N.
9 – 2010 – Monografie
Mediación, Arbitraje y
Resolución Extrajudicial de conflictos en el Siglo XXI. – II. Arbitraje y
Resolución Extrajudicial de Conflictos. Cordinadores: Leticia García
Villaluenga, Jorge Tomillo Urbina y Eduardo
Vázquez de Castro. Coocordinadora: Carmen Fernández
Canales. Prologo: Vincente Mediavilla. Madrid, Reus, S.A., 2010. ISBN 978-84-290-1624-6
Universidad
Ramón Llull
Barcelona
Sobre
la prevención de los conflictos y el sometimiento a arbitraje de la
superación de la controversia
Sumario: 1. La prevención y la solución de los
conflictos. – 2. La apreciación en
el pensamiento del legislador de la solución de los conflictos mediante
la decisión arbitral. – 3. Las
concepciones sobre el arbitraje: de la consideración civilista de la
figura a su progresiva procesualización. – 4. La creciente tendencia a la profesionalización
del arbitraje.
Las funciones
sociales esenciales del derecho, consistentes en la protección de la
persona en su dignidad y libre desarrollo y en la predisposición en la
pluralidad de la cooperación social, se desenvuelven, a su vez, mediante
diferentes funciones sociales habituales del ordenamiento, como son la de la
prevención y la solución de los conflictos, la de la
legitimación y la delimitación del poder, la de la
igualación de las condiciones de vida y la de la promoción de
ciertos colectivos sociales considerados como más débiles o
vulnerables.
La
función del derecho que se refiere a la prevención y
solución de los conflictos se manifiesta a través de multitud de
mecanismos que configuran una variada diversidad de figuras jurídicas.
Piénsese,
en una breve enumeración y respecto de la prevención de los
conflictos en las normas, bastante abundantes, que tienden a la
conservación de las cosas que han de ser entregadas o restituidas; o
bien en las que permiten tomar medidas encaminadas a evitar posibles
incidencias conflictivas, como las que nos autorizan a deslindar y amojonar los
bienes inmuebles, a cerrar o cercar las heredades o a solicitar la
demolición de los edificios ruinosos o el abatimiento de los
árboles que amenazan caerse; o también en las que nos permiten,
en vista de la preservación de los derechos, solicitar la
exhibición de la cosa mueble que se quiere reclamar, del testamento
otorgado por la persona de quien uno se considera sucesor o de la
documentación y contabilidad de una sociedad o de una comunidad de la
que se es parte como consocio o comunero.
Piénsese
también en las garantías ordenadas a asegurar el cobro o, en
general, la satisfacción de los créditos: en la garantía
personal que suponen la fianza, civil o mercantil, o el aval; en la
garantía real que suponen la prenda, con o sin desplazamiento de
posesión, la hipoteca inmobiliaria, naval o mobiliaria, y la anticresis;
en las garantías consistentes en la llamada cláusula penal o pena
convencional de carácter cumulativo o de carácter liquidatorio o
sustitutorio; en las denominadas arras penales y en el derecho o facultad de
retención posesoria; en la garantía del cobro del crédito
consistente en el precio aplazado de la cosa vendida que se configura mediante
el pacto de reserva de dominio o en la mayor seguridad de la
satisfacción de la deuda a cargo de varias personas mediante la
sujeción de las mismas bajo el esquema de la solidaridad.
Siempre en
relación a la prevención de posibles conflictos tiene particular
interés la predisposición de la prueba de los derechos frente a
la eventualidad de posibles actuaciones de quienes los disputen o los nieguen.
En este aspecto, reviste una importancia fundamental el reflejo documental de
los derechos, en especial mediante la escritura pública notarial
referida a los mismos, que, en el caso de que el documento público
exprese la existencia de un derecho real sobre un inmueble, puede inscribirse
en el registro de la propiedad y alcanzar así el derecho inscrito
oponibilidad frente a cualquier otro que conste en un documento contradictorio,
acaso más antiguo, pero no inscrito.
