Daños determinantes de responsabilidad médica
Catedrático de Derecho civil
Universidad Complutense de Madrid
SuMARIO: 1. El daño. Aproximación al concepto.
Daños y perjuicios. – 2. Daños indemnizables. Daños injustos.
– 3. Culpa y
relación de causalidad. – 4. Consentimiento
informado y antijuridicidad. – 5. Clases de daños. – 6. Daños
punitivos. – 7. Daños derivados de cirugía estética.
– 8. Daños
derivados de la muerte. El estado de coma. – 9. Bibliografía.
Daño, que, etimológicamente, viene de damnum, tanto quiere decir, en
principio, como menoscabo sufrido en el cuerpo, en la esfera personal, o en la
patrimonial. Respecto del cuerpo, puede venir determinado por la pérdida
de un miembro, de una víscera o de una función, que conlleve la
disminución, temporal o permanente, de la integridad física.
Cosa distinta, “prima facie” al menos, es el
perjuicio, que, etimológicamente, viene de praeiudicium, significando, en su acepción jurídica y
de conformidad con lo señalado en el Diccionario de la Real Academia
Española de la Lengua, ganancia lícita que deja de obtenerse, o
deméritos o gastos que se ocasionan por acto u omisión de otro y
que éste debe indemnizar.
Los distintos significados de daño y de perjuicio apuntados
encontrarían acomodo en Roma, donde se distinguía, cual nos
recuerda López Jacoiste, entre damnum
-menoscabo de cosas ajenas- e iniuria -ofensa
moral a una persona-. Los distintos significados aparecen, entre nosotros, en
el artículo 1106 del Código civil, que, escrito en el XIX, habla
de indemnización de daños y perjuicios.
Con todo, ya en el Siglo XX hay una cierta tendencia a la
equiparación, a la utilización indistinta de ambos conceptos, a
partir del momento en que el daño moral -al que me referiré
más adelante- nace y se consolida como categoría, cual se
consolida el lucro cesante, como ingrediente de la indemnización, al lado del daño
emergente, todo lo cual determina una progresiva ampliación del concepto
de daño, que, en ciertos casos y para algunos, puede llegar a ser
excesiva incluso, hablando, quienes tal piensan, del cuento de la lechera o,
como hace, Dernburg, de “sueños de ganancia”. Sea como
fuere, creo que puede decirse, sin riesgo de errar en demasía, que, en
el daño de hoy, están o pueden estar incardinados los
daños y perjuicios del ayer.
No todos los daños producidos son indemnizables. No lo son,
por ejemplo y como regla muy general, los irremediables, los males menores
causados para evitar un mal mayor. Piénsese en una pierna que se corta
para evitar la muerte por gangrena. Para que la indemnización proceda,
se requiere que el daño sea injusto, antijuridico, lesión
injustificada de un derecho subjetivo o de un interés legítimo,
protegido o protegible.
Ello sabido, es posible -y se ha hecho- distinguir entre
daños justos y daños injustos. Los justos no son reparables, en
ocasiones, siéndolo en otras. Los injustos conllevan
indemnización. La distinción, fructífera, encuentra
perfecto acomodo en sede de inmisiones, que pueden ser no importantes -han de
ser toleradas-, importantes inevitables -han de ser reparadas-, e importantes
evitables -han de ser indemnizadas-. La distinción es aplicable
también en otros pagos, pagos entre los que se encuentra la
práctica de la medicina.
Son posibles, pues y repito, daños injustos que han de ser
indemnizados y otros que, no siéndolo, han de ser reparados por expresa
imposición legal. Al margen de ello, cabe la reparación pactada de
un daño producido, aunque no sea injusto. Piénsese, al respecto,
en una cláusula penal, en la promesa garantizada del hecho de un
tercero, en la promesa -en fin- de un hecho propio comprometido, si el
resultado perseguido no se logra, aun no mediando culpa alguna del obligado.
Que los daños indemnizables hayan de ser injustos y que la
responsabilidad médica, en principio, sea -con la jurisprudencia en la
mano- subjetiva, hace necesaria una acción u omisión culposa, desencadenante
del daño sufrido por una víctima merecedora de
indemnización. Una culpa que no se presume, por regla general, y una
relación de causalidad entre culpa y daño. Como dice, una vez
más, López Jacoiste, el daño resarcible implica, requiere
alteridad, dos personas: el sujeto agente y el paciente del menoscabo.
La culpa, la negligencia, se contrapone a la diligencia exigible,
que es la del buen médico, no la del buen padre de familia. El medico ha
de actuar de conformidad con la lex artis,
o, más exactamente, de acuerdo con la lex artis ad hoc, matización que permite tener en cuenta las
circunstancias de tiempo y de lugar, el riesgo que corre el paciente, los
medios de que se dispone y la posibilidad, o no, de contar -si la
preparación o los conocimientos fueran insuficientes- con la ayuda
adecuada y necesaria, con particular benevolencia referible a las prestaciones
médicas hechas in extremis et in
calami.
