: G. Lobrano, Res publica cit., 321 y ss. Siempre respecto de los estado Unidos de América, se desarrollaron interesantes invocaciones a la introducción del poder Tribunicio para resolver las cuestiones planteadas también por laceración entre los estados del sur y los estados del norte, véase la tesis de Calhoun (que expone G. Lobrano, Res publica cit., 323 y ss.). En último término, me gustaría recordar, pero siempre reenviando a las páginas de Lobrano citadas (336 y ss.), la proyección de un Tribuno de los soviets, luego de la revolución de octubre, con las contradictorias posiciones de Lenin.

 

[5] No son muchos los autores que profundizan el problema de la inadecuación del principio de la división de poderes y de las consecuentes crisis de las Constituciones surgidas de la gran revolución del 700’, las que se fundan en el sólido convencimiento de que la Constitución debe ser un instrumento para garantizar la libertad, modelado sobre la constitución inglesa y construido en torno al ‘dogma’ de la separación de poderes, considerado apodíctimamente y por sí mismo fuente de ‘equilibrio’ de los poderes y de garantía para los derechos de los ciudadanos; no obstante, se pueden leer las claras observaciones, a las que reenvío, de: G. Lobrano, Dal ‘defensor del pueblo’ al Tribuno della plebe: ritorno al futuro. Un primo tentativo di interpretazione storico–sistematica, con particolare attenzione alla impostazione di Simón Bolívar, in “Da Roma a Roma”. Dal tribunato della Plebe al difensore del popolo. Dallo Jus gentium al tribunale penale internazionale, al cuidado de P. Catalano, G. Lobrano, S. Schipani, en “Quaderni ILILA”, serie derecho I (Roma, 2002), 67 y ss. El autore cita (70) la crítica radical de Friedericho August von Hayeck: «Friedrich August von Hayeck, de origen europeo pero que trabajó en los Estado Unidos de América, permio Nobel, gran “maitre à penser” del pensamiento liberal actual, el que en un conocido tratado escrito en el 73’ (y publicado a fines de los años 80’ en Italia bajo el título: Ley, legislación y libertad), comienza literalmente su propia exposición afirmando textualmente que la mitad de la división entre el poder legislativo, judicial y ejecutivo evidentemente ha fracasado’: ‘cuando Montesquieu y los padres de la constitución americana formularon explícitamente la idea de una constitución como conjunto de límites al ejercicio del poder, en base a una concepción que se había desarrollado espontáneamente en Inglaterra, fundaron un modelo que, desde entonces en adelante, siempre siguió el constitucionalismo liberal. Su objetivo principal era dotar de garantías institucionales para la libertad individual, y el instrumento en el que reposaba su confianza fue el de la separación de los poderes. En la forma en que la conocemos, esa división entre el poder legislativo, judicial y ejecutivo, no ha alcanzado los objetivos para los que había sido proyectada. En todas partes, a través de medios constitucionales, los gobiernos obtuvieron poderes que aquellos pensadores no pretendían confiarles. El primer tentativo de asegurar la libertad individual por medio de formas constitucionales ha evidentemente fracasado’. (F.A. Von Hayeck, Rules and order (1973), ahora en Id. Legge, legislazione e libertà. Una nuova enunciazione dei principi liberali della giustizia e della economia politica 2, edit. it. a cargo de A. Petroni y S.M. Bragadini, trad. de P.G. Monateri, Milán, 1989)». A estas consideraciones, Lobrano (71), oportunamente adosa las no menos significativas afirmaciones contenidas en el proyecto de revisión del título V de la Constitución, presentado el 27 de octubre de 1993, en cuya presentación se lee:«En el origen del constitucionalismo moderno se ubica el problema ... de la limitación del poder: y a esa acuciante exigencia se le ha opuesto el principio de la división de poderes. Pero dos siglos de historia política sucesiva a la teorización del principio demuestran su completo agotamiento formal ... No se pretende afirmar que el principio de la división de poderes haya decaído en sí mismo ... lo que sobrevive del principio ... puede empero corresponder a la exigencia respecto de la cual el principio fue originalmente concebido y teorizado, es decir, el objetivo de la limitación del poder político, que fue realizado con la separación del poder entre el soberano y los grupos sociales económicamente fuertes (electores censarios) [ la cursiva me pertenece]. A este fin, en las democracias contemporáneas, como la del régimen republicano italiano, el principio no sirve más (mientras que sigue siendo indispensable para asegurar la legalidad en el ejercicio del poder, que es una cosa bien diferente de la limitación del poder: el poder político es o no es ejercido legalmente, es o no es limitado, siendo cada alternativa absolutamente distinta e independiente de la otra. (S. Labriola, Relazione sulla forma dello Stato, en Commissione Parlamentare Per Le Riforme Istituzionali, Documenti istitutivi. Discussioni in sede plenaria. Progetto di legge di revisione costituzionale. Indici II [= Tesi parlamentari. 17 lavori preparatori e dibattiti (Cámara de Diputados, Roma, 1995)]».

 

[6] Advierto que se ha consolidado la práctica de usar el término Ombudsman para indicar a las nuevas figuras de los defensores de los intereses de los ciudadanos y/o del pueblo, aunque siendo consciente de que, con mayor propiedad, el término resulta aplicable sólo a un grupo de ellos. Para evitar equívocos, me permito proponer un nuevo término, pretado del latín: Defensores, cada vez que se pretenda denominar al conjunto de las nuevas configuraciones; me parece que éste se encuentra en posición de subrayar la función principal de estos institutos, a la par que permite el reenvío a la especificidad de cada uno de ellos, que puede emerger también de esa específica denominación.

 

[7] Hoy en día, los Defensores nacionales son más de 350 en más de 125 países, sin contar la pléyade de los sectores privados y de los Entes locales como los Defensores cívicos italianos.