En orden a la
prevención de posibles conflictos, cabría también recordar
las medidas que se encaminan a salvaguardar los intereses de los menores, de
los incapacitados y de los ausentes o bien a propiciar la administración
especial de que, en evitación de potenciales situaciones de
tensión, pueden ser objeto en ocasiones los bienes hereditarios o los
bienes conyugales.
En lo que
atiene a la solución de los conflictos son de indicar los diversos
mecanismos de autocomposición y de heterocomposición de los
mismos.
Entre los
mecanismos de autocomposición cabe señalar, por su
carácter unilateral, el reconocimiento del derecho ajeno, el
desistimiento de la propia pretensión planteada o la renuncia de la
acción ya entablada — conceptos ambos que pueden englobarse en la
figura general de la renuncia —, así como el allanamiento a la
demanda. Entre los mecanismos de autocomposición de carácter
bilateral deben recordarse la conciliación y la transacción,
acaso facilitadas, sobre todo esta última, con ayuda de la
colaboración de la mediación de quien procura acercar las
posturas enfrentadas de los contendientes con una actividad que sólo
coincide en la nomenclatura con la propia del mediador mercantil.
Los mecanismos
de heterocomposición suponen, en cambio, y como su propia
denominación indica, la intervención de un tercero a quien
corresponde o a quien se confía dirimir el pleito o litigio a que da
lugar el conflicto de intereses, ya sea ese tercero un juez oficial integrado
en el llamado poder judicial y que resolverá el conflicto mediante una
sentencia arreglada a derecho o ya un árbitro o juez privado en quien
los sujetos enfrentados confían o comprometen la solución del
conflicto que les afecta y que resolverá mediante un laudo ajustado a
derecho o dictado en equidad, a elección de los que lo designan para que
solucione el enfrenamiento que les afecta.
En la mente
del legislador — que ya había dedicado al arbitraje los
artículos 1820, sobre el denominado juicio arbitral, y 1821, sobre el
llamado juicio de amigables componedores, del Código civil en su primera
versión y, en los aspectos procedimentales los artículos 790 a
839 de la ley de enjuiciamiento civil de 1881 — el arbitraje es, sin
duda, observado con simpatía en cuanto que, cuando no se puede llegar
entre los contendientes en su enfrentamiento a un «arreglo directo»
del mismo, el arbitraje se inserta, al decir de la exposición de motivos
de la primera ley específica dedicada al arbitraje de derecho privado de
22 de diciembre de 1953, en «zonas de armonía accesibles a
terceros». Como explica esta misma exposición de motivos,
«una experiencia secular ha consagrado la eficacia de dar entrada, en el
cuadro de las figuras jurídicas reconocidas, a esta obra pacificadora de
terceros, que, gozando de la confianza de los contendientes, pueden recibir de
éstos la autoridad necesaria para imponerles una solución
satisfactoria».
El propio
legislador se coloca, desde luego, en esa proclamada perspectiva favorable al
arbitraje, no sólo en el entendimiento de las normas que formula
respecto del mismo sino también en el contexto ideal en que coloca a las
mismas. Así, por ejemplo, el autor de la ahora recordada ley de
arbitrajes de derecho privado de 1953 pensó, al derogar y sustituir las
antes citadas normas del Código civil y de la primera ley de
enjuiciamiento civil, que con la nueva disposición se brindaba
«una solución rápida y satisfactoria de los conflictos en
que (los intereses patrimoniales) pueden verse envueltos», en la
búsqueda de la cual se inscribe, en el pensamiento del legislador, la
efectividad del compromiso arbitral, mediante la intervención judicial,
cuando alguno de los que lo habían suscrito pretendía
desconocerlo o se mostraba renuente respecto de su transcendencia operativa. En
la misma dirección de proporcionar una solución rápida y
satisfactoria de los conflictos, la propia ley pensó que era oportuno
superar, en cuanto al procedimiento, la tradicional diferenciación
entre el que llama arbitraje escrito, realizado en cada uno de sus
trámites ante notario, y la que denomina amigable composición, en
la que el árbitro que juzga según equidad desempeñaba sus
actividades sin exigencia formal alguna salvo la de emitir su laudo ante
fedatario.