Con esas matizaciones, la prueba de la negligencia, en principio y
como se ha dicho, corresponde a la víctima o a sus representantes,
pudiendo deberse la misma a acciones u omisiones, constatables en alguna de las
fases de la práctica médica, que señala Agustín
Jorge – con galenos sobresalientes en su familia –. Tales fases son
las siguientes:
Anamnesis:
Dentro de la misma están el historial clínico, el examen del
estado del paciente, la exploración del mismo y las pruebas que han de practicarse y
practicársele.
Diagnosis:
pronunciamiento sobre la naturaleza y gravedad de la enfermedad, verificando
las intuiciones resultantes del llamado “ojo clínico”.
El diagnóstico, para generar responsabilidad y con la
jurisprudencia en la mano, ha de presentar un error de notoria gravedad o
llegar a conclusiones absolutamente erróneas, en el bien entendido de
que -con la jurisprudencia en la mano también y por contradictorio que
pueda parecer- el diagnóstico ha de prestarse, en todo caso, con la
aportación más completa y entrega decidida, sin regatear medios
ni esfuerzos.
Prognosis:
seguimiento del proceso de la enfermedad, tratamiento, medicación. El
médico, téngase en cuenta, es libre para escoger la
solución que crea más beneficiosa para el paciente y los recursos
mas eficaces para el caso a tratar, siempre que una y otros sean generalmente
aceptados por la ciencia médica o susceptibles, cuando menos, de
discusión.
Ejecución del
tratamiento: ejecución temporánea, utilización correcta
de instrumentos y limpieza adecuada, sin abandono de objetos extraños en
el cuerpo del paciente.
Fase postoperatoria.
Vigilancia y control del enfermo y de la medicación y prestaciones que
se le administran.
En relación con cada una de estas fases caben
comportamientos -activos u omisivos- negligentes, determinantes de
responsabilidad –ya sea ésta civil extracontractual, ya derivada
del delito-.
Entre los comportamientos dichos se encuentran los siguientes,
señalados por sentencias del Tribunal Supremo, que nos dan la
dimensión real de la cuestión, poniendo de relieve que las
omisiones destacan tanto o más que las acciones negligentes:
- Habiéndose señalado erróneamente, en las
radiografías, el riñón a operar, el cirujano – que no
examinó al paciente ni revisó su historial clínico –
extirpó el riñón sano, equivocación que fue
advertida por el médico anestesista. Al intentar reimplantarlo de nuevo,
el paciente fallece.
- Un cirujano, en una operación de hernia inguinal, so
pretexto de haber observado una supuesta masa tumoral y con grosero abuso de su pretendido “ojo clínico”,
cercenó de raíz el miembro viril del enfermo, sin
biopsia previa, ni consentimiento de sus familiares ni cáncer
alguno, a la postre.
- No se practicó la
prueba de amniocentesis, que hubiese permitido detectar síndrome de
down, posibilitando interrupción del embarazo, que no se llevó a
cabo.
- Embarazada la mujer, después de diagnosticada esterilidad
del marido, el médico acusa de infidelidad a aquella, no practicando prueba que confirme o
desmienta dicha esterilidad.
- Habiéndose tragado una alubia una niña, el
médico pide que se le realice broncoscopia en el Hospital, broncoscopia
que no se practica, limitándose, el pediatra de dicho centro, a recetar un espasmódico, con
resultado ulterior de muerte.
- Pasividad en la
práctica de pruebas recomendadas, que impiden diagnóstico temporáneo
de carcinoma de mama izquierda, a pesar de los dolores experimentados, al
respecto, por la paciente.
- Desatención de
paciente en estado grave, no practicándosele reconocimiento ni
tratamiento alguno.
- A una enferma embarazada, con fuertes dolores abdominales, en diagnóstico desafortunado, se la
trata de un cólico y se le administra un tranquilizante. La enferma fallece, poco más
tarde, de anemia aguda, por hemorragia interna, producida por rotura de trompa
uterina en embarazo tubárico.
- Conducta poco diligente de un médico, que manda inyecciones excesivas a una menor de
tres años – ocho inyecciones, cuando una incluso estaba
contraindicada para su edad – repitiendo, además, la dosis con
daño para ella.
- Valoración
laparoscópica inexacta, determinante de innecesaria
extirpación total de la trompa izquierda, como resultado de un error de diagnóstico.
- Dos médicos,
carentes de especialización y cualidades, asisten a una parturienta con imprevisión e ignorancia
manifiesta, negándose
– en contra del parecer de la familia – a oír a especialistas. Extraen el feto con la cabeza
perforada, muriendo la parturiente en cuestión.
- Operación de
extracción de proyectil migratorio, sito a dos centímetros de la
columna vertebral, realizada sin contar
con la preparación suficiente ni recabar la ayuda de especialistas,
muriendo el paciente.
- Administración o
control incorrectos de la anestesia. La administración de la
anestesía general comporta un riesgo necesario; así pues, al médico anestesista no puede
exigírsele que no surjan complicaciones a lo largo de una
operación, mas puede exigírsele que las afronte del modo adecuado, previa comprobación de
los aparatos, material e instrumental a utilizar, incurriendo en culpa si no lo
hace.