 

[8] En Europa, el instituto encuentro fundamento directo en la Constitución, según una tendencia diversa, de la inglesa y la francesa, en Austria (art. 148 Const., materializado con la ley institutivo, la Volksanwaltschaftsgesetz que en 1982 introdujo al Volksanwalt, previendo para él la composición colegial, con tres personas); en Portugal (Const., art.s. 23, 142, 163, 281, 283, concernientes al Provedor de justiça –instituido con la ley nº 9/1991 del 9 de abril, modificada por la ley nº 30/1996), y en España (art. 54 de la Const., donde se preveía una ley orgánica destinada a regulr la institución del Defensor del Pueblo –materializada con la ley 3/1981 del 6 de abril de 1981). Mientras tanto, la previsión constitucional del defensor del pueblo se ha difundido en los países de América Latina: por ejemplo, en Argentina (Const., arts. 43 y 86), Bolivia (Const., arts. 127-131), Colombia (Const., arts. 118, 178, 197, 235, 277, 281-284), Ecuador (Const., arts. 96, 130, 145, 278), México (Const., art. 102 b), Paraguay (Const., arts. 276-280), Perú (Const., arts. 91, 161-162, 203), Venezuela (Const., arts. 273, 283). En la Europa post- comunista, fue introducido con las nuevas constituciones la figura del Abogado del pueblo: ello sucedió, en particular, en Rumania, donde la constitución de 1991 introdujo en el capítulo IV, artículos 55-57, al Avocatul Poporului, instituido con la ley nº 35 del 3 de marzo de 1997, repropuesto también en la nueva constitución del 2003, en los artículos 58-60, y en Albania, donde la nueva Constitución de 1998 introdujo al Abogado del Pueblo en el Título VI, en los artículos 60-63 (Kreu: Avokati I Populit), instituido con la ley 8454 del 4 de febrero de 1999.

 

[9] El término en sueco indicaba a un representante del pueblo o a quien actuaba para el pueblo, o también a un grupo de personas del pueblo: véase M. Senevirante, Ombudsmen 2000 (Nottingham, 2002) 1.

 

[10] La difusión de los Ombdusman se explica en la crisis de credibilidad de los órdenes políticos e institucionales de las sociedades y los estados contemporáneos, agravada por el hecho de que «las decisiones fundamentales para los ciudadanos a menudo no se asumen en el ámbito del Estado y en el de sus específicas competencias y atribuciones en buena parte políticas, delegadas y alguna vez expropiada, por otros sujetos, privados de hecho, de cualquier tipo de responsabilidad política». De modo que nace de ello «la necesidad de una defensa cívica más fuerte, a fin de que los derechos de los ciudadanos encuentren una mayor y mejor consideración para que este ciudadano que nosotros consideramos como la máxima autoridad del Estado se convierta finalmente en un señor ciudadano, y no sea tan sólo alguien sobre quien descargar eventualmente la propia ineficiencia, la propia negligencia, la propia ineptitud»: A. Licheri, Introduzione, en Atti II Convegno internazionale. Difesa civica e partecipazione democratica (Roma, 2000) 39. Existe, en la multiplicación de los Ombudsman, la aspiración de los ciudadanos a reapropiarse de las propias prerrogativas soberanas, sin la mediación de los llamados “representantes”, los que en realidad, y en medida creciente, representan sólo a los grupos de poder que los han elegido y a sí mismos. Para otra lectura véase G. Lobrano, Res publica res populi cit., 280 ss.; M. Seneviratne, Ombdusman Public Services and Admnistrative Justice (Oxford, 2002).

 

[11] Conf. A. Di Giovine, L’Ombudsman in Scandinavia, en C. Mortati (supervisado por), L’Ombudsman: (il difensore cívico) (Torino, 1974) 23 y ss.; véase L’Ombudsman en Suède, Feuillet de documentation sur la Suède (Estocolmo, 1994).

 

[12] El instituto fue creado con el Commissioner Parliamentary Acto 1967, adaptado definitivamente, con modificaciones, y sobre todo con agregados, el 26 de febrero de 2001, el que instituyó, precisamente, al Parliamentary Commissioner for Administration, con tareas análogas a las reconocidas a los Ombudsman y dio impulso a una fecunda creación de figuras de Ombudsman en todos los ámbitos, tanto públicos como privados.

 

[13] En Francia fue introducido, luego de un largo y controvertido debate, al que se opusieron quienes consideraban suficientes a los remedios administrativos existentes para oponerse a los actos de una administración pública (por lo demás) considerada eficiente y garantizadora de la buena administración, con la ley n° 73-6 del 3 de enero de 1973, que fue varias veces completada y/o reformada: por la ley n° 76-1211 de 24 de diciembre de 1976, por la ley n° 89-18 del 13 de enero de 1989, por la ley n° 92-125 del 6 de febrero de 1992, y por último, por la ley n° 2000-321 del 12 de abril de 2000. Fue considerada inoportuna la introducción de un órgano de control, como lo era el Ombudsman, porque se temió que pudiera crear desconfianza y generar obstáculos; por ello, pareció más oportuno que el Mediador fuera expresión del Ejecutivo, pues como tal, sería mejor aceptado por la administración pública; sobre el punto y toda la problemática que rodeó al Médiateur es fundamental el estudio de B. Malignier, Les functions du Médiateur (París, 1979) al que reenvío también para el tratamiento de todos los aspectos aquí citados.

 

[14] Instituido por el Tratado de Maastricht (con los arts. 8D y 138E a los que siguió la aprobación del Estatuto por parte del Parlamento europeo el 9.3.1994). Sobre el punto véase J. Sonderman, La defensa cívica en Europa. Rol del Médiateur, en Il difensore civico: tutela e promozione dei diritti dell’uomo e di cittadinanza (Padova, 1997) 31 ss. El instituto se orientaba principalmente a culminar las cuestiones pendientes o destinadas a ser elevadas a la Corte de Justicia, y por ello se propuso como «… órgano de prevención y de composición conciliadora de los conflictos entre ciudadanos y las instituciones europeas …». De este modo, se lo privaba de gran parte de la carga de control y vigilancia del ejercicio del ‘poder’, y se convertía en una suerte de primera instancia de conciliación, tendiente a prevenir eventuales controversias. Conf. L. Cominelli, Il mediatore europeo. Ombudsman dell’unione: prime osservazioni, en Sociologia del diritto 1 (2001) 91 y ss.

 

[15] Para los datos normativos y lingüísticos, ver los artículos de las Constituciones y leyes institutivas citadas supra en la nota 8.

 

[16] Véase la ley institutiva del 15 de julio de 1987 sobre el Defensor de los derechos cívicos en Biuro Rzecznika Praw Obywatelskich (Warsawa, 1994); conf. République De Pologne, Defenseur des droits civiques, Reccueil des Textes (Varsovia, 1994).

 

[17] Ello, a pesar de los diseños de ley depositados en el Parlamento, aunque sin éxito, y a despecho de la ley n° 127 del 15/5/1997, la cual preveía la institución del Difensore Civico Nazionale y sancionaba que sólo hasta su introducción los defensores regionales y provinciales de las Regiones autónomas ejercitarían el control de los órganos periféricos de la administración central.

 

[18] El crecimiento de los Ombudsman ha sido subrayado también por los organismos internacionales: véase supra nota 10. Sobre el punto véase también G. Mastropasqua, Il difensore civico. Profili sistematici e operativi (Bari, 2003) 20 y ss.