La ley
36/1988, de 5 de diciembre, de arbitraje, que derogó y sustituyó
a la anterior, proclamaba que tal disposición se orienta e insiste en la
misma dirección de disciplinar el arbitraje en el intento manifiesto de
que el mismo «pueda constituir una alternativa más accesible y
más eficaz a la acción judicial». Esta segunda ley
específica sobre el arbitraje se propuso superar los inconvenientes que
la legislación anterior había puesto de manifiesto respecto de la
composición de «las controversias que surgen en el tráfico
mercantil», y más «aún para las que surgen en el
tráfico mercantil internacional». Es acaso en función de
superar estas deficiencias y, en todo caso, en orden a propiciar que el
procedimiento arbitral se desenvuelva con rapidez y en lo posible sin excesivos
gastos, por lo que la ley de 1988 establece «que el desarrollo del
procedimiento arbitral se regirá por la voluntad de las partes o por las
normas establecidas por la Corporación o Asociación a la que se
haya encomendado la administración del arbitraje y, en su defecto por
acuerdo de los árbitros», con sujeción, en todo caso,
«a los principios esenciales de audiencia, contradicción e
igualdad entre las partes», estatuyendo, además, siempre en aras
de fomentar la sencillez del procedimiento arbitral y de dar ocasión a
que el arbitraje no se encarezca, que «las partes podrán actuar
por sí mismas o valiéndose de abogado en ejercicio» (art.
21).
En la ley de
1988 se mantiene, por lo demás, la posibilidad de que los contendientes
decidan que el conflicto que les afecta y que someten a arbitraje sea resuelto
«con sujeción a derecho o en equidad» y según el
saber y entender de los árbitros, de modo — lo que es digno de
subrayar en función de la agilidad, rapidez y no encarecimiento del
arbitraje — que «en caso de que las partes no hayan optado
expresamente por el arbitraje de derecho, los árbitros resolverán
en equidad, salvo que hayan encomendado la administración del arbitraje
a una Corporación o Asociación, en cuyo caso se estará a
lo que resulte de sus reglamentos» (art. 4). Es también de notar,
siempre en orden a la sencillez y no encarecimiento del arbitraje, que, en el
caso de que éste sea de equidad, el árbitro, al decir de la ley
de 1988, no habrá de motivar su laudo, que, por el contrario,
«será motivado cuando los árbitros decidan la
cuestión litigiosa con sujeción a derecho» (art. 32.2).
La
ley de 1988 ha sido, a su vez, de nuevo derogada y sustituida por la vigente
ley 60/2003 de 23 de diciembre, de arbitraje, que se propone, sobre todo,
adaptar el régimen jurídico español del arbitraje a la denominada
«ley modelo», de 21 de junio de 1985, elaborada por la
Comisión de las Naciones Unidas para el derecho mercantil internacional
y recomendada por la Asamblea General en su resolución 40/72 de 11 de
diciembre de 1985, así como también en la idea — claramente
expresada por su exposición de motivos — de que la
legislación interior en materia de arbitraje «ha de ofrecer
ventajas e incentivos a las personas físicas y jurídicas para que
opten por esta vía de resolución de conflictos».
En
esta declarada dirección y por lo que se refiere al procedimiento, la
vigente ley de 2003 sigue partiendo, en principio y como explica su
exposición de motivos, «del principio de autonomía de la
voluntad y establece como único límite al mismo y a la
actuación de los árbitros el derecho de defensa de las partes y
el principio de igualdad, que se erigen en valores del arbitraje como proceso
que es». Salvados en tal sentido los principios de igualdad, audiencia y
contradicción (art. 24), «las partes podrán convenir
libremente el procedimiento a que se hayan de ajustar los árbitros en
sus actuaciones», de modo que, «a falta de acuerdo, los
árbitros podrán, con sujeción a lo dispuesto en esta ley,
dirigir el arbitraje del modo que consideren apropiado» (art. 25).
