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Publicado en Labeo 38 (1992) 277-284.
Lo he dicho más
de una vez: lo misterial está presente en todo lugar, en todo campo, en toda
ciencia. También en la nuestra, en la ciencia romanística. En esa, justamente,
que exige para nosotros la doble y bien concertada profesión de historiador y
de jurista.
Y el misterio,
¿qué es? Es, como dice Sebastián de Covarrubias[1],
«cualquiera cosa que está encerrada debajo de velo, o de hecho o de palabras, u
otras señales».
Algo, pues,
encelado, escondido o soterrado es el misterio. Y cabe que éste sea de distinta
medida o razón, por manera de producir en nuestro ánimo, atisbado que es, muy diversos
estados de inquietud, y felices o desgraciados.
Se inquieta, se
desasosiega, para fortuna o ventura suya, quien anda metido en oficio de
historiador, y acierta un día a leer cosas no manifiestas en los acostumbrados
‘registros oficiales’.
Confieso que a
través de largos años de dedicación al estudio de Roma y de su Derecho, y
advertido siempre de lo gemelizados que andan aquella y éste, he llegado a
percatarme de un misterio al que sólo puedo calificar de fascinante.
Sí,
mysterium fascinans es ese que se
percibe cuando se trae a sonido armónico, acompasado, lo silencioso, lo
agazapado bajo la capa externa de hechos, datos, palabras o señales amigadas
entre sí. Mysterium fascinans es, por
lo que ahora importa, el que encierra la rara y cautivadora historia de Roma.
I.─
Claro está que no soy yo el primero, ni mucho menos, en calibrar el alto
significado de tal historia. Plumas insignes, y de ayer y de hoy, han cantado,
en tono tan brioso como elocuente, el paso de Roma por la carrera del Mundo[2].
Pero no dejo de abrigar un temor: el de que los ‘resultados’ en que sustancia
la espléndida obra civilizadora ─ y hacia dentro y hacia fuera ─
del pueblo romano, no confiesan, debida y puntualmente, cuál es el motor
secreto que trajo todo a movimiento.
He
dicho el motor secreto, esto es, la fábrica grande e ingeniosa que, oculta en
los sótanos de lo histórico, mete a presión ideas, creencias, fuerzas o
impulsos de los que nada ni nadie brinda noticia cierta sobre su engranaje o
trama, ni tampoco sobre la manera en que se produce, desde la fogata interior,
su salida hacia fuera.
2.
─ Se dirá que el investigador tiene a mano eso que llamamos ‘datos’, que
es decir, signos, marcas o asideros merced a los cuales opera la
re-construcción de lo historiado. Pero ésta tiene que calar en lo que late y
vibra por debajo de los ‘datos’, incapaces de expresar, por sí solos, lo que es
motivación interior de ellos mismos.
Semejante
obra de calado puede y debe hacerse con y a pesar de los datos, pobres o
disfrazados, tantas veces. El problema estriba en excitar a la imaginativa
─ y no ya a la que es simple torre de viento ─ para que,
movilizando los datos, descubra el motivo radical de los hechos a los que se
refieren.
Al
estudiar estas o las otras reglas, principios, figuras o instituciones, no
basta con prestar atención a la imagen bajo la cual se nos aparecen en los
datos, textos o documentos. Por verdad, hay que avivar la mente, la nuestra,
para ir al encuentro del bullente estado anímico, espiritual, que es
presuposición de todo eso.
Importa
sobremanera perquirir, por fogueo de cuidadas y sutiles demandas, lo que los facta, los hechos, mejor o peor
espejados en el documental concreto, significaron para sus autores, y siempre
tenidos estos por hombres de su
tiempo. De su tiempo, de su ‘edad
histórica’, con su varia suerte de condicionamientos, con ese hacer de cada
hombre su hijo y su siervo.
En
punto a la historia sólo es buen método el que va más allá del erotema, y esto
es, el que tiene por suprema divisa la de ‘pedir respuesta’ a cada problema, la
de forzar a que cada hecho nos diga su porqué.