 

[19] Debe recordarse que ya en 1946 en el Consejo económico y social de las Naciones Unidas se examinó una propuesta tendiente a confiar la tutela y el desarrollo de los derechos del hombre a específicas instituciones nacionales. En 1990 los países que participaban en la Conferencia para la Seguridad y la Cooperación, reunida en Copenhaguen, Dinamarca, consideraron necesaria una iniciativa que impulsara a las ‘democracias’ a renovarse a través de procedimientos dirigidos a «hacer posible la creación y la consolidación de las instituciones nacionales, independientes en el campo de los derechos del hombre y del Estado de derecho». Al año siguiente se pronunciaron los “Principios de París”, en los que se fijaron los criterios indispensables exigidos a las instituciones creadas por los estados particulares para la salvaguarda y el desarrollo de los derechos del hombre. A continuación, en 1993, se llegó a la Declaración de Viena con la que fue reconfirmada la urgencia de la creación y el «refuerzo de instituciones nacionales destinadas a la salvaguarda y promoción de los derechos del hombre». Las directivas impuestas de este modo por la comunidad internacional llevaron a muchos países a individualizar la institución que mejor pudiera satisfacer la exigencia de una protección preeminentemente penetrante y aseguradora para los ciudadanos y, más en general, para los hombres. Resultó casi unánime la elección de individualizar la figura del Ombudsman como aquella que podía responder a estas aspiraciones. Ello también a consecuencia del hecho de que aquella, por lo demás, ya existía en algunas experiencias jurídicas, sobre todo de occidente, y podía configurarse de modos variados, según las exigencias de los distintos ordenamientos.

 

[20] Los derechos del hombre, aún en presencia de ‘Declaraciones’ y ‘Convenciones’ en el ámbito internacional, son entendidos a menudo de forma cambiante. A propósito, basta confrontar las visiones occidentales con las del Islam para percibir la profunda diferencia, como emerge del cotejo con la ‘Declaración universal de los derechos del hombre’ en el Islam, proclamada el 19 de septiembre de 1981 en la UNESCO, París, donde se dijo que también los Musulmanes tienen la obligación de extender a todos los hombres la invitación para abrazar al Islam (da’ wa) para adecuarse mejor a la orden de su Señor. De ello se sigue que los derechos del hombre deben respetar los credos y los valores religiosos dictados por Dios, a través de las enseñanzas de sus Profetas y de sus mensajeros enviados a la Tierra, visto que la dignidad del hombre es un don de Dios, única y verdadera fuente de los derechos del hombre. Sólo Dios puede indicar el término de comparación en base al cual deben valorarse los comportamientos humanos, como fue ratificado por el Simposio sobre los derechos del hombre celebrado en Roma del 25 al 27 de febrero de 2000 en el Centro Islámico Cultural de Italia y promovido por la Liga Musulmana Mundial, con sede en la ciudad de Makkah en Arabia Saudita.

 

[21] Emblemática resulta la red creada por el Médiateur francés con los mediadores de la francofonía, y la disciplina última que les permite enviar pedidos (reclamos) a los mediadores europeos y al Mediador de la Unión.

 

[22] El instituto admite la participación en un proceso por parte de quien no se encontraría legitimado, por ausencia de interés. Recientemente ha sido previsto por el artículo 74 del Reglamento para la institución del Tribunal Penal Internacional para los crímenes de la ex Yugoslavia; sobre el tema, véase P. Palchetti, Amici Curiae davanti alla Corte internazionale di giustizia?, en Rivista di diritto internazionale 8374 (2000) 965-991; H. Ascensio, L’Amicus Curiae devant les jurisdictions internationales, en Revue générale de droit int. Public 5 (2001) 924 y ss.

 

[23] Este es el caso del Abogado del pueblo albanés, en virtud del artículo 134 de la Constitución, integrado con el artículo 24 inciso c) de la ley 8454 del 4 de febrero de 1999.

 

[24] Véase, para Francia, la ley 2000/321 del 12 de abril de 2000, denominada DCRA (véase supra, nota 34); para Albania, véase el artículo 24 de la citada ley 8454 del 4 de febrero de 1999, que lleva el significativo título: Recomendaciones Concernientes A Las Leyes.

 

[25] Los primeros intentos ensayados para la institución de una jurisdicción penal internacional se remontan a unos ochenta años atrás, al “día después” de la luctuosa y devastadora estación instaurada por el primer conflicto mundial, cuando en el primer Tratado de Versailles (firmado el 28 de junio de 1919) se insertaron numerosas previsiones que pretendían someter a un proceso internacional al Emperador alemán; pero el tratado no tuvo concreción. Un intento sucesivo se remonta a 1926, cuando la Association Internationale de Droit Pénal, todavía hoy existente y activa, elaboró un proyecto para la institución de una Corte internacional penal, sostenido también por la International Law Association, la que no tuvo éxito. Luego, en 1937, la Liga de las Naciones produjo una Convención contra el terrorismo, que comprendía la previsión de una Corte penal internacional, la que sin embargo, habiendo sido ratificada sólo por un Estado (para mayores precisiones, la India), no fue nunca materializada. Sólo el 8 de agosto de 1945, concretando el Acuerdo de Londres (al cual adhirieron 19 Gobiernos) y en particular de la Carta del Tribunal Militar Internacional adjunta, se creó el Tribunal de Nüremberg, seguido por la creación del Tribunal de Tokyo. Este se basó en una Carta, sustancialmente idéntica a la de Londres, sancionada no por un Organismo internacional, sino por el Comandante Supremo de las Fuerzas Aliadas para el Pacífico -General Douglas Mac Arthur- que instituyó el Tribunal Militar Internacional para el Extremo Oriente. El mencionado Tribunal Internacional penal para los crímenes de la ex Yugoslavia (TPIJ), creado en 1993, con sede en Aia, de conformidad con la deliberación de la Asamblea General de las Naciones Unidas de 1991, del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas de 1993, citando los artículos 39 y 40 del Capítulo VII (Acciones respecto de las amenazas a la paz, a las violaciones a la paz y otros actos de agresión) de la Carta institutiva de las Naciones Unidas y el Tribunal Penal Internacional para Ruanda (TPIR), instituido con la resolución n° 955 del 8 de noviembre de 1994 del Consejo de Seguridad de la ONU, son los ejemplos más recientes de jurisdicciones penales internacionales especiales.

 

[26] Tal debería ser ahora el Tribunal Penal Internacional, creado en 1998 en Roma y subdividido también en Roma en 2002.