En general,
parece, pues, adecuado pensar que, frente a la complejidad, rigidez y
ritualización del procedimiento por el que se desenvuelve la actuación,
hasta dictar sentencia, de los jueces públicos, el procedimiento
arbitral puede ser más ágil y sencillo en cuanto que, en buena
medida al menos, está diseñado por las partes que se han sometido
a lo que se decida en el laudo dictado por el juez privado. En congruencia con
esta primera idea, parece también lógico pensar que, en
razón de tal sencillez y agilidad, el procedimiento arbitral se
sustanciará más rápidamente que los que se siguen en los
juzgados y que, en consecuencia también de dicha esperada rapidez y
respecto del procedimiento arbitral, habrán de ser escasos los costes
que genere y, consiguientemente, resultará menos caro de lo que
supondría un procedimiento seguido ante los tribunales ordinarios.
Finalmente, y frente a la fácil recurribilidad en apelación de
las sentencias judiciales de primera instancia, el laudo goza de la ventaja de
que es solamente recurrible en unos pocos casos estrictamente tasados.
Esta apreciación
general a propósito de aspectos tan importantes como los indicados en
orden a decidirse los particulares, con la finalidad de superar los conflictos
que les afectan, a comprometer en árbitros la solución de los
mismos, prevalece sin duda en relación a la última de las
indicaciones que se acaban de señalar — asentada definitivamente a
partir de la ley de 1988 — en relación a la tasada recurribilidad
del laudo arbitral, pero acaso no siempre se corresponda con la realidad propia
de la fenomenología del arbitraje en los otros aspectos también
anteriormente sugeridos.
La cuestión radica,
en el fondo, en la postura doctrinal que prepondere respecto de la añosa
discusión que enfrenta a quienes defienden la naturaleza civil o de
derecho material del arbitraje y a los que propenden por sostener que su
naturaleza tiene más bien carácter procesal. La discusión
en sí misma se explica en cuanto que en el arbitraje se conjugan tres
elementos característicos —el convenio arbitral entre los
interesados (art. 9.1) o excepcionalmente la decisión unilateral del
testador (art. 10), el contrato que se ha calificado de dación y
recepción del arbitraje entre las partes interesadas y el árbitro
que obliga a éste a emitir el laudo vinculante para aquéllas
(arts. 11 y 16) y el procedimiento arbitral — de los cuales los dos
primeros son claramente de naturaleza civil y el tercero participa sin duda de
un carácter procedimental.
En función de que se
prime el primer aspecto, según la propensión de los civilistas, o
el segundo, según la inclinación de los procesalistas, el punto
de vista doctrinal adoptado no dejará de repercutir en el planteamiento
disciplinar de la regulación del arbitraje y, en definitiva, de
propiciar en la práctica que se consigan en mayor o menor medida
aquellos entendimientos sobre la transcendencia de la mecánica del
arbitraje — sencillez, agilidad y economicidad — en que con
frecuencia muchas veces se piensa en el momento de decidir el sometimiento de
un conflicto a la decisión de unos jueces privados en lugar de solicitar
la actuación de los jueces ordinarios o públicos.
Los civilistas, como se ha
indicado, propenden a considerar al arbitraje, en la línea de una
tradición doctrinal secular, como una institución de
carácter material y, en efecto, cabría aducir, sobre la base de
la legislación vigente, una serie de argumentos textuales que
sufragarían directamente tal orientación.