- Quimioterapia mal aplicada, que se extravasó, causando graves
daños al paciente.
- Actuaciones médicas
incorrectas: Afectación del nervio ciático por la aguja de
una jeringuilla de inyección; sección indebida del nervio
frénico, en el curso de una intervención quirúrgica;
afectación del nervio facial, en el curso de una intervención no
relacionada con él.
- Falta de vigilancia de una
paciente -sometida a tratamiento psiquiátrico e ingresada para que
se la tratara de una determinada lesión de carácter
físico-, a pesar de la advertencia hecha por el marido de la misma en tal sentido, lo
cual permitió que la misma se precipitase por la ventana de su habitación,
causándose la muerte.
- Falta de vigilancia de un paciente -al que también deja de
vigilar el hijo del mismo, sin previo aviso y aun habiéndose
comprometido a ello-, permitiendo que éste, por su propia voluntad, se
introduzca en una bañera con agua muy caliente, falleciendo, por ello,
posteriormente.
- Una persona, operada de rodilla, experimenta cosquilleos en la
misma, dolores y otros síntomas. El cirujano, incurriendo en falta de vigilancia y control en el
postoperatorio, se limita a recetar calmantes, diagnosticando
alteración psíquica. El paciente muere poco después, por
tétanos causado por material
de sutura en mal estado.
- Insuficiencia del calibre
del tubo empleado para la reanimación, por oxígeno, de un
paciente de sesenta años, bronquítico, fumador y bebedor
importante, todo lo cual hacía aconsejable la utilización -que no
se produjo- de una unidad de vigilancia, mientras durasen los efectos de la
anestesia.
- Una niña, que se había lastimado jugando, es
operada del miembro superior izquierdo, sufriendo alteraciones en su estado
general poco después. El cirujano, que no vigila ni controla
correctamente el postoperatorio, no explora a la niña en
cuestión, lo cual le impide apreciar gangrena gaseosa en la misma, cosa
que hace otro médico, sin poder evitar la muerte.
En clave de responsabilidad médica, suele decirse – y
el Tribunal Supremo lo ha dicho en diversas ocasiones – que la
responsabilidad objetiva -que trasciende la culpa, como criterio determinante
de la responsabilidad- no encuentra acomodo alguno, que la culpa se requiere y
ha de ser probada por la pretendida víctima que la afirma, cual ha de
probarse la relación de causalidad entre la acción u
omisión culposa y el daño experimentado. Con todo, esa
afirmación queda cuestionada, paliada si se quiere, respecto de diversos
daños, en diversas ocasiones y de distintas maneras, que pondré
de relieve seguidamente, llamando la atención sobre el hecho de que, los
paliativos dichos, no solo son asumidos por la doctrina más moderna,
sino también por algunas últimas sentencias del referido Tribunal
Supremo.
- Cuando el paciente no tiene modo de probar la culpa, al carecer
de información relativa a la conducta del médico, y tal
información está a disposición de éste, o del
centro en el que presta sus servicios, es el médico y/o el centro, en su
caso, el que ha de traer a colación las pruebas -al estar en mejor
posición para acceder a los medios que posibilitan las mismas-,
argumentando, en base a ellas, la diligencia requerida, la idoneidad de las
actuaciones llevadas a cabo por él.
- En los supuestos de daños desproporcionados, en
relación con los que cabría esperar razonablemente del acto
médico, la culpa se supone, debiendo de ser el médico quien
pruebe su diligencia, quien de una explicación coherente de la
disonancia entre el riesgo inicial, implícito en la actividad
médica, y la desmedida consecuencia producida. Volveré más
adelante sobre el tema.
- En los supuestos de obstrucción o falta de
cooperación del médico, se presume su culpa, presumiéndose
también en el caso de extraordinario retraso de una intervención
quirúrgica, cuya necesidad hubiese quedado acreditada.
- De inversión de la carga de la prueba en determinados
supuestos habla Elena Vicente, lisa y llanamente y con la jurisprudencia en la
mano.
- López Jacoiste, por su parte, señala que el rigor
probatorio se diluye, en parte, al hablar de daños morales, indicando,
al respecto, el Tribunal Supremo que, aun cuando su valoración no pueda
obtenerse de pruebas directas y objetivas, ello no ata a los Tribunales ni les
impide cuantificar los mismos.
- En ocasiones, la culpa médica se compensa con la culpa de
la víctima, o la absorbe incluso y sin que se reduzca la
indemnización.
- Cuando se utilizan aparatos que puedan producir daños, el
mero cumplimiento de las disposiciones reglamentarias no exime de responsabilidad
por los daños producidos. En el supuesto de que una persona maneje
dispositivos o recete fármacos objetivamente peligrosos para los
demás, produciéndose un resultado dañoso para los
receptores, es a quienes manejan o recetan a los que corresponde probar la
diligencia. La mera utilización de aparatos sanitarios deteriorados por
el uso y sin las suficientes garantías conlleva una actuación
culposa.