 

[27] Las razones de las víctimas son confiadas a un Procurador, el que tiene reservada la promoción de la acción penal. Ello produce perplejidad y ha suscitado críticas y justas contestaciones por el modo como los ‘Procuradores’ han interpretado los casos a someter al conocimiento de las cortes: por ejemplo, para el TPIJ, la Procuradora pro tempore no promovió acción ni siquiera por un solo caso de luto y los daños causados por erradas e injustificadas operaciones por parte de la NATO, la que en algunos casos ha sido protagonista de bombardeos a personas sin que se verificaran justificaciones en las exigencias de las operaciones bélicas.

 

[28] Al respecto, existe una conspicua literatura, de la cual emerge la reiterada demanda de revivir al Tribunado para resolver las emergencias actuales. Ella se percibe en varias épocas, luego de la caída del Imperio romano, y se concretó en la institución de los ‘Síndicos’ de las Comunas y en la resurrección del Tribunado del pueblo romano por parte de Cola di Rienzo (1344). El Tribunado fue también revisado por los ‘reformadores’ religiosos (por ejemplo Calvino, en 1536) y se ubicó en el centro del debate entre Montesquieu y Rousseau. En América, repropusieron la institución del Tribunado varios constitucionalistas, y el instituto fue visto, sobre todo, como un eje central de las nuevas repúblicas de ss.): véase G. Lobrano, Dal ‘defensor del pueblo’ al Tribuno della plebe: ritorno al futuro cit., 67 y ss.; E. Sposito Contreras, Independencia y unión en Latinoamérica y el Caribe. Sobre el ejemplo de Roma en los pensamientos y obras de Bolívar y Martí, en Memorias –XIII Congreso Latinoamericano de Derecho Romano- La Habana Cuba, 7-10 de agosto de 2002 (Morelia, 2004).

 

[29] Recuerdo que para nosotros, la discrecionalidad administrativa, para decirlo junto a Giannini es la «elección entre varias soluciones posibles y, entre ellas, de la más oportuna; ella implica la ponderación comparativas de muchos intereses secundarios, en orden al interés primario del que la administración es portadora»: M.S. Giannini, Derecho administrativo (Milán, 1988) 492; ella es susceptible de control, en cuanto está sujeta al respeto por las normas procedimentales, debe ostentar una motivación adecuada y puntual y debe respetar los preceptos de la lógica, de razonabilidad y de imparcialidad. Quiero subrayar también que la jurisprudencia ulteriormente profundizó el tema del examen de los actos discrecionales, reconociendo que, indagando sobre la existencia o inexistencia del vicio de exceso de poder, el juez puede controlar la suficiencia y pertinencia de la motivación, el respeto por los parámetros de la lógica, la imparcialidad, la razonabilidad y la correcta representación de los hechos: sobre el punto, conf., entre muchos que se han ocupado del tema, A. Sandulli, Derecho Administrativo 15 (Nápoles, 1989) 592 y ss.; R. Galli, Curso de derecho administrativo 2 (Padua, 1996) 369 y ss.

 

[30] De hecho, se considera que el accionar de los Defensores es siempre un acto que debe conformarse con los principios de la lógica y la corrección, en el respeto por las leyes y los poderes que ellas les confieren. El control del accionar de los Defensores puede llegar (en casos extremos) hasta la remoción del Defensor, normalmente por iniciativa parlamentaria, lo que no era en modo alguno admisible en el caso del Tribuno.

 

[31] Conf. G. Lobrano, op. cit.

 

[32] Conf. G. Treves, Il Commissario Parlamentare per l’Amministrazione del Regno Unito, en L’Ombudsman (Il Difensore Civico) cit., 85 y ss.; W. Haller, The place of the ombudsman in the world community, en Fourth International Ombudsman (Canberra, 1988); R. Gregory, J. Pearson, The Parliamentary Ombudsman after twentyfive years: problems and solutions, en Public Administration 70 (1992) 469-498; PH. Giddings, The future of the Ombudsman, en R. Gregory, Ph. Giddings (Ed.), Righting wrongs. The Ombudsman, in Six Continents (Amsterdam, 2000) 471; R. Gregory, Ph. Giddings The Ombudsman, the Citizen and Parliament. A history of the Office of the Parliamentary Commissioner for Administration and the Health Service Commissioner (Londres, 2002); M. Seneviratne, Ombudsman Public Services and Administrative Justice cit.

 

[33] Una constante concierne a la posibilidad de controlar las actividades administrativas de los funcionarios públicos, empero, sin el reconocimiento de la posibilidad de examinar y juzgar sobre el mérito del acto. Muy importante, y reconfirmada en todas las sedes y para todas las figuras de los Defensores, ha sido la sustracción a su valoración de las cuestiones sometidas a los jueces, y comprendidas en el ejercicio de la jurisdicción (civil, penal, administrativa). Algunas veces, el Defensor puede actuar sólo a pedido de un parlamentario (así es en Inglaterra y en Francia) o de un ciudadano; pero en las figuras más recientes (como la del Abogado del Pueblo en Albania y en última instancia, en casos particulares para el Médiateur en Francia) puede actuar también de oficio. Todos los Defensores presentan un ‘Reporte’, al menos anual, al Parlamento y/o al Jefe de Estado. A menudo, los Defensores tienen la facultar de formular sugerencias y propuestas para el mejor funcionamiento del Estado, y sobre todo, para la mayor tutela de los derechos humanos.

 

[34] La relación con el Parlamento y la emanación del Ombudsman a partir de éste se encuentran ligadas al origen de la figura. De hecho, ésta nació cuando el poder se encontraba en manos del Soberano y el Parlamento se constituía como representante del pueblo, dirigido a vigilar y controlar el ejercicio del poder. En aquellos tiempos, los ciudadanos y la doctrina tenían una enorme confianza en el Parlamento y sus actividades. Es por ello que todos los Ombudsman dan cuenta de su actividad al Parlamento (o a la asamblea del ente local): conf. A. Di Giovine, L’Ombudsman in Scandinavia cit., 45 y ss., véase supra, motas 4 y siguientes.

 

[35] La designación por parte del parlamento, prevista en el modelo sueco, también se encuentra prevista para casi la totalidad de los Defensores recientes, particularmente para los surgidos luego de períodos de dictadura: en los países del Este europeo y de América Latina; véase supra nota 8; conf. P. Biscaretti Di RuffIa, Costituzioni straniere contemporanee II. Le Costituzioni di sette stati di recente ristrutturazione (Milán, 1996) 2 y ss.