Sería de subrayar, en
primer lugar, que, a diferencia de lo que ocurre en el caso de que la
solución del conflicto esté deferida a los jueces oficiales
— que están, por su propia cualificación, investidos de la
potestad jurisdiccional, la cual les corresponde en exclusiva en razón
del oficio público que socialmente desempeñan (arts. 117.3 Const.
y 2 de la ley orgánica 6/1985, de 1 de julio, del poder judicial)
—, la actuación transcendente de los árbitros o jueces
privados tiene, en cambio, una base estrictamente contractual, en cuanto que
depende y se justifica, directa y exclusivamente, por la decisión,
puramente voluntaria, expresada por las partes en el convenio arbitral
concluido entre ellas y, por consecuencia complementaria, del contrato de
dación y aceptación del arbitraje con que dichas partes
contendientes, previamente convenidas en someter sus diferencias al juicio del
árbitro, se conciertan con éste para confiarle la solución,
vinculante para ellas, de sus encontradas pretensiones.
Esta idea básica de
la ausencia en el árbitro de potestad jurisdiccional trasciende en
multitud de significativos aspectos y se refleja
tanto en la propia estructura del arbitraje como en las posibles consecuencias
de las actuaciones del árbitro. Así, por ejemplo y al igual que
ocurre con la libertad de contratación, que tiene sus límites en
la ley, en la moral y en el orden público (art. 1255 Cc.), el arbitraje
sólo podrá recaer sobre aquel ámbito potencial que la ley
consiente y que se restringe únicamente a los conflictos denominados
arbitrables o susceptibles de arbitraje y que son «las controversias
sobre materias de libre disposición conforme a derecho» (art.
2.2). De manera bien autorizada se ha notado a este respecto, como
índice significativo del carácter material o sustantivo del
arbitraje y de su naturaleza civil, que la capacidad y legitimación para
comprometer o deferir el conocimiento de la controversia al árbitro es
precisamente la de disponer y no la capacidad y legitimación para
comparecer en juicio, de la que la capacidad y legitimación para
disponer está alternativa y claramente diferenciada.
Desde otro
punto de vista, el hecho de carecer el árbitro de poder jurisdiccional
— no obstante corresponderle el cometido, privadamente conferido, de
juzgar — le veda la posibilidad de constreñir a comparecer en el
procedimiento arbitral a los testigos propuestos por las partes y por él
aceptados, de modo que, a diferencia de lo que ocurre en este aspecto con el
juez, que está dotado de jurisdicción, el árbitro
habrá de recabar, en su caso, la asistencia judicial,
colaboración de los tribunales que igualmente habrá de reclamar,
cuando sea necesario, respecto de cualquier otra incidencia en relación
a la práctica de la prueba (art. 8.2).
Por la misma
razón de no tener el árbitro potestad jurisdiccional y sí
puramente el poder de dirimir la controversia que le han confiado los
interesados, no le alcanza tampoco la función de hacer «ejecutar
lo juzgado» a que se refiere el citado art. 117.3 de la
Constitución, de manera que, para la ejecución forzosa del laudo,
habrá de acudirse al juzgado de primera instancia del lugar en que se
haya dictado el laudo y proceder de acuerdo con cuanto previene la legislación
procesal (art. 8.4).
Cabe
señalar, por lo demás, que, de consecuencia con la
posición que jurídicamente conviene al árbitro, el
incumplimiento o el defectuoso cumplimiento del encargo que tiene asumido
dará lugar a una responsabilidad de carácter contractual,
mientras que, en cambio, la responsabilidad que, en su caso, recaiga sobre el
órgano judicial por causa de su defectuosa actuación será
de naturaleza extracontractual.
Todo
ello es, sin duda, perfectamente aducible en defensa del carácter
material o civil del arbitraje.
En la
actualidad, sin embargo, puede de todas formas observarse un claro y progresivo
deslizamiento de la disciplina positiva hacia la concepción procesalista
del arbitraje, inclinación que se produce de una manera ciertamente
sutil, seguramente aconsejada por el prestigio que los juristas suelen atribuir
a los planteamientos doctrinales tradicionales, pero inclinación, acaso
inducida por más inmediatas solicitaciones propias del modo de pensar de
los operadores prácticos del derecho o por los concretos intereses
gremiales de ciertos colectivos de profesionales del foro, que se manifiesta a
través de indicios no poco reveladores.