La
historia es una ciencia urgida por mil y una preguntas:
«Sí, la
historia es la ciencia de los porqués. Detrás de cada problema histórico nos
sale al paso uno. ¿Por qué logró Roma crear su gran Imperio? ¿Por qué decayó y
murió el Imperio Romano? (...) ¿Por qué? Siempre, ¿por qué? ¡Y cuantos porqués
contradictorios y distintos! Los hechos demandan con urgencia una trabazón
causal. El porqué misterioso que los ordene y agrupe según lo estuvieron en una
realidad todavía no captada. El porqué misterioso que nos permita comprender el
pasado: la gran tarea de la historia»[3].
3. ─ Todo
tiene un dentro. Todo, que es decir, una regla, un principio, una institución,
tiene su entraña, pero no siempre precisa y patente a través de la forma por la
que a un tiempo se exterioriza y recibe sanción.
Es
cierto que, a veces, la forma miniaturizada que es la fórmula negocial o
procesal, permite sacar a la luz el significado íntimo y motivador de un
contrato, de una actio, de una
expresión de palabras. Baste significar, en vía de ejemplo, la expresividad del
gestum per aes et libram aplicado a la
mancipatio, donde lo que no se dice
por parte del mancipio dans denuncia cómo el silencio patentiza
la dimisión del poder ─ manus
─
que tiene sobre la cosa.
Es
verdad, añadimos, y también en manera de ejemplo, que ese ‘saber poner nombre’
que caracteriza al hombre latino, permite adentrarse en el significado radical de
una determinada institución. Así, la propiedad importa un derecho sobre la
cosa, pero unimismados aquél y ésta, o si se quiere, subsumido el uno en la
otra, el romano, amigado con lo real y manifiesto, con lo palpable o tangible,
nombra la res y no el ius:
«dare rem» significa constituir a alguien en propietario. Por eso
mismo, no se habla de transmisión del derecho (de propiedad), sino de
transmisión de la cosa sobre la que recae el derecho.
Harto
discutida, y acabo con los ejemplos, es la naturaleza de las servidumbres
─ servitutes ─[4].
El romano entiende que un predio servit
a otro predio, procurándole una qualitas
que mejora su condición. De eso se trata, y no ya de atribuir al fundo
dominante un trozo de propiedad cifrado en el sendero o en el rivus. A tal respecto, nos parece
suficientemente clarificador esto que dice Celso: «quid aliud sunt ‘iura praediorum’ quam praedia qualiter se habentia: ut
bonitas, salubritas, amplitudo?»[5].
4.
─ Al margen de los ejemplos referidos, donde todavía queda mucho por
decir, pese a lo por mí afirmado, es lo cierto que numerosos problemas aquejan
al romanista de hoy, y probatorios todos de que éste se topa a cada instante
con el ‘enigma’.
Roma
toda, con su Derecho, claro está, es un ‘enigma’. Ir al encuentro de ese ‘enigma’,
de lo que, en definitiva, se traduce por el magno secreto de su propio
‘espíritu’, es tarea tan excelsa como arriesgada.
He
dicho del espíritu, que un día definí como la sobrealma de eso que llamamos moeurs, que es decir, pensamientos,
sentimientos, quereres, ímpetus y afanes en marcha de tradición por los
vericuetos de la historia[6].
Sí,
el espíritu, por el que lo primario vital, nutrido, mejorado y azuzado por
energía de cultura probada, de saberes experimentados, hace buenos los medios
sociales, políticos y jurídicos merced a los cuales se pone en pie de marcha un
pueblo, una nación.
5.
─ Los secretos del Secreto. Los misterios del Misterio...
Los
secretos menores, los que, siendo hijos del mayúsculo, significan doquiera el
sentimiento radical que tienen los romanos acerca de la vida en común, de la
que, traduciéndose en obra de patria, y no mezquina o alicortada, sino
universal, se ve asistida por el supremo instrumento del Derecho.