 

[36] La corrupción y su ramificación en el tejido social y en las instituciones es uno de los principales compromisos por el que se movilizan los Defensores, como puede relevarse a partir de sus Reportes. Un ejemplo importante del compromiso puesto en la lucha contra la corrupción se encuentra en los reportes anuales del Abogado del Pueblo albanés, los que ponen en evidencia la inquietante circunstancia de la difusión de la corrupción, aún respecto de jueces de variado nivel, como podrá leerse en el volumen en curso de publicación por la Editorial Giappichelli sobre El Abogado del pueblo albanés (a cargo de A. Loiodice, S. Tafaro, N. Shehu), en CNR- Sistemi Giuridici del Mediterraneo. Progetti e Studi II/2 (Turín, 2008) 101 y ss.

 

[37] Véase supra, nota 22.

 

[38] En todas las épocas, el instituto dio vida a una abundantísima literatura que se torna difícil de citar. En la literatura jurídica, se parte de la obra del jurista Sexto Pomponio (del siglo II A.C.), el cual anoticiaba de la creación, luego de casi diecisiete años de la expulsión de los reyes, de los Tribunos, ligados a las expectativas de la plebe en la ciudad en crecimiento: D. 1.2.2.0 (Pomp. l. s. enchir.): isdem temporibus cum plebs a patribus secessisset anno fere septimo decimo post reges exactos, tribunos sibi in monte sacro creavit, qui essent plebeii magistratus, dicti tribuni, quod olim in tres partes populus divisus erat et ex singulis singuli creabantur: vel quia tribuum suffragio creabantur. Para la edad contemporánea, me limito a la mención del artículo (publicado ya en 1914 y reimpreso en Labeo 1963) de E. Betti, La rivoluzione dei tribuni della plebe dal 133 all’ 88, en Labeo 9 (1963) 97 y ss. Reenvío además a V. Arangio–Ruiz, Storia del diritto romano (Nápoles, 1953) 46 y ss.; F. De Martino, Storia della costituzione romana (Nápoles, 1958), particularmente volumen I cap. XIII; F. Fabbrini, s.v. “tribuni plebis”, en NNDI. XIX (Turín, 1973) 778 y ss.; F. Càssola, L. Labruna, Linee di una storia delle istituzioni repubblicane 2 (Nápoles, 1979) cap. VI, I Tribuni della plebe; G. Lobrano, Il potere dei tribuni della plebe (Milán, 1982), al cual reenvío para el resto de la bibliografía significativa sobre el tema.

 

[39] El punto había sido advertido por los romanos, tanto que hasta Cicerón, quien no era para nada benévolo respecto del Tribunado y de la acción de los tribuni plebis, reconoció, sin embargo, el rol esencial del Tribunado y, según la perspicaz lectura que de su pensamiento hace Lobrano (Dal ‘defensor del pueblo’ al tribuno della plebe cit., 75), llega a afirmar que sin el Tribunado podría dudarse de la posibilidad de configuración de la respublica.

 

[40] F. Càssola, L. Labruna, I tribuni della plebe, en AA.VV. (a cargo de M. Talamanca), Lineamenti di storia del diritto romano 2 (Milán, 1989) 179.

 

[41] En la tarda república, causó indignación el episodio de Publio Clodio Pulcro. Este tenía carácter facineroso y vagamente anárquico. Durante las fiestas de la diosa Bona, de las que estaban rigurosamente excluidos los varones, en el 62 A.C., se había introducido en la casa de César y, descubierto, había suscitado un escándalo azuzado sorbe todo por Cicerón, es por ello que Clodio se transformó en un enemigo acérrimo de éste. Cuando al año siguiente, durante un discurso, Cicerón se lamentó abiertamente de la situación política, achacándole la responsabilidad a Julio César, éste, sólo tres horas después, hizo pasar a Clodio del patriciado a la plebe. Todo ello aconteció burlando la prohibición que impedía a los patricios volverse plebeyos, sino era con una especial adopción, examinada en vái preventiva por los pontífices, lo que implicaba que ello se produjo mediante graves forzamientos y desprecio de las antiguas costumbres, llegándose al punto de que el adoptante tenía sólo veinte años, mientras que el adoptado había superado los treinta. El único objetivo de tan grave acto, a despecho de toda norma y costumbre, era el de lograr que Clodio pudiera ser Tribuno y permaneciera en Roma para garantizar la posición de César, que se preparaba para partir a la nueva provincia de la Galia Cisalpina e Iliria: véase C. Meier, Julio César (Milán, 2004) 220 y ss.

 

[42] Ha sido observado que los Tribunos participaron en el ejercicio del poder, y que en el siglo II A.C. «el tribunado se había convertido en una parte integrante del Estado constitucional»: véase L. Perelli, Los Gracos (Milán, 1993) 17.

 

[43] Sobre el punto, remito a las profundas y ricas páginas de Catalano y Lobrano, en los lugares citados en las notas precedentes, alas que aduno: P. Catalano, Diritti di libertà e potere negativo, en Archivio Giuridico 182 (1972) 321 y ss.; ID., Dai Gracchi a Bolívar. Il problema del potere negativo, en Quaderni “Da Roma a Roma” cit., 37 y ss.

 

[44] Según el relato de Livio, en el 339 A.C. una de las leyes Publilia Philonis (de plebiscitis; de patrum auctoritae, de censore plebeio creando) habría dispuesto que plebiscita omnes Quirites tenerent (Liv. 8.12.14). Otras fuentes literarias (Plin. Nat. Hist. 16.10.37, Gelio 15.27.4) afirman que la disposición fue objeto también de una disposición similar en la lex Hortensia y el punto viene confirmado por Gayo (véase nota sucesiva) y Pomponio: D. 1.2.2.8 (Pomp. l. s. enchir.) ... de his plebis scitis, pro le gibus placuit e tea observari lege Hortensia. La doctrina concilia las referencias a las dos leyes y a las dos fechas diferentes en el sentido de que la ley Hortensia «probablemente abolió, como se puede argumentar a partir de Ap. Bella civ. 1, 59, 266, la confirmación senatoria prevista por la primera. Es poco creíble, en cambio, que también una de las leyes Valeria Horatiae del 449 haya contemplado el mismo argumento (Liv. 3, 55, 3)»: M. Bretone, Storia del diritto romano (Bari, 1987) 51 nota 42.