- En fin, no exime de responsabilidad, sin más y como
veremos, el consentimiento, prestado por el paciente, a determinado tratamiento
o intervención de los que resulten daños.
A la postre y como puede verse, los expedientes jurisprudenciales
paliativos de la responsabilidad por culpa están presentes, de un modo u
otro y en mayor o menor medida, en la materia cuyo estudio nos ocupa, y
conviene no olvidarlo.
El consentimiento informado es un requisito imprescindible para
que puedan llevarse a cabo, correctamente, determinados tratamientos e intervenciones
médicas. Solo puede prescindirse de él cuando ni el paciente, ni
sus allegados, lo pueden prestar. Si el paciente puede, ha de darlo, aunque no
tenga capacidad de obrar plena; en su defecto, han de darlo los titulares de la
patria potestad o el tutor. Al cabo, ha de darlo el Juez, como parens patriae.
Algunos entienden que el consentimiento es libre,
pudiéndose dar, o no, en cualquier caso y circunstancia. Otros piensan,
en cambio, que, si la falta de consentimiento conlleva un riesgo vital para el
paciente, el médico que lo atiende está obligado, para intentar
salvar su vida, a intervenir, aun en contra de la voluntad de la persona a la
que atiende, pues lo contrario vendría a equivaler, llegado el caso, a
una omisión del deber de socorro, constitutiva de posible delito,
además de ir en contra del código deontológico, del
Código hipocrático. El problema se planteó, virulenta y
repetidamente, con las transfusiones de sangre, imprescindibles para mantener
la vida, y rechazadas, con todo, por personas pertenecientes a determinadas
confesiones religiosas.
Si hablamos de la vida terrenal, podría pensarse que, la
misma, es un bien esencial, respecto del cual no hay tanto derechos subjetivos,
como un deber general de respeto, que vincula a todos, incluso al que la
detenta, mero usufructuario de la misma, “salva rerum substantia” y perteneciendo la
nuda propiedad a Dios, como dijo, en su día y muy en civilista,
Tomás de Aquino, profesor de La Sorbona antes que santo. Con todo, lo
que preocupa, a quienes se niegan a la transfusión, es la vida eterna,
que perderían, a su entender, con la transfusión, y es más
valiosa, para ellos, que la terrenal.
Quizás teniendo presentes las sutilezas dichas, el reciente
Código civil del Québec dice, en su artículo 11: «Nadie
puede ser sometido a tratamiento
médico sin su consentimiento, trátese de exámenes, de
extracciones o de intervenciones de cualquier clase». El Tribunal Supremo español
parece estar en la misma línea, cuando dice que, la imposición de
un tratamiento sin el consentimiento preceptivo, supone una ingerencia,
intolerable, en la vida privada y en la integridad física y moral del
paciente.
El consentimiento informado se requiere, con mayor razón,
en el caso de medidas, o tratamientos médicos, de carácter
experimental, siempre que la experimentación terapéutica se
admita como válida. Se requiere también, previa
información minuciosa y exhaustiva, en los casos de cirugía
plástica o de tratamientos -como los de adelgazamiento- prestados a
personas sanas.
La información, a suministrar personalmente, de modo claro
e inteligible y con tiempo y dedicación suficientes, por el
médico que ha de llevar a cabo el tratamiento o practicar la
intervención quirúrgica al paciente, no es un mero trámite
administrativo. Los meros documentos impresos no implican debida ni correcta
información. El deber de información, a decir del Tribunal
Supremo, no puede reducirse al rango de una mera costumbre o de un simple
formulismo.
La información -previa al consentimiento-ha de ser objetiva,
leal, continuada, precisa, veraz y completa, poniendo de relieve la posibilidad
de fracaso, amén de las posibles secuelas o complicaciones y de los
riesgos, frecuentes o infrecuentes, aparejados, ya sean éstos generales
– posibles infecciones, problemas derivados de la anestesia –, ya
relacionados con las circunstancias particulares del enfermo concreto –
tensión alta, edad avanzada –.
La información incorrecta o incompleta, así como la
ausencia de la misma, determinan, en caso de daños y con muy alta
posibilidad, responsabilidad médica, de la que solo podría
salirse acreditando – si posible fuese – la imposibilidad o
irrelevancia de la misma en el caso concreto, así como la diligencia
profesional desplegada.
Suministrada la información correctamente y prestado el
consentimiento, podría pensarse que, los posibles daños
ulteriores, no serían indemnizables, entiendiendo que, la
antijuridicidad, viene precluida por el consentimiento dicho. Tal pensamiento
es totalmente equivocado. El consentimiento solo es causa de
justificación posible cuando, los bienes o derechos lesionados, sean de
la libre disposición de quien consiente, lo cual no sucede con la vida
ni con la integridad personal.
Por consiguiente y aun prestado el consentimiento requerido, el
médico, en base a la lex artis ad
hoc, decidirá, bajo su exclusiva responsabilidad, si, en el caso
concreto, ha de intervenir o no, y, si interviene, ha de hacerlo conforme a las
reglas impuestas por la ciencia médica, incurriendo, en caso de negligencia, en responsabilidad,
de la que no puede librarse escudándose en un previo consentimiento, que
no es una patente de corso, al no ser rey el paciente ni corsario el
médico que deficientemente lo atienda.
