N. 5 – 2006 – Tradizione
Romana
Liana
Simón Otero
Universidad de Pinar del Rio
Cuba
Legitimidad del poder, soberanía popular y poder negativo en Cuba. Propuestas desde la perspectiva
iuspublicista romano-latina[1]
1. Introducción.
– 2. Las dos caras del dios
Jano: “potestas” y “auctoritas”. – 3. Soberanía popular y poder negativo. – 4. La revolución cubana en el poder:
la búsqueda y consolidación de su legitimidad. – 5. La renovación permanente de la
legitimidad: necesidad estratégica para Cuba. – 6. Propuestas perfeccionadoras para Cuba
desde la perspectiva iuspublicista romano-latina. – 7. Bibliografía.
En el mundo de los fenómenos políticos
por excelencia - que son los fenómenos o situaciones del Poder –
los términos consensus y
oposición, creencias y coacción, autoridad y poder, son
términos de difícil – o imposible –
separación. Es que aunque el Poder es autoridad – que se relaciona
directamente al logro de la legitimidad – también es posibilidad
de recurrir al uso de la fuerza como última ratio para imponer sus decisiones cuando y donde tropiece con
oposiciones.
Pero independientemente de la verdad evidente de que
la autoridad exige siempre obediencia, por lo que se nos presenta
comúnmente como una compleja mezcla de poder y violencia difícil
de digerir; sin embargo, la esencia del debate iusfilosòfico se centra hoy en la legitimidad del Poder.
La legitimidad es, en consecuencia, uno de los
problemas esenciales de
Es importante comprender y aprehender que la
legitimidad afecta directamente al propio origen del Poder y a las diversas
formas de su ejercicio, de forma tal que no sería aventurado –
aunque sí arriesgado – afirmar que lo segundo – el Poder
– es una consecuencia y no la causa de lo primero – la legitimidad.
Entonces, el Poder no debe ser un
“simple” y “sencillo” hecho material, que se imponga o
pueda imponer a todos contra su propia voluntad y violentando su consenso, ya
que –por el contrario- debe vincularse, ante todo, a las ideas, creencias
y representaciones colectivas para legitimarse. Ante todo, porque de la
legitimidad de un régimen económico-político-social
dependerá, con mucho y esencialmente, la propia estabilidad, permanencia
y perdurabilidad del mismo.
Ahora bien, también es importante tener en
cuenta que: cada forma de Poder Político se basa en una clase de
legitimidad[4].
Dicho de otro modo, las diferentes formas de Poder político, las
diversas manifestaciones jurídicas del Estado y las distintas
estructuras políticas del mismo tienen su propia, característica
y singular legitimidad, que a su vez constituye e integra la base justificativa
y el fundamento de las disímiles modalidades en que se concreta dicho
Poder político.
Este análisis, claro que sí, es
también válido y necesario para Cuba, independientemente de que
cuando se trata de esta Isla – tan polémica y polemizada –
se desaten todas las pasiones – las filias y las fobias –, muestra
fehaciente de que, al menos, la obra de la nación cubana, de su pueblo,
de sus hombres y mujeres, no pasa inadvertida para muchas personas de
disímiles latitudes, credos políticos, creencias religiosas,
filosofías, culturas, color de la piel y género.
Sirva el presente trabajo como contribución al estudio de la
legalidad y legitimidad del ejercicio del Poder público político
en Cuba, desde la perspectiva democratizadora y paradigmática del modelo
constitucional republicano romano latino. Sus pretensiones son modestas pero
altruistas: abogar por el derecho del pueblo cubano a legitimar soberanamente,
por sí y ante sí, el Poder político que emane de su
voluntad, sin injerencia extranjera ni uso de la fuerza contra él, o
amenaza del uso de la misma, desde el exterior, por cualquier país o
grupo de países.
Como bien apuntara el Profesor Sánchez
Agesta: «No hay poder sin obediencia … Mandar y obedecer son los
elementos internos en que se resuelve la acción de poder, y están
tan íntimamente ligados entre sí, que recíprocamente se
engendran… No manda quien quiere, sino quien puede, quien encuentra
obediencia…»[6].
Apuntamos nosotros que, dicho de otro modo, al poder
le es consustancial la legitimidad como antídoto a la dictadura y al
abuso de su ejercicio. En consecuencia, el Poder no es sólo potestas, o simple capacidad efectiva de
hacerse obedecer, sino que además debe ser expresión de auctoritas, es decir, legitimarse como
título o derecho que faculta para exigir una obediencia.