 

[45] Este aspecto se evidenciaba en las instituciones de Gayo (II D.C.): Gayo 1.3: unde olim patricidi dicebant plebiscitis se non teneri, qui asine auctoritate eorum facta essent, sed postea lex Hortensia lata est, qua cuautum est ut plebiscita universum populum tenerent; itaque eo modo legibis exaequata sunt. Conf. F. De Martino, Storia della costituzione romana I cit., 315 y ss.; G. Longo, s.v. “Lex”, en NNDI. IX (Turín, 1963) 789 y ss. La ambivalencia de lex también puede ser acentuada por la eventualidad de que, a partir de un cierto momento en adelante, hasta el nombre de la asamblea ciudadana (comitium) podía serle concedido también a los concilia plebis. Conf. P. Frezza, Corso di storia del diritto romano (Roma, 1968) 193.

 

[46] Los concilia plebis eran convocados por los Tribunos, quienes fijaban los argumentos a tratar y proponían el texto de los eventuales plebiscitos, con gran capacidad para influir sobre las decisiones que la asamblea era (por ellos) llamada a adoptar: véase V. Arangio–Ruiz, Storia cit., 51 y ss.; P. Frezza, Corso di storia cit., 194 y ss., F. Càssola, L. Labruna, I tribuni della plebe cit., 184.

 

[47] Véase F. Fabbrini, s.v. “Tribuni plebis” cit., 795 y ss., 815.

 

[48] Véase F. Càssola, L. Labruna, I tribuni della plebe cit., 126, 185.

 

[49] Esta poder concernía también a los cónsules, frente a los cuales, desde el fin del siglo IV, les fue reconocido hasta un poder de arresto: véase G. Niccolini, Il tribunato della plebe (Milán, 1932) 68; F. Fabbrini, s.v. “Tribuni plebis” cit., 792; F. De Martino, Storia della costituzione romana I cit., 304; F. Càssola, L. Labruna, I tribuni della plebe cit., 184.

 

[50] D. 1.2.2 13 y 34 (Pomp. l. s. ench.).

 

[51] Sobre esta singular mención, por parte de Pomponio, del poder tribunicio como poder de regir y administrar la jurisdicción, la que normalmente era competencia de los pretores, ha llamado la atención Schipani, el que en una reciente comunicación se preguntó si no debería revisarse integralmente la posición (central) del tribunado en la realidad jurídica de la Roma republicana: S. Schipani, Il Tribunato nel CJC di Giustiniano, en Da Roma a Roma cit., 88.

 

[52] Véase F. Fabbrini, s. v. “Tribuni plebis” cit., 80 y ss.; F. Càssola, L. Labruna, I Tribuni della plebe cit., 177 y ss.

 

[53] En realidad, la intercessio tenía dos proyecciones: una interna a la magistratura misma y que concernía a las relaciones entre Tribunos, y otra externa que comprendía a todos los otros órganos de la Respublica. Por ello, son numerosos los autores que vislumbran en la intercessio la característica principal del poder tribunicio. Era ella, en rigor de verdad, la que les daba su fuerza y la posibilidad de posicionarse como controladores de toda la vida pública romana, pudiendo incluso, si tenían posición contraria, paralizar cualquier actividad de los Magistrados y hasta del Senado, oponiéndose a los Senadoconsultos. La intercessio podía también impedir la aprobación de una ley, puesto que podía ser opuesta a todos los actos que llevaban a la formación de una ley (sobre todo a los del presidente de la asamblea legislativa), y no necesitaba ser motivada: F. Fabbrini, s.v. “Tribuni plebis” cit., 801 y ss.; F. De Martino, Storia della costituzione romana I cit., 188, 302, y ss.

 

[54] Véase supra, punto 2.

 

[55] Véase supra nota 13.

 

[56] Tal reconocimiento está mencionado expresamente en el artículo 24 de la ley 8454/1999, sobre el que puede verse El abogado del pueblo albanés cit. (Appendice I) 234.

 

[57] En muchos caos, las causas de decisiones sectarias, de parte y sustancialmente injustas, es consecuencia de la aplicación del principio de la ‘mayoría’ y por ello, de la distancia existente entre los representantes y el pueblo.

 

[58] Véase V. Mannino, Ricerche sul “defensor civitatis” (Milán, 1984).

 

[59] La constitución, recogida en el Código Teodosiano (C. Th. 1.29.1), se dirigía al Ilírico, el que a la fecha de la sanción de ésta (presumiblemente el 368 D.C.) estaba comprendido en la prefectura de Italia y de Africa, y, hasta el 379, pertenecía a Occidente, se considera, no obstante, que el proveído fue extendido al Oriente, donde, por lo demás, podían ya existir algunas figuras de Defensores: V. Mannino, Ricerche cit., 23 nota 37.

 

[60] La constitución hablaba de los patronos, pero la referencia, según la doctrina, concierne a todos los ‘defensores’. Véase V. Mannino, Ricerche cit., 71 y ss.

 

[61] «Establecemos, por ser de máxima utilidad, que la plebe de todo el Ilírico sea defendida contra los abusos de los poderosos con la intervención de apósitos patronos (defensores)».

 

[62] El nacimiento de los defensores civitatum se apoya sobre una visión que destruye totalmente las construcciones republicanas y clásicas de los romanos. En aquellas, la protección de los Tribunos estaba contra el vértice del poder (contra consules y, durante el Imperio, contra los Emperadores). Además, en la historiografía, la consideración de los Emperadores durante el Principado (es decir, hasta Constantino el Grande) no era por cierto ‘favorable’ ni simplemente ‘condescendiente’. Ejemplar resultaba la incitante reconstrucción de Tácito; pero también Suetonio, aunque con menor aspereza, se apresura sobre las vergüenzas de varios Calígulas, Nerón, Cómodo. No creo estar exagerando cuando digo que el modo de construir la figura de los defensores abre una pista que lleva muy lejos, llegando hasta la saga de los Reyes buenos (Arturo, Ricardo, etc.), que roza la edad moderna en el proceso de contraponer a los dignatarios con el Soberano y atribuirles a estos sentimientos de comprensión y vecindad con los estratos más bajos de la población.

 

[63] Nos encontramos frente a una revolución conceptual que se inserta bien en el contexto del imperio romano, donde la apelación contra las sentencia retenidas inicuas o de las que, de todos modos, no se pretende soportar las consecuencias, no pertenece mas al pueblo (como sucedía con la provocatio republicana), sino al Emperador. De este modo, el juicio final pasa de la colectividad al Emperador y cambia el juicio de valor: el que cuenta y tiene derecho a la última palabra no es el populus Romanus, sino el Emperador.

 

[64] Por ello, a veces se colocaban sobre un mismo plano a los gobernadores provinciales: conf. CI. 1.4.22 pr.; 1.4.25; conf. V. Mannino, Ricerche cit., 167 y ss.

 

[65] Emblemática resulta la Novela 8 sancionada por Justiniano en el 535 D.C.