Tema,
en efecto, el primario y más importante para un romano es el de la política, el
que trata de re publica, el que se
define como arte de hacer un pueblo, una nación, y cuanto más grande, mejor.
Casado
con tal tema se muestra el del Derecho. A la verdad, bien entienden los romanos
que por medio de este se organiza el convite social.
En
Roma, la política, a través de un sabio compás jurídico, permite que la
vitalidad nacional alcance su más dilatada y excelente expresión. Porque
importa la firma armazón y el buen funcionamiento del Estado, pero también, y
mucho, y por fuera de éste, un sano desahogo de las iniciativas personales.
Ciertamente, en Roma hay un lugar y sitio para que los estímulos individuales
se produzcan en línea de industriosa espontaneidad.
Prueba
primera y palmaria de que lo dicho últimamente es así, la tenemos en el hecho
de que el ius privatum ─ el ius por antonomasia ─ nace y se
desenvuelve por fuera del cauce estatal, y esto es, en los senos familiares,
siendo raramente rozado por la lex (publica)[7]. La
prueba segunda está en que los llamados «derechos subjetivos» se traducen en
verdaderos ‘poderes’, en facultades sumamente potenciadas.
No
cortapisados de antemano los ‘poderes’, la espontaneidad discurre a sus anchas,
aunque nunca sin llegar a tropelías o desafueros. Y todo porque en Roma impera
la religión de la diligentia, con
cuna en el officium. Tal religión
manda, en efecto, que el hombre romano sea hacendoso, cuidadoso, meticuloso, y
frente a sí mismo y frente a los demás[8].
6.
─ He aquí, pues, y reafirmamos cosas antes dichas, que el Derecho
privado, con los principios cardinales que atañen al dominium, a la obligatio,
a la familia y a la successio, campea por territorio de
autonomía; que tal Derecho cristaliza máximamente en los mores, en hábitos jurídicos reverenciados, metidos en corriente de
tradición, de entrega de unos a otros, y acomodados a las nuevas demandas por
obra del jurista y del pretor, batalladores ambos, con armas distintas, por el
bueno, por el afortunado ajustamiento del ius
a cada caso o situación ─ y en eso consiste la aequitas ─[9].
A
los ojos de un hombre moderno, de un hombre de nuestro tiempo, causa sorpresa,
ciertamente, el fenómeno señalado de la suma parvedad legislativa, acostumbrado
como está a una preceptiva estatal tan desmedida como no bien concertada,
tantas veces, con la condición de lo jurídico.
El
propio y muy propio discurso del Derecho privado cuenta con normas no hijas de
legiferación mínimamente semeja a la de hoy día, y no metidas en marco cerrado,
ya que sobre ellas actúan, por modo vario, esas instancias del officium merced a las cuales se hace más
humano y, consiguientemente, más llevadero el mandato de lo jurídico.
7.
─ Por carriles distintos discurren lo ‘público’ y lo ‘privado’.
Regimiento diferenciado tienen lo uno y lo otro, pero no en defensa de
intereses contrapuestos. Porque todo importa a todos.
Ambas
esferas se casan, de modo impalpable, en los interna del alma romana. De una parte, la respublica permite y favorece la autonomía del ius privatum; de otra, la familia,
asiento de éste, es escuela la mejor para la forja del civis, con toda la carga de empeños que el oficio del mismo
comporta.
Es
lo cierto que, armonizadas sutilmente las duae
positiones del Derecho, la política a la que éste sirve logra una rara
perfección.
Varios
y empinados valores, entre los que prima el político, y enraizados todos en la
intimidad secreta del alma romana, ponen por obra «aquel sistema de Derecho, al
que acaso no le han rendido plena justicia ni las alabanzas convencionales de
muchos que sólo lo han mirado de lejos, ni las doctas meditaciones de los pocos
iniciados que, perdidos en el dédalo de las minucias problemáticas, han acabado
a menudo cerrando los ojos ante lo imponente del monumento»[10].