Sobre el particular afirmó Juan Ferrando
Badía: «La autoridad subraya un título o derecho. Frente al
poder, que es una mera realidad de hecho,
… la autoridad representa el título
o derecho a exigir esa
obediencia, es decir, la autoridad apunta directamente al título de
legitimidad del poder»[7].
Pero, insistimos, el Poder también tiene
siempre un componente de coacción,
una cierta dimensión
corpórea, es una expresión
material que se puede ver y tocar,
siendo estas manifestaciones la consumación de la potestas, claramente sustentada en el ejercicio de la fuerza.
Consecuentemente con ello, toda auctoritas
(autoridad), en tanto y en cuanto implicará siempre una determinada
capacidad y posibilidad efectiva y material de hacerse obedecer,
entrañará asimismo potestas.
Lo que caracteriza la contemporaneidad, cada vez
más, es que la autoridad sea ante todo expresión de un poder legitimado, «poder capaz de
obtener obediencia sin el recurso inmediato a la fuerza; lo que es decisivo en
el concepto es precisamente esta vertiente del logro de la obediencia»[8].
Por lo tanto, concluye Murillo Ferrol, un Poder
político es considerado como legítimo «en tanto que obtiene
obediencia sin necesidad del recurso a la fuerza, de una manera
institucionalizada y normalizada. Lo cual supone que los hombres le obedecen
[al poder] por referencia a algún valor comúnmente aceptado, que
forma parte del consensus»[9].
Aquí sale a luz una característica
principalísima de la autoridad política constituida
democráticamente: el consensus.
Entendido como «el acuerdo que existe en una sociedad dada en torno a sus
estructuras, jerarquías… autoridad»[10].
Es por ello que podemos afirmar que el consensus logrado en torno al ejercicio
de un Poder político dado es manifestación contrastable de su legitimidad.
Entonces, es válido concluir que la autoridad política es
directamente proporcional al consensus
logrado, siendo mayor aquélla cuando éste aumenta.
En definitiva, consensus
y legitimidad se implican, ya que el consensus
«es la proyección subjetiva – el reverso – de la
legitimidad»[11]. Tal y como lo expresó Duverger, el consensus «es el acuerdo –
más o menos completo – que existe en una determinada sociedad
sobre sus estructuras, jerarquía, orientación, etcétera.
El acuerdo sobre la autoridad, los gobernantes, sobre el poder es evidentemente
uno de los elementos fundamentales del consensus»[12].
Sin lugar a dudas, este consensus político implica un acuerdo concordante, al menos,
sobre la organización política de la comunidad y sobre el sistema
jurídico y dinámica política interna del Estado,
así como de sus métodos de actuación[13].
En consecuencia, es la legitimidad por el consensus que otorga auctoritas la aspiración
última y suprema del Poder, ya que cuando quien manda se hace obedecer,
no por el burdo uso de la fuerza – o la violencia –, sino mediante
el logro del consensus de los
ciudadanos, nos hallamos – sólo entonces- ante un Poder
legítimo, emergente de la auctoritas,
y no impuesto por la mera potestas
sustentada en la coacción y represión – legal y necesaria,
en ocasiones, por ser consustancial al Poder- no deseable en un ejercicio
democrático del mismo.
Ahora bien, como nos apuntó Lipset «el
concepto de legitimidad implica una creencia popular en el valor social de las
instituciones existentes, así como en la capacidad del régimen
para asegurar la conservación de esta creencia»[14].
Al respecto Ferrero planteó que «un
gobierno es legítimo si el poder es atribuido y ejercido según
principios y reglas aceptadas sin discusión por aquellos que deben obedecer…
un principio de legitimidad no está jamás aislado…,
armoniza siempre con las costumbres, cultura, religión, intereses
económicos de una época»[15].
En definitiva, resumamos afirmando que la
legitimación se refiere a la concordancia del Poder con los anhelos,
aspiraciones, necesidades e imaginario colectivo de una comunidad humana.
Sólo cuando el Poder logra encarnar y representar los principios,
estructura deseada y fines perseguidos por la voluntad manifiesta de la
comunidad, puede ser además de legal
un Poder también legítimo,
o sea, convertirse en un Poder aceptado por consenso de los gobernados.
Sobre democracia se ha teorizado mucho a lo largo del tiempo, pero opinamos
que si vamos a referirnos de alguna forma al tema, es acertado e indispensable
basarnos en la interpretación que de la «democracia de los
antiguos» de
Un modelo democrático, según Rousseau y nosotros junto a
él, se basa en la democracia directa – «el pueblo participa
de manera continua en el ejercicio directo del poder»[16] -, la soberanía popular inajenable e indivisible y el control por
parte del pueblo del poder estatal. A tenor de este paradigma, la ausencia o limitación
de uno de estos pilares ataca directamente el modelo democrático, ad integrum, de la sociedad.