 

[66] Conf. CI. 1.4.25 del 529.

 

[67] Conf. V. Mannino, Ricerche cit., 116 y ss., 167.

 

[68] Tarea de suma actualidad che parece siempre reevocada en los reportes anuales de algunos Ombudsman contemporáneos, y en lo particular, por los reportes 2000, 2001, 2002, 2003 del Abogado del pueblo albanés.

 

[69] La definición es de R. Bonini, Ricerche sulla legislazione giustinianea 3 (Bolonia, 1989) 82.

 

[70] Véase supra nota 16.

 

[71] Conf. P. Catalano, Contributo allo studio del diritto augurale (Turín, 1960), partic. 439 y ss. Véanse las constantes expresiones de las fuentes que, desde Cicerón hasta las Novelas postjustinianeas, concuerdan en atribuir a la censura la atribución de sanctitas: Cic. Pro Sext. 25.55; Quint. Instit. Orat. 4 pr. 3; Plut. Camil. 14.1; Dionis. Ant. Rom. 4.22.2; Novela mar. 4.2.

 

[72] Según el orden establecido en el 434 A.C. por la lex Aemilia ‘de censura minuenda’. También debe recordarse que, en los inicios, la elección de los censores se realizaba en dos momentos: el primero estaba constituido por la deliberación de los comitia centuriata para la designación de los candidatos; el segundo por su elección a través de una votación realizada por centurias (con una lex centuriata) y no por curias, como para los demás magistrados patricios: véase Cic. De lege agraria 2.11.26: Nam cum centuriata lex censoribus ferebatur, cum curiata ceteris patriciis magistratibus.

 

[73] Véase F. Càssola, L. Labruna, I censori, en AA.VV., Lineamenti di storia di diritto romano cit., 167 y ss.

 

[74] La excepcional autoridad de los censores dependió de la derivación popular directa de su poder (lo atestigua y evidencia Cicerón: De lege agraria 2.7.17: cum omnes potestas, imperia, curationes ab universo populo Romano proficisci convenit); G. Sabbatucci, La censura: istituzione rivoluzionaria dell’antica Roma, en Index 3 (1972) 192 y ss.

 

[75] Véase F. Càssola, L. Labruna, I censori cit., 170; los censores, con sus atribuciones, y en particular con en ‘censo’, procedían (de tanto en tanto) a la refundación de la república, controlando (a través del regimen morum), sin vínculos y en total libertad, «el comportamiento privado y público, civil y moral, mantenido en los años transcurridos en el lustrum precedente por los ciudadanos». Ellos tuvieron también el poder de renovar el senado (lectio senatus), incidiendo sobre el órgano que se posicionó en el centro de la vida constitucional y de la política de Roma.

 

[76] El autor trataba a la censura en el libro IV del capítulo VII del Contrat social: «La censura mantuvo las costumbres impidiendo las opiniones que las corrompían, conservando su rectitud a través de sabias aplicaciones, a veces incluso fijándolas cuando ellas aparecen como inciertas»; «Al igual que como la declaración de la voluntad general se hace a través de la ley, la declaración del juicio público se hace a través de la censura; (…). Redirijan las opiniones de los hombres, y las costumbres las seguirán por sí mismas. (…) Quien juzga a las costumbres juzga el honor, y quien juzga el honor toma a la ley como propia opinión». Pero ya en el capítulo IV (del mismo libro IV), había observado: «Dónde está el pueblo moderno, en el que la devoradora avidez, el espíritu inquieto, la intriga, los desplazamientos continuos, las perpetuas revoluciones de las fortunas permiten que dure veinte años un tal estado de cosas sin que se trastoque todo el Estado?» «Il faut même bien remarquer que les moeurs et la censure plus fortes que cette institution en corrigèrent le vice à Rome, et que tel riche se vit relégué dans la clase des pauvres, pour avoir trop étalé sa richesse».

 

[77] Véase P. Catalano, Tribunado, censura, dictadura: conceptos constitucionales bolivarianos y continuidad romana en América, Comunicación presentada en el II Congreso Latinoamericano de Derecho, estr. 33 y ss.; A.M. Battista, Il ‘poder moral’: la creazione irrisolta e sconfitta di Simón Bolívar, en Il ‘potere morale’ tra politica e diritto. L’esempio di Simón Bolívar. Materiali IX (1993) 13 y ss.; P. Catalano, Derecho público romano y principios constitucionales bolivarianos, en Constitución y constitucionalismo hoy. Cincuentenario del Derecho Constitucional Comparado de Manuel García-Pelayo (Caracas, 2000) 689 y ss.

 

[78] La proposición aparece clara en el Discurso de Angostura pronunciado por el General Bolívar al Congreso de Venezuela en el acto de su instalación: «Tomemos de Atenas su Areópago, y los guardianes de las costumbres y de las Leyes; tomemos de Roma sus censores y sus tribunales domésticos […] demos a nuestra República una cuarta potestad cuyo dominio sea la infancia y el corazón de los hombres, el espíritu bíblico, las buenas costumbres y la moral republicana. Constituyamos este Areópago», véase Modello romano e formazione del pensiero politico di Simón Bolívar. I Textos Constitucionales, en Quaderni Latinoamericani 11 (1994) 1 y ss. L’Apéndice de la Constitución de Venezuela en 1819 recusó el Poder Moral, porque lo consideró desactualizado y peligroso, por la potencial capacidad invasiva en la vida privada de los ciudadanos.

 

[79] Conf. Modello romano e formazione del pensiero politico di Simón Bolívar cit., 185 y ss.; P. Catalano, Derecho romano público y revoluciones (Roma, 1977) 14 y ss.

 

[80] En las que se comprende la recomendación de providencias sancionatorias para los funcionarios responsables de mala gestión de los poderes que les han sido conferidos: a propósito, véase pro ejemplo el artículo 21 de la ley n° 8454 del 4/2/1999 sobre el Abogado del pueblo albanés.