La doctrina y la jurisprudencia tienden a ordenar los daños
resarcibles, estableciendo diversas clasificaciones de los mismos, no siempre
contrapuestas entre sí, pues, las clasificaciones dichas, se hacen en
función de aspectos, distintos y parciales, de una realidad compleja. La
utilidad de las mismas es, fundamentalmente, pedagógica, aligerando, a
mayor abundamiento y en el caso de clasificaciones consolidadas, la labor del
intérprete, que puede, con relativa tranquilidad, aparejar, a un
daño determinado, las consecuencias predicables de los de la especie o
especies a que pertenece. Con todo, y justo es reconocerlo, las clasificaciones
han proliferado mucho, quizás en demasía, y, en ocasiones, son,
incluso, de discutible asunción, al margen de que puedan crear, en la
víctima o en el abogado que la asesore, el espejismo de que, a cuantas
más clasificaciones pertenezca el daño, más
indemnizaciones procederán, sin que las mismas tengan fin, lo cual no es
de recibo. La indemnización tiene un límite y las clasificaciones
también. Si se incrementan artificialmente éstas, podemos estar
en la antesala de los llamados daños punitivos, cuestionados en nuestro
país y a los que, más adelante, me referiré.
Pues bien, hechas estas precisiones iniciales, traeré a
colación, seguidamente, las distintas clases de daños con carta
de naturaleza más o menos consolidada, en la intención de hacer
un elenco lo más completo posible, poniendo de relieve las
singularidades y la relevancia jurídica de cada una de las clases
dichas. Tómese, dicho elenco, a beneficio de inventario y no como verdad
revelada. Tómese en lo que sirva y corríjase, llegado el caso, en
lo que sea menester.
El elenco es el siguiente:
- Daño cierto,
real. Se contrapone a incierto,
meramente hipotético. El daño puede ser cierto aunque no haya
sido determinado, siempre que sea determinable.
- Daño virtual o
potencial. Como quiera que no se ha producido aun, cabe tomar medidas que lo
impidan, evitando, así, la necesidad de indemnizarlo.
- Daño eventual.
Difícilmente constatable, salvo que estemos en presencia de la
pérdida de una posibilidad de ganancia evaluable.
- Daño directo.
Se contrapone a indirecto o por rebote, que también puede ser
indemnizable, en el caso de que haya víctimas mediatas, lo cual permite
hablar, asimismo, de daños
mediatos e inmediatos.
López Jacoiste precisa, al respecto, que un mismo hecho
puede lesionar directamente a varias personas de modo igual o diverso, de
suerte que no hay porque considerar daño indirecto, sino directo, la
pérdida de un ser querido.
- Daño personal,
contrapuesto al daño colectivo,
experimentado, si cabe, por colectivos o asociaciones y en torno al cual se
habla de intereses difusos, cuya lesión difícilmente genera la
posibilidad de indemnización.
- Daño corporal. Resultante
de un atentado a la salud o a la integridad física. Material y moral a
la vez.
- Daños
materiales. Cabe distinguir, dentro de los mismos, los daños emergentes – gastos médicos,
farmacéuticos, quirúrgicos, hospitalarios, de
rehabilitación – y los lucros
cesantes -ganancias dejadas de obtener –.
- Daños morales.
Lesiones de los bienes de la personalidad, de los sentimientos. Se habla, en
estos pagos, del pretium doloris
– ya sea el dolor físico, ya psíquico –, del pretium pulcritudinis – perjuicio
estético resultante de cicatrices, deformaciones en el rostro o en resto
del cuerpo, alteraciones de pigmentación o supuestos similares –,
de perjuicio sexual, del daño a la vida de relación,
de la pérdida, en fin, de la alegría de vivir,
determinada por la tristeza que produce el daño sufrido, aunque
ésta no llegue a ser una depresión patológica, ni
desencadene otras enfermedades del alma.
La amplitud de los daños morales encuentra su
justificación, se refleja en el artículo 11 de la
Resolución 75/7 del Comité de Ministros del Consejo de Europa, de
conformidad con la cual «La víctima debe ser indemnizada del
perjuicio estético, de los dolores físicos y de los sufrimientos
psíquicos. Esta última categoría comprende diversas
perturbaciones y desagrados, tales como malestares, insomnios, sentimientos de
inferioridad y disminución de los placeres de la vida, causados por la
imposibilidad de dedicarse a determinadas actividades placenteras».
Con todo y en ocasiones, el Tribunal Supremo, casi rizando el
rizo, encuentra el daño en circunstancias o sentimientos
difícilmente constatables y dudosamente indemnizables, tales como la
zozobra, la ansiedad, la desazón, la angustia, la pesadumbre, el temor o
el presagio, en fin, de incertidumbre, llegando a hablarse del sufrimiento
moral experimentado por un menor – sin duda muy aplicado – al no
poder ir al colegio.