Dejando aparte
el significativo hecho, de por sí bastante indicativo, de que la propia
ley de arbitraje de 2003 se refiera, en su exposición de motivos y a
propósito del respeto a los principios de defensa de las partes y de
igualdad de las mismas, a los «valores fundamentales del arbitraje como
proceso que es», debe especialmente subrayarse que, aunque se insista en
la disciplina positiva en que el procedimiento arbitral se desenvolverá
por los cauces señalados por la libre determinación de las partes
y, en su caso, del árbitro a cuya decisión las misas se han
sometido, esa reiterada libertad a favor de la voluntad de las partes o del
criterio del árbitro, que se hace resplandecer en la normativa positiva,
se encuentra, de todas formas, limitada por el hecho de que tal voluntad y tal
criterio deben sujetarse «a lo dispuesto en esta ley», la cual
contiene concretas referencias a la demanda, a la contestación y a su
modificación y ampliación (art. 29), a la forma — en
audiencia o por escrito — de la presentación de alegaciones, de la
práctica de pruebas y de la emisión de conclusiones, y a la
práctica de citaciones y traslados a las partes (art. 30), así
como a los trámites relativos a las actuaciones de peritos y a la
aportación de sus dictámenes (art. 32). Todos estos conceptos se
han extraído, como es obvio, de la legislación procesal civil y su
alcance e implicaciones habrán de ser determinados, no sólo en
razón de que las normas se interpretan según el contexto
sistemático en que se insertan (art. 3.1 del Cc.) sino también en
razón de que dicha interpretación se habrá de desenvolver
con arreglo a los parámetros hermenéuticos que son propios del
entendimiento de la normativa procesal de que dichos conceptos provienen.
Otro indicio,
aparentemente menor — en cuanto que disimulado por su
manifestación semántica — pero bien expresivo del
deslizamiento de la concepción del arbitraje hacia su configuración
como una institución procesal, atañe a la relación del
laudo arbitral con la cosa juzgada. En la anterior ley de arbitraje de 1988 se
expresaba que el laudo arbitral firme «produce efectos idénticos a
la cosa juzgada» (art. 37), pronunciamiento legal que consentía,
desde luego, destruir la argumentación a favor de la naturaleza
jurisdiccional o procesal del laudo en razón de no entrañar el
mismo sino por asimilación eficacia de cosa juzgada, por cuanto que, en
dicha dicción legal, el laudo produciría «efectos
idénticos a la cosa juzgada», pero no, como correspondería
a una expresión avaladora de la tesis procesalista, directamente los
«efectos de la cosa juzgada». La fórmula de la ley de 1988,
que la doctrina civilista aprovechaba para defender la naturaleza no procesal o
jurisdiccional del laudo, ha sido significativamente corregida en la vigente
ley de 2003, cuyo art. 43 establece ahora que «el laudo firme produce
efectos de cosa juzgada».
Es claro que
la orientación procesalista del arbitraje no puede, en primer lugar,
dejar de influir, a través de su potencial reflejo disciplinar, sobre
las modalidades concretas del desenvolvimiento práctico del mismo y
sobre el procedimiento a través del cual el arbitraje se desarrolla;
que, en segundo lugar, esa orientación puede traducirse en un incremento
de la profesionalización del procedimiento arbitral y, en general, del
arbitraje en sus diversos aspectos; y, en tercer lugar, que todo ello, a lo que
sin duda también contribuyen otras normas e iniciativas, puede favorecer
el perfeccionamiento, desde el punto de vista funcional de la figura del
arbitraje, pero siempre que a la vez se sortee el riesgo de que con ello se
difuminen las ventajas de sencillez, agilidad, rapidez y economicidad que
habitualmente cabe esperar del arbitraje.