 

[81] Son significativas la institución y las atribuciones de los éforos, introducidos en Esparta por Licurgo, con poderes amplios y radicales, pues podían conminar sanciones pecuniarias y exigirlas, y hasta tenían la posibilidad de remover a los magistrados de su cargo, encarcelarlos y promover en su contra procesos para obtener la imposición de la pena capital; (Xenofonte, Constitución de los Espartanos 8.4). Respecto de ellos Aristóteles y Plutarco evidencian su carácter ilusorio, porque llevaba al pueblo a creer que había conseguido la posibilidad de intervenir para controlar el ejercicio del ‘poder’, mientras que, en realidad, ello no era así, y más aún su presencia, fungiendo de válvula de escape para las aspiraciones del pueblo, terminaba por reforzar y prolongar en el tiempo a los poderes fuertes. Aristóteles (Pol. 1270b; 1313ª) observaba que la institución de los éforos contribuía a mantener la solidez del sistema, visto que le aseguraba la adhesión del pueblo, convencido de que podía acceder a ese altísimo cargo y lograr, así, influir sobre las elecciones y sobre la gestión del poder. El gran pensador recordaba que el rey espartano Teopompo le respondió a su mujer, que le recriminaba haber disminuido el poder real al crear a los éforos, que «Ciertamente que no, porque yo les he transferido a ellos un poder más duradero». Plutarco, por su parte, reflexionando sobre esa antigua institución (Vida de Licurgo 7.29.11), afirmó que la institución del eforado no constituyó un debilitamiento, sino un refuerzo del sistema político, porque aunque en apariencia parecía surgido a favor del pueblo, en los hechos terminaba fortaleciendo a la aristocracia.

 

[82] Remito a las notas precedentes y a las obras, allí citadas, de Lobrano, para los diversos conceptos de democracia en el mundo antiguo, sobre todo en Atenas y Roma, y en la edad moderna, donde el término democracia es sinónimo de la democracia representativa, de derivación inglesa.

 

[83] La elección directa me parece idónea para conferir a los Defensores una legitimación directa por parte del pueblo, de modo que deban rendir cuentas sólo a éste; ella debería insertarse en una revisión radical del ‘modelo’ de Estado y, en consecuencia, de Constitución, en una dirección más participativa que prevea la introducción significativa de institutos de democracia representativa. Comprendo sin embargo la preocupación de quien teme que la elección directa se preste a una pesada manipulación por parte de los partidos políticos y los grupos de presión. Si, no obstante, el punto se inserta en un nuevo cuadro de reforma, que restituya, con oportunas innovaciones, el ejercicio de la soberanía al pueblo, los temores expresados respecto de la elección directa podrán superarse. En todo caso, es necesario tener presente que sin la legitimación popular, los Defensores quedan vacíos de gran parte de su función, por el hecho de que difícilmente podrán gozar de la confianza y de la autoridad que necesitan, especialmente cuando son llamados a operar en regímenes dictatoriales u oligárquicos. El punto se torna focal y toca a otras figuras a las que se les requiere imparcialidad y ausencia de sospechas sobre la eventualidad de influencias externas (políticas, de grupos fuertes, etc.), como, por ejemplo, los jueces. Me limito aquí a considerar que la cuestión debe colocarse e insertarse en un amplio redimensionamiento de las prerrogativas del ‘pueblo’ en las sociedades contemporáneas.

 

[84] A título de mero ejemplo, se podría hipotizar la designación (motivada) por parte de la magistratura, de las asociaciones de ciudadanos (de consumidores, onlus, de derechos humanos, etc.), de las confesiones religiosas, de las Universidades …. A mayor abundamiento, se podría peticionar que los candidatos den cuenta de sus ‘carreras’ y de las propias condiciones patrimoniales, y que se comprometan a no ejercitar ninguna actividad profesional y/o política durante el ejercicio del cargo.

 

[85] La que en realidad significa que el designado mantiene el cargo hasta la edad de la jubilación. Esto sucede, en lo que respecta a los Ombudsman, en Inglaterra para el Parliamentary Commissioner of Administration (véase supra nota 12).

 

[86] No obstante, no sucede así en Inglaterra, donde el Commissioner es designado de por vida aún en la actualidad.

 

[87] Véase supra parágrafo 4 y nota 53.

 

[88] Esto podría ser, en parte, similar a lo que sucede en la Unión Europea en materia ambiental, luego de la introducción del procedimiento de evaluación del impacto ambiental, creado con la Directiva del Consejo 85/337/CEE del 27 de junio de 1985, concerniente a la evaluación del impacto ambiental de determinados proyectos públicos y privados (G.U.C.E. n. L. 175 del 5 de julio de 1985). Brevemente, recuerdo que el procedimiento de Evaluación del Impacto Ambiental, comúnmente llamado VIA, tiene por objeto individualizar, describir y valorar, preventivamente, el impacto ambiental de determinados proyectos públicos y privados. Este, en consecuencia, no debe entenderse como “instrumento” necesario para verificar el respeto de un standard o para imponer nuevos vínculos, más allá de los que están operando, sino como un “proceso coordinado” para alcanzar un elevado grado de protección ambiental, realizando así el objetivo de mejorar la calidad de vida, mantener la variedad de especies y conservar la capacidad de reproducción del ecosistema en cuanto recurso esencial. La VIA pretende introducir, en la praxis técnica y administrativa y en una fase precoz del proyecto, una evaluación sistemática de los efectos producidos por las obras en proyecto sobre el ambiente, entendido como un sistema complejo de recursos naturales y humanos y de su interacción. Naturalmente, las formas y finalidades sse van redefiniendo, también para superar las estrecheces y las faltas de adecuación demostradas por la VIA (la que reserva la valoración a círculos a menudo muy limitados).

 

[89] Sobre el punto véase R. Galli, Corso di diritto amministrativo cit., 681 y ss.

 

[90] De formas que deberán ser establecidas, sin ceder a solicitudes populísticas, pero teniendo cuidado de hacer participar a la ‘comunidad’ en todos sus componentes.

 

[91] Pongo un ejemplo: si se quiere instalar un sistema potencialmente contaminante o ruinoso para el paisaje, puede suceder que las vías ‘formales’ se hayan expedido correctamente y que, en consecuencia, aparezca como plenamente legal y legitima su instrumentación. El ‘veto’ del Defensor llamaría a la causa a la colectividad, la que puede valorar como inoportuno al sistema, aún en presencia de un procedimiento desarrollado de modo correcto.

 

[92] Por ejemplo, respecto de los motivos de reenvío, y en general, de la duración del procedimiento, en relación con los encarcelamientos preventivos y sobre las providencias cautelares, tanto en materia penal como civil y administrativa.

 

[93] Véase retro, parágrafo 2 y notas 25-27.

 

[94] Pero esta, obviamente, es una materia que está todavía por escribirse, y concierne a la tutela efectiva de los derechos humanos, la que no debería depender de la voluntad de los gobernantes de un Estado particular, visto que forma parte de los derechos constitucionales existentes y aunque no estén insertados en la constitución formal de ese Estado particular, y che, más aún, son derechos preexistentes a las mismas Cartas Constitucionales.

 

[95] Véase, en este sentido, las penetrantes reflexiones que ya Plutarco ponía en boca de Licurgo supra, nota 81.