- Daños
previsibles e imprevisibles, susceptibles, o no, de
indemnización, en función del grado de culpa, constatable, del
agente causante del daño.
- Daños notorios,
obvios, que no requieren prueba, por
ser evidentes, cual sucede con los resultantes, para los padres, de la
pérdida de un hijo.
- Daños comunes
a todos, que se contraponen a los
daños propios de cada persona, en base a sus circunstancias
singulares. Los actores, modelos o vendedores, por ejemplo y además del
perjuicio estético, pueden experimentar un perjuicio económico, o
una pérdida de ganancia, por deformaciones sufridas en el rostro o en el
cuerpo, perjuicio económico que no experimentaría una persona
normal.
- Daños actuales y
daños futuros. Los
daños futuros son indemnizables en la medida en que sean de certidumbre
constatable.
- Daños
continuados – los resultantes de lesiones, en las que, a un perjuicio
cierto y actual, se suman otros, futuros previsibles – y daños sucesivos –
consecuencia de lesiones, a veces imprevisibles y que se van conociendo poco a
poco –.
Elena Vicente, refiriéndose a las secuelas, señala
que, una vez consolidadas las lesiones, cabe hablar de secuelas, indicando que
las mismas pueden agravarse o mejorar en el tiempo.
Para López Jacoiste y en el caso de lesiones corporales,
caben daños aparecidos después de la sentencia que establezca la
indemnización, daños determinantes de incapacidades varias,
generadoras de un ulterior incremento o reducción de la
indemnización, siendo posible, también, el ejercicio de acciones
nuevas, desde el momento en que, el perjudicado, tenga noticia cabal de los
daños sufridos, sin que, en tales casos, pueda prosperar la excepción
de cosa juzgada, al no haber identidad en el petitum.
- Daños
desproporcionados. Daños de gravedad muy superior a la
que cabría imaginar, dadas las circunstancias del caso, lo cual hace
pensar en una impericia o negligencia notables del causante de los mismos,
impericia que se presume, esgrimiéndose la máxima res ipsa loquitur, la presunción
de culpa, la inversión de la carga de la prueba, la apariencia de prueba
-Anscheinsbeweis-, la culpa virtual -faute virtuelle-, y cuantos otros
expedientes sean necesarios para arbitrar la procedencia de la
indemnización.
El resultado desproporcionado, a decir del Tribunal Supremo,
revela inductivamente, según las reglas de la experiencia y del sentido
común, la penuria negligente de los medios empleados, o el descuido en
su conveniente y temporánea utilización; revela una
presunción, desfavorable al buen hacer exigible y esperado, que ha de
desvirtuar el médico, y no el paciente.
- Daños punitivos
– con indemnización superior, en su cuantía, al montante
del perjuicio causado, aparejando una especie de multa o sanción
pecuniaria –, daños a los que me referiré seguidamente
– iniciando el estudio de ciertas clases de daños particularmente
interesantes – y que se
contraponen a los daños nominales,
con indemnización puramente simbólica, que no impide constatar la
incorrecto de la acción.
Al hablar de daños punitivos, se está haciendo
referencia, en puridad, a los supuestos en que la indemnización supera
-con creces incluso-, el montante del daño efectivamente producido, implicando,
ésta, una especie de pena impuesta por la causación de un
daño particularmente injusto y criticable.
Por cuanto me resulta, la categoría es propia de la
jurisprudencia estadounidense, no siéndolo de la jurisprudencia ni de la
doctrina patrias, por entender, una y otra, que las penas son propias del
Derecho penal, que no del Civil.
Sin embargo y en relación con el daño desencadenante
de muerte, Federico de Castro, con toda su autoridad, llego a plantearse, con
miras a proteger la vida, la oportunidad de los referidos daños. Es, con
todo, minoritaria en la doctrina tal postura, pues, a las razones ya citadas en
contra, se añade la del posible enriquecimiento injusto experimentado
por las víctimas, agraciadas con el montante de la pena pecuniaria, sumada
al de la indemnización, lo cual no parece de recibo.
Otra cosa es que puedan verse vestigios de los daños
punitivos en lo que Díez-Picazo considera excesiva ampliación de
los daños morales, indemnizados, en ocasiones, sin pruebas suficientes
de los mismos, lo cual conduce, a decir del autor antes citado, a una
trivialización y deformación de los dichos daños.
En todo caso y como sabemos, cierto es que se aprecia un trato de
disfavor respecto de los daños desproporcionados, de gravedad inusitada,
inusuales, que se presumen, lo cual no los convierte en punitivos sin
más, salvo que la indemnización concedida a la víctima
sea, también, desproporcionada, lo cual no suele suceder, por lo que
sé.