A
las palabras que anteceden, dichas por de Francisci, siguen estas del propio
romanista, y también merecedoras de recreo: «... los especialistas, o al menos
la mayor parte de ellos, no han creído dignas de su atención las cuestiones
generales, y durante un siglo se han cebado en la anatomía de los textos, en la
disección de las instituciones, en el análisis de los más sutiles problemas,
olvidando a menudo en esta labor ─ que es también necesaria e
indispensable ─ el sentido de la grandiosidad del fenómeno histórico,
manifestando una absoluta indiferencia por las indagaciones relativas a las
ideas generales, a los principios animadores, a las razones de la vitalidad y
de expansión del sistema»[11].
Tal
modo de proceder, apostillamos nosotros, debió motivar, probablemente, el que
ya en su tiempo recurriese a la ironía, a la eironeia, aquel coloso que se llamó Ihering, cuando en su obra Scherz und Ernst in der Jurisprudenz (Jurisprudencia en broma y en serio)
habla de la Academia para la reconstitución de los textos y fórmulas. Una
Academia que nunca logró tener Presidente, porque ninguno de los académicos fue
capaz de descifrar el lagunoso texto de una ley romana[12].
Palabras,
las anteriores, de dos insignes romanistas, afanosos de situar en lugar primero
el ‘sentido histórico’, con asiento en las honduras del espíritu público.
Palabras con las que, aun pecando de cierta extremosidad, no dejan de
concordar, en alguna manera, estas otras de un hombre ajeno a nuestros
estudios: «¡Pobres meticulosos hechólogos y entomólogos de la historia, a la
caza de gacetillescos sucesos que encasillar en sus ordenados cajoncitos!
¡Pobres compulsadores de fechas y sabuesos de minucias! Ya la tienen cojida; ya
atraparon la verdad de aquel precioso palimpsesto; ya dieron con el nombre
exacto del personaje en aquel pedrusco desenterrado por la reja del arado! ¡Qué
doctas disertaciones nos esperan! Ya atraparon la verdad»[13].
8. ─
Desde el principio de estas letras, que son eco de otras también nuestras,
abogamos por la tarea de penetrar en el hondón de la mentalidad
político-jurídica de Roma. Una mentalidad en la que confluyen peculiares
atributos o capacidades que, propinándose sobre lo real natural ─ y
siempre habida cuenta de lo que ofrece cada ocasión (occasio) ─, forjan un magno sistema de vida colectiva.
Un sistema en
el que se armonizan sabiamente la individualidad y la comunidad, y todo merced
a un juego en el que la política y el Derecho ─ y lo que ronda a éste, lo
extrajurídico, compendiado en el officium
─ participan de consuno.
Un sistema que
tiene su arranque en la lejana hora precívica. Porque allí, en el seno de
agrupamientos familiares ─ y califiquémoslos o no de ‘políticos’─,
se preparó lo que vendría después. Cabalmente, el alma prehistórica, cincelada
en la hora oscura que precede a la fundación de la civitas, se adelanta y vive en el alma histórica.
Muchas cosas de
Roma pueden maravillarnos a los hombres modernos, a los hombres de esta hora
tan endiablada como confusa. Sí, a nosotros, a quienes dañan estas cosas: la
general ineducación en punto a lo jurídico y sus aledaños; la irreligión del
pueblo en orden a la política, con la consecuencia de una participación sólo
imaginaria, sólo ficta, en el regimiento de la comunidad; el politicismo
─ la «política sin ética» ─ de los que dicen gobernar; la falta de
adhesión a los ‘mejores’, a los egregios, a los ejemplificadores de conducta, a
los rodeados de ese prestigio al que los romanos llamaban auctoritas; la prédica falsa de la libertad, necesitada como está
de ser restringida por obra del propio sujeto libre; el empalago conceptual de
quienes atentan contra la idea de que el derecho es arte excelso, que lleva a
que los más de los hombres vivan mejor entre sí, en alianza que procura
justicia[14].