Nuestro legislador, después de suprimir la
diferenciación entre el primitivamente llamado juicio arbitral o
arbitraje escrito o de derecho y el inicialmente denominado juicio de amigables
componedores o arbitraje irritual o de equidad y de unificarlos en un solo tipo
desde la ley de arbitraje de derecho privado de 1953, ha oscilado en sus
planteamientos en cuanto a preferir que la solución del juicio arbitral
se fundamente en derecho y de acuerdo con las normas aplicables al caso
controvertido o en equidad y únicamente con sujeción al leal
saber y entender del árbitro designado.
El arbitraje de derecho fue el preferido por la ley de 1953, cuyo art.
4.3 establecía que «se entenderá que las partes optan por
un arbitraje de derecho cuando nada dijeran en contrario». En cambio, el
legislador de 1988, después de muchos años de mantenerse sin
cambios la anterior ley, modificó radicalmente su criterio y, a la vista
de la experiencia aplicativa de la norma precedente, modificó
completamente la solución acogida en ella y estatuyó en su art.
4.2 que, «en caso de que las partes no hayan optado expresamente por el
arbitraje de derecho, los árbitros decidirán en equidad».
La vigente ley de arbitraje de 2003 ha cambiado de nuevo su orientación
sobre esta importante cuestión y regresado a la solución de 1953,
al ordenar de manera y con expresión particularmente tajantes que
«los árbitros — según conmina su art. 34.1 —
sólo decidirán en equidad si las partes los han autorizado
expresamente para ello», con norma que en su rotundidad recuerda el
redactado del art. 3.2 del Código civil en relación a la
resolución judicial basada exclusivamente en la equidad.
Vale la pena señalar, como índice de la tendencia
procesalista o judicialista de la concepción del arbitraje — que
no debe olvidarse nunca que es una forma de administrar justicia alternativa a
la oficial —, que en la exposición de motivos de la vigente ley de
2003 se razona el cambio de orientación por el que se decide ahora el
legislador alegando, de manera excesivamente desenvuelta, que «la
preferencia por el arbitraje de derecho en defecto de acuerdo de las partes es
la orientación más generalizada en el panorama comparado»,
continuando indicando dicha exposición de motivos, con
argumentación harto artificiosa, que «resulta, además, muy
discutible que la voluntad de las partes de someterse a arbitraje, sin
más especificación, pueda presumirse que incluya la de que la
controversia sea resuelta en equidad y no sobre la base de los mismo criterios
jurídicos que si hubiere de resolver un tribunal». Con mucha
mayor razón se podría argumentar, en sentido contrario, que, si
los tribunales resuelven necesariamente en derecho, los que huyen de los
tribunales y acuden al arbitraje sin precisar el criterio que debe guiar a los
árbitros están más bien pensando en que éstos
resuelvan, a diferencia de los jueces públicos cuyo juicio rechazan, en
equidad. Resolución equitativa sin duda más delicada en cuanto a
su motivación por el árbitro, pero que podría aligerar la
tramitación y dar mayor rapidez y economicidad — ventajas que
presumiblemente pretenden quienes recurren al arbitraje — al
procedimiento arbitral.
Parece adecuado, en el arbitraje de derecho, que los jueces privados
que deben juzgar con arreglo a él puedan entender perfectamente las
normas jurídicas, y tal conveniencia se ha tenido en cuenta de manera
continuada — y a veces de manera excesivamente radical — por
nuestro legislador, que ha considerado necesario que tales árbitros
fueran «letrados que ejerzan la profesión» (art. 20.1 de la
ley de 1953), que sean «abogados en ejercicio» (art. 13.2 de la ley
de 1988) o bien que sean asimismo letrados adornados de «la
condición de abogados en ejercicio» (art. 15.1 de la ley de 2003).