La cirugía plástica, practicada a personas sanas,
puede tener una pretensión reparadora, cual sucede cuando se quieren
corregir, mediante ella, deformaciones congénitas o resultantes de
lesiones anteriormente sufridas. Tal sucede también, en cierto modo,
cuando se pretenden corregir o eliminar connotaciones corporales -gordura
excesiva, nariz muy prominente- que dificultan, o impiden, el desempeño
de determinadas funciones, o profesiones, a las que se tiene particular
devoción. Piénsese en el caso, resuelto por los tribunales
franceses, de una agraciada joven que, pudiendo y queriendo ser maniquí
en una casa de alta costura de París, tenía las piernas demasiado
gruesas, razón por la cual decidió operarlas para reducir su
tamaño, con resultados desgraciados, por cierto y como veremos.
La cirugía plástica, además, puede ser
puramente estética, practicada a personas sanas, hombres o mujeres que
sean, con el propósito de cambiar el aspecto de su rostro o el de otras
partes del cuerpo, en pro de un ideal de belleza o para ocultar los vestigios
dejados por el paso del tiempo.
En estos últimos casos, hay una tendencia -tan acentuada
como equivocada, en mi opinión- a considerar que, la obligación
del cirujano, contratado para tal menester, es una obligación de
resultado, que no de medio, a diferencia de lo que sucede con las prestaciones
médicas en general y con la cirugía en particular,
afirmación que llega a suscribir el Tribunal Supremo en más de
una ocasión, aun señalando que, la obligación del
médico, en general, no es de resultados sino de medios, y que, en modo
alguno, el médico puede contraer el compromiso de curar en todo caso al
enfermo, al ser innumerables e inesperados los factores, ajenos a la actividad
médica, que pueden impedir el resultado dicho.
Los contratos no pueden conseguir la cuadratura del
círculo. En todas las obligaciones de hacer, ciertamente, se pretende y
persigue un resultado, cuyo logro es perfectamente posible, en determinadas
ocasiones, y, por consiguiente, se puede comprometer, al estar en la mano del
obligado la consecución del mismo, en tanto que, en otras, dicho
obligado no puede comprometer el resultado, al estar, éste, sometido a
imponderables y circunstancias que escapan a sus fuerzas. En tales casos, solo
puede hablarse de obligaciones de actividad, en las que el obligado ha de
actuar diligentemente, de acuerdo con la lex
artis ad hoc si se quiere, poniendo en juego todos los medios a su alcance,
para conseguir un resultado que, con todo, no puede comprometer.
Sobre estas bases, no cabe duda alguna de que, las operaciones de
cirugía estética, conllevan obligaciones de medio y no de
resultado, porque el resultado depende, en buena medida, del azar o de
circunstancias ajenas al cirujano – complicaciones imprevisibles, puntos
de sutura dados con materiales en mal estado ignorado, infecciones,
intolerancia a la anestesia, paros cardíacos, dificultades para que la
herida cicatrice y tantos y tantos imponderables más, que el
médico, por diligente que sea, no puede prevenir ni evitar –.
Obligaciones de medio, insisto, que no de resultado. Ello no
impide que el médico garantice, al paciente, una reparación, en
el caso de que la operación fracase. Reparación,
entiéndase bien, que no indemnización. Ello no impide que, en
estos casos, la diligencia exigible sea mayor y jueguen, más
rotundamente, expedientes jurisprudenciales paliativos de la responsabilidad
por culpa. Ello no impide que, en los casos de cirugía plástica,
la información de los riesgos -inclusos lo de fracaso-, y la de las
posibles consecuencias perjudiciales para el paciente, haya de ser
singularizada, personal, pormenorizada y exhaustiva, so pena de
responsabilidad, responsabilidad, por cierto, en la que incurrió el
cirujano de la joven aspirante a maniquí, a la que cerró mal los
puntos de sutura de la pierna operada, desencadenándose gangrena, que
hizo necesaria la amputación de la misma.
Obligación de medio, reitero, en todo caso. Ya en 1931, la
Corte de Apelación de París había dicho, con mucha
precisión, que es demasiado rigurosa la tesis de que, toda
operación sobre miembro sano, con finalidad estética y resultado
negativo, determine responsabilidad del cirujano. Ni obligación de
resultado, pues, ni responsabilidad objetiva. Como mucho, y dada la dificultad
probatoria de la víctima, juego, en tales casos y como he apuntado ya,
de los expedientes paliativos de la responsabilidad por culpa, reparaciones
pecuniarias pactadas al margen.
Lo dicho para la cirugía estética vale
también, en mayor o menor medida y con las sentencias del Tribunal Supremo
en la mano, para tratamientos de alargamiento de las piernas, tratamientos
odontológicos, intervenciones de oftalmología, operaciones de
vasectomía practicadas en individuos sanos, o colocación de un
dispositivo intrauterino anticonceptivo, independientemente de que, los
embarazos no deseados, resultantes del fracaso de las mismas, puedan
desencadenar – si media culpa del cirujano o del médico
interviniente- indemnizaciones de daños, sufridos por quien de a luz y
diga experimentar, con el alumbramiento, daños morales y sufrimientos,
diversos y constatables.
En todo caso, téngase en cuanta que, cuando se trabaja en
equipo y se produce un daño, es posible imputar éste a una sola
persona, a varias, a todo el equipo o al director del mismo, según las
circunstancias.