9. ─ Todo
es sorprendente para quien logra atisbar el fulgor del ‘milagro romano’.
Sorprende
sobremanera que el pueblo de Roma llegue a lo más, a lo mejor y último, sin
valerse de cuerpos de normas políticas, jurídicas y religiosas semejos a los
modernos. Nada de Constitución o Carta Magna, nada de Código Civil, nada
parecido a una ley como la mosaica o la coránica.
En el ámbito
del Derecho privado, tenido en Roma por suma excelencia, todo cobra su máxima
expresión en un vetusto grueso de mores,
de normas ancestrales consideradas sacrosantas. Tales normas se cifran en ius civile, un ius que, sin perder en sus líneas basilares y maestras lo que tiene
de ‘intocable’, logra principal fuerza de avance progresor por obra de iurisprudencia. Cumple ésta la
paradójica y cuasi mágica tarea de que tal ius,
sin llegar a cambiar, cambie[15].
Logra, en efecto, que el inconmovible tronco del Derecho vaya hacia adelante,
en marcha engrosadora y mejoradora de lo ‘mismo’.
10. ─ Mysterium fascinans, secreto que
embelesa es el que ofrece, a ojos despiertos, la historia de Roma.
Roma puso por
obra unos módulos ético-jurídicos cuyo recreo, en la hora presente, puede
acarrear no pocos beneficios. El cuerpo de doctrina elaborado por los juristas,
pesquisidores de lo que es bueno y justo ─ bonum et aequum ─ no debe ser relegado al olvido. En tal
cuerpo tienen ya registro los hoy tan cacareados como no bien defendidos
«derechos humanos»[16].
Téngase siempre
presente que fue la faena romana, en lo que tiene de mejor, y esto es, de
reguero de civilización, la que preparó el camino de Europa.
11. ─ No
faltará quien tenga por vanilocuo no poco de lo afirmado a propósito de la
historia romana, como si quien esto escribe ignorara ciertos ‘puntos negros’[17],
ciertas prácticas denunciadoras de ‘barbaridades’. Pero, recordado lo que quedó
dicho sobre las ataduras de la ‘edad histórica’, y advertido también que
nosotros, los hombres del siglo XX, de nada podemos enorgullecernos, en
presencia de una Europa martirizada, todavía podemos creer que lo mejor de Roma,
que es su Derecho, «resiste la prueba del tiempo».
[1] Tesoro de la lengua castellana o española
(Ediciones Turner, Madrid 1977, reimpr.) 807.
[2] Véanse
Mommsen, El mundo de los césares (trad. de W. Roces, Madrid 1983) 3 y 4; Friedländer, La sociedad romana (trad. de W. Roces, Madrid 1982) 879; de Francisci, Spirito della civiltà romana2 (Roma 1952) 108; Ortega y Gasset, Obras completas 6 (Madrid 1947) 97.
[4] Véase
Iglesias, Derecho Romano10 (Barcelona 1990) 320.
[6] Iglesias, Espíritu del Derecho romano (Madrid 1980) 15 (= Spirito del diritto romano [trad. ital.,
Padua 1984] 6 s.).
[7]
Adviértase que el número de leyes romanas atañederas al Derecho privado apenas
llega a la treintena.
[16] A este
último respecto, aleccionadora resulta siempre la lectura de los siguientes
textos: Ulpiano, D. 1.1.10.1; eod.,
2; Paulo, D. 1.2.11; Ulpiano, D. 1.1.4; Florentino, D. 1.5.4.1; Ulpiano, D.
50.17.32; Paulo, eod. 122;
Florentino, D. 1.1.3; Hermogeniano, D. 48.19.42; Marciano, D. 48.17.1 pr.;
Gayo, D. 50.17.125; Pomponio, eod.,
206; Ulpiano, D. 47.10.32.