N. 3 – Maggio 2004 – In Memoriam – Iglesias
Universidad de Navarra
Juan Iglesias[1]
(1917-2003)
Muchos, no todos, son los caminos que llevan al Derecho. Muy variadas sus
sendas. Los griegos lo hicieron por la filosofía; los romanos, por la religión
(¡qué importante fue la jurisprudencia pontifical!); los medievales, por la
teología cristiana; la Escuela Culta, ya en época moderna, lo intentó desde la
filología; los racionalistas, por las matemáticas y la lógica; la Escuela
Histórica, fundada por Savigny, lo hizo a través del espíritu y la tradición de
los pueblos.
Se ha
intentado también llegar al Derecho por el poder (positivismo jurídico), por la
sociología, la economía y el lenguaje. Juan Iglesias Santos, lo hizo por la
elocuencia de los grandes ideales: per
eloquentiam ad ius, se podría decir con la lengua que construyó Europa. Y
es que, como ya advirtió, quizá fatigado por tanto dogmatismo pandectista, el
fundador de la llamada “jurisprudencia de intereses”, Rudolph von Jhering, el
Derecho no está reñido con la literatura. En efecto, sólo desde esta
perspectiva, se entiende la fecunda vida docente e investigadora de este
erudito humanista elegante que fue Juan Iglesias.
Salmantino
de pro, por más señas, de Las Veguillas, cuna de poetas, como lo fuera, muy
cercana en el espacio y a casi medio siglo en el tiempo, la de su admirado José
María Gabriel y Galán, vino al mundo Juan Iglesias en plena Guerra europea, el
2 de agosto de 1917. Y si en otros ilustres juristas el lugar de nacimiento no
ha sido vitalmente trascendente, en Juan Iglesias lo es, y en mucho.
Difícilmente se comprende su "Weltanschauung" sin su querida
Salamanca, que es tanto como decir su multisecular universidad, señera, como la
boloñesa, en el cultivo de la ciencia jurídica. "Yo supe allí -confesaba
emocionado y con charra sincerdad, durante su entrañable última lección,
pronunciada el 11 de mayo de 1994- de cómo un raro y fino olor ganaba al olfato
de mi espíritu. Un olor a secretos de sabiduría guisada con sustancias y
aderezos de lógica griega, credo hebreo, ciencia árabe, derecho romano y esa
manera de alta y mejor filosofía que es nuestra mística española".
Tras
dos años de ayudante en la Facultad de Derecho de Madrid, bajo la dirección de
Ursicino Álvarez, obtuvo por unanimidad la cátedra de Derecho romano de Oviedo,
pero pronto se incorporó, por concurso de traslado, a Valladolid; en virtud de
permuta con José Arias Ramos, regresó, meses después, a esa su querida
universidad cuyos muros escucharon a Fray Luis de León, Francisco de Vitoria y
Diego de Covarrubias.
Sus
andaduras académicas le llevaron, en 1948, a la universidad condal en la que
profesó durante cinco años. Es precisamente en Barcelona donde, aparte su
monografía En torno al fideicomiso
familiar catalán (1952), elabora su conocido manual, reflejo fiel de su
equilibrada personalidad. Derecho romano. Instituciones de Derecho privado
–éste es su título- es tenido, desde entonces, por la romanística
internacional, por un verdadero clásico del derecho; y razón no falta. El
romanista alemán Wolfgang Kunkel lo calificó como una de las "mejores
obras de su género de la literatura internacional", y el italiano Vincenzo
Giuffrè, de "enciclopedia romanística de cotidiana consulta". Por
verdad, a este libro se pueden atribuir los elogios que, con versos rubenianos,
dedicara el propio Iglesias a las Istituzioni
de su caro maestro Vincenzo Arangio Ruiz: “cuando se tiene en la mano/ un
libro de tal varón, / abeja es cada expresión/ que volando del papel/ deja en
los labios la miel/ y punza en el corazón”.
Aunque,
como digo, fue tan sólo un lustro el barcelonés, dejó éste en Don Juan una
huella indeleble, quizá porque -como él mismo señaló en ocasiones- contempló en
las tierras catalanas arraigados en puridad tantos principios del más genuino
Derecho romano, especialmente la pasión por la fides y el amor a la libertas.
Por lo demás, fue precisamente en Barcelona donde Iglesias se consagró como
romanista de prestigio europeo tras organizar, en 1953, por vez primera en
España, la reunión anual de la "Sociedad Internacional de los Derechos de
la Antigüedad".
Este
mismo año se trasladó a la villa madrileña en la que ha trancurrido casi medio
siglo de intensas vivencias intelectuales.
En la Universidad Complutense, junto a los cargos académicos de Decano y
Vicerrector que desempeñó en distintos momentos, continuó su investigación,
siempre "macroscópica", es decir, que no "eleva templos a
minucias", como solía repetir. Obras como Derecho romano y esencia del Derecho (1957), Estudios. Historia de Roma. Derecho romano. Derecho moderno (1968),
Elogio de Roma (1984), Roma. Claves históricas (1985), Arte del derecho (1994) o Vida y sobrevida del Derecho romano (1998)
son algunas muestras de su infatigable labor como romanista. Pero, sin lugar a
dudas, dos fueron sus libros, aparte el mentado manual, que han alcanzado
celebridad: Espíritu del Derecho romano
(1980; 2ª edición de 1991), que recoge -siguiendo el consejo de Gracián de que
"más valen quintaesencias que fárragos"- el todavía hoy recordado
discurso de recepción como académico de número en la Real de Jurisprudencia y
Legislación (lo era también de la Academia de Nápoles), y sus Miniaturas histórico-jurídicas (1992),
libro de pensamientos y reflexiones jurídicas, escrito desde la más íntima
libertad posible en un ser humano, en el que, con castizo estilo, condena la
elefantiasis legislativa, la deseuropeización de Europa, la deshumanización del
derecho, el rigorismo jurídico, así como la actitud "progresera" de
las modas vacías, y muestra, con luminosa claridad de poeta, los nuevos por
viejos pilares de la vieja Europa
renaciente.
Nos ha
dejado un gran romanista, profundamente cristiano, escritor de mucha sustancia
y poco ruido, tesorero de grandes saberes, que ha gastado su vida, su callada
vida, escudriñando lo meollar de la quintaesencia del Derecho romano, en un
momento en que soplan vientos contrarios, que no harán –tiempo al tiempo- sino
continuar esparciendo su semilla por el entero orbe.