Refiriéndonos específicamente a la soberanía popular
es esencial partir de que la soberanía es la facultad de decidir sin
influencias externas, y corresponde a todos los ciudadanos y a cada uno de
ellos, no al estado o la nación. La soberanía es el poder de la
voluntad general, la posibilidad de que esta obligue, y sea quien determine.
El poder se encuentra en manos del pueblo, que es el único que puede
decidir sus asuntos por suyo propios, sin verse sometido a otro pueblo ni a
ningún Estado. Con tino expresó Rousseau: «Pero el cuerpo
político o el soberano, como que reciben su ser de la santidad del
contrato, jamás pueden obligarse, ni aún con respecto a otro, a
cosa alguna que derogue este primitivo acto, como sería enajenar alguna
porción de sí mismo, o someterse a otro soberano. Violar el acto
en virtud del cual existe, sería anonadarse, y la nada no produce
ningún efecto»[17].
Como esta soberanía, este poder, pertenece al pueblo y solo a
él, pues no puede enajenarse: «no siendo la soberanía
más que el ejercicio de la voluntad general, nunca se puede enajenar, y
que el soberano que es un ente colectivo, solo puede estar representado por
sí mismo»[18]. En consecuencia, sería completamente ilegítima cualquier
decisión o acto que se tomara o ejecutara y que fuera ajeno o contrario
a la voluntad popular.
No se pueden elegir representantes, porque se estaría cediendo algo
que solo el pueblo puede detentar: «no puede ser representada [la soberanía] por la misma razón de ser inalienable, consiste esencialmente en
que la voluntad no se representa, es una o es la otra»[19]; solo deben designarse mandatarios políticos, personas que son
elegidas directamente por el pueblo, que le rinden cuenta y que, en caso de que
se alejen de los presupuestos del mandato, puedan ser revocados en cualquier
momento del período de ejercicico de la función pública.
La soberanía tampoco se puede dividir, porque constituye el poder de
toda la población, no de grupos, clases o segmentos de la sociedad:
«por la misma razón que la soberanía no se puede enajenar,
tampoco se puede dividir; pues o la voluntad es general o no lo es: o es la
voluntad de todo el pueblo o tan solo la de una parte. En el primer caso, la
declaración de esta voluntad es un acto de soberanía y hace ley;
en el segundo, no es más que una voluntad particular, o un acto de
magistratura y cuando más un decreto»[20].
El pueblo, por lo tanto, constituye la única fuente legítima
y legitimadora de poder y puede ejercitar su mandato soberano de varias formas.
Al respecto Pietro Bonfante sostiene que la soberanía tiene un lado
positivo y otro negativo. El primero consiste en la forma común y
corriente que tiene el pueblo de participar en las decisiones del Estado, un
ejemplo claro sería a través de las elecciones; y el lado
negativo, entendido como mecanismo de control popular del poder estatal,
sería un elemento fundamental en cualquier sistema político
democrático, ya que contribuye a recordar a los mandatarios del pueblo
que no deben olvider cual es su función, la que depende, única y
exclusivamente, de la voluntad general; ello se concreta en el denominado, por
la doctrina iuspublicista, “poder negativo”, inspirado en el poder
de veto que tenía el tribunado romano – la intercessio –, el que nada podía hacer y todo lo
podía impedir.
Este poder negativo no solo se realiza de esta forma, sino que tiene otras
maneras de manifestarse, es por eso que el ilustre profesor Pierangelo
Catalano, ampliando lo ya expresado por Bonfante, manifiesta que existe un
poder negativo directo, refiriéndose al poder ejercitado por los
ciudadanos, sin intermediarios, como sería la secesión, la
huelga, es decir el derecho de resistencia del que hablara Rousseau, y que el
poder negativo entendido como poder de veto se denominaría poder
negativo indirecto.
Si analizamos el poder de veto de forma general, como la facultad de
impedir la realización de un acto, una política o la puesta en
vigor o aplicación de un acto normativo, nos damos cuenta de que
pudiéramos verlo desde dos puntos de vista. Este poder negativo
indirecto puede ser ejercido a través de mecanismos ya implementados
dentro del sistema político y, entonces, la hipótesis de una
norma contemplaría determinado hecho que, de realizarse, traería
como consecuencia, por ejemplo, consultas populares obligatorias para el
Estado. En estos casos no es indispensable para iniciar el mecanismo la
acción o recurso de los ciudadanos.