Esta última norma de la vigente ley precisa ahora, sin embargo, que tal
exigencia de carácter profesional puede ceder por «acuerdo expreso
en contrario», lo que permite que las partes decidan designar, en el arbitraje
de derecho, jueces privados que sean acaso experimentados en derechos pero que
no ejerzan la profesión de abogado — como pueden ser letrados
actualmente no ejercientes o juristas en general — o incluso personas que
no sean juristas pero que, por su dedicación profesional, estén
en condiciones de resolver la controversia con arreglo a derecho.
Piénsese, sin ir más lejos, que es tradicional en el derecho
francés que de los tribunales de comercio, integrados en el poder
judicial, forme precisamente parte un comerciante inscrito como tal.
El elemento de discernimiento que se prefiera legislativamente
—la norma jurídica o el leal saber y entender del árbitro
— repercuten en la práctica no sólo en la
cualificación del árbitro sino también en las modalidades
de la comparecencia. Aunque, por ejemplo, el art. 21.3 de la ley de 1988,
aplicable lo mismo a los arbitrajes de derecho que a los de equidad,
disponía que en el procedimiento arbitral «las partes
podrán actuar por sí mismas o valerse de abogados en ejercicio»
— cuestión sobre la que significativamente calla la vigente ley de
2003 —, parece lógico pensar que, si el árbitro ha de ser
en el arbitraje de derecho abogado en ejercicio, preferirán las partes
que les defienda ante él otro letrado que tenga la misma
condición, incentivándose así la profesionalización
del arbitraje.
Esta circunstancia de la profesionalización del arbitraje se ha
visto seguramente incrementada por la aparición de las entidades
—Corporaciones de derecho público o asociaciones y entidades
sin ánimo de lucro — a las que se pueden encomendar la
administración del arbitraje y la designación de los
árbitros, a las que se refrió por primera vez la ley de arbitraje
de 1988, en su art. 10, y se refiere ahora, por referencia al llamado arbitraje
institucional, la vigente ley de 2003, en su art. 14, en cuanto que en dichas
entidades, al menos en nuestro país, participan activamente agrupaciones
o entidades colegiales o asociativas de abogados.
Sin duda, la profesionalización del arbitraje ha de mirarse con
la mayor simpatía en cuanto que de ella derivará un más
perfecto desenvolvimiento de la actividad arbitral y, consecuentemente, un
incremento de su funcionalidad. Mas, como se ha creído oportuno sugerir
antes, estas bondades que se pueden derivar de la profesionalización del
arbitraje en modo alguno habrían de disminuir las ventajas que siempre
se han considerado connaturales al mismo, de sencillez y brevedad y de no
comportar gastos significativamente cuantiosos. Además de procurarse
evitar los riesgos de que la propia profesionalización del arbitraje
complicase el desenvolvimiento del procedimiento arbitral, sería
oportuno promover la idea de que las instituciones arbitrales, que en el caso
de ser asociaciones u otras entidades lo son sin ánimo de lucro,
recibieran importantes ayudas de los poderes públicos — si es que
de veras se quiere propiciar el arbitraje como mecanismo alternativo a la
actuación de jueces y tribunales — que determinasen que en
ningún caso hubieran de soportar tasa alguna, ya suprimida en la
justicia oficial, los ciudadanos que acuden a tales instituciones
administradoras del arbitraje para solucionar las controversias que les
enfrentan y por razón de las necesidades de funcionamiento de dichas
beneméritas organizaciones.
De no sortearse los riesgos, aquí someramente esbozados de que
el arbitraje privado no se sustancie mediante un procedimiento sencillo,
ágil, rápido y barato, sólo se resolverán a
través del mismo controversias de relevante o importante cuantía
y no se animará a que acudan a él los particulares para solventar
sus controversias más corrientes, desvirtuándose así, en
la práctica, la idea del legislador de que los ciudadanos se aprovechen
de una institución que el propio autor de las leyes considera
útil y socialmente beneficiosa.