En estos pagos y respecto del cirujano responsable de la
operación, cabe hablar de responsabilidad por hechos ajenos, hechos que,
a la postre y con todo, son, también y de algún modo, propios,
pues propia es la culpa in eligendo, in educando o in vigilando, en la que pueda haberse incurrido, culpa que, en
diversas ocasiones, se presume en presencia de un daño producido, cual
se presume en los padres por los hechos de sus hijos, inclusos los padres de
hijos bien educados, como decía, cínico y magistral, el
Señor Decano Carbonnier.
En el equipo médico-quirúrgico – recuerda
Agustín Jorge – hay relaciones de coordinación
(médico-cirujano-anestesista) y de subordinación
(médicos-enfermeras-auxiliares), desencadenantes de responsabilidades
diversas, en base al principio de división de trabajo, principio que,
con todo, no libera de responsabilidad al cirujano cuando la
cualificación de sus colaboradores sea deficiente, o se produzcan fallos
de comunicación con los mismos, de coordinación o de organización,
en fin.
Sabido lo anterior, señalar que el Tribunal Supremo, en
caso del género, establece lo siguiente: Una operación
quirúrgica no está constituida por actividades inconexas de los
sujetos que intervienen en ella, debiendo actuar todos ellos -anestesista,
instrumentista y auxiliar- coordinadamente, cada uno en su cometido, pues
ninguna de las actividades es autónoma en si misma. Si el cirujano
tolera que no se conecte el monitor, no lo conecta él y, además,
permite la ausencia del anestesista – que simultaneaba intervenciones en
diferentes quirófanos – , consiente, en su actuación
quirúrgica, un estado de riesgo, determinante, en adecuada
relación causal, del resultado final del fallecimiento del paciente,
fallecimiento en el que tiene su parte de culpa.
De la muerte, según los casos y circunstancias, pueden
derivar distintos daños, indemnizables a diversas personas.
Si la muerte es posterior a las lesiones habidas por la
víctima, ésta experimenta daños de diversa índole,
incluidos los médicos y farmacéuticos, generadores de
créditos transmisibles a los herederos.
Si la muerte es instantánea, para algunos autores y no
habiendo daños referibles al cadáver, que no es más que
una cosa mueble especial, a la que no le duele nada, mal puede hablarse de
indemnización y de acciones surgidas, en tal sentido, a favor de los
herederos. Otros autores, en cambio, hablan de un momento, de un instante
jurídico, mediante entre el daño y la muerte, que
permitiría el surgir de la acción y la ulterior
transmisión de la misma. Soy yo, más bien, de la primera
opinión y creo que, en todo caso, hay que proceder con cautela, pues, no
pudiendo ampliarse la indemnización indefinidamente, la concesión
de indemnizaciones y acciones a los herederos de la victima, por el solo hecho
de ser herederos, podría reducir las posibilidades de indemnizar a
quienes, aun no siéndolo, experimenten, verdaderamente, daños,
patrimoniales y extrapatrimoniales, como consecuencia del fallecimiento de un
ser querido en verdad.
La muerte, en todo caso, desencadena perjuicios de índole
material, gastos – funeral, enterramiento – que han de resarcirse a
quienes los hayan, efectivamente, asumido, ya sean parientes del difunto, ya
no.
La muerte desencadena, también, daños morales,
sufridos por quienes se ven privados de un ser querido, ya sean padres, ya
hijos, pareja de hecho o amigos, incluso, del finado. En ocasiones, la mujer
que vive efectivamente con la víctima es preferida, en lo que a la
indemnización respecta, a la esposa separada de la víctima dicha.
Algunos autores hablan, aquí, de dammage
par ricochet, de daño por
rebote, de daño, incluso, indirecto. Otros hablan de daño
experimentado, directamente, por el pariente o allegado de la víctima, a
consecuencia de la muerte de ésta, daño que genera el derecho a
ser indemnizado, y la acción para exigir la indemnización, iure propio.
Decir, en otro orden de cosas, que los daños pueden
desencadenar, en la víctima de los mismos, un estado de coma. Elena Vicente,
que se ha ocupado del asunto, dice que, éste, es el supuesto más
claro de falta de correspondencia entre el grado de incapacidad funcional -del
100%- y el dolor o procedimiento físico -en principio, inexistente, o,
cuando menos, no constatable-. Con todo, el Tribunal Supremo, en sentencia de
30 de enero de 1990, estableció – por pérdida absoluta de
conciencia, daño moral y lucro cesante – una indemnización
de ochenta y cinco millones de pesetas (alrededor de quinientos diez mil euros)
a favor de una persona que, por descuido del equipo médico y
después de una operación quirúrgica, permaneció
desentubado durante unos minutos, lo cual le originó parada
cardiorrespiratoria, descerebración y coma profundo.
Hasta aquí, mis reflexiones sobre los daños determinantes
de responsabilidad médica, los requisitos de los mismos, sus clases y
algunos de los supuestos más problemáticos y dignos de ser
tomados en consideración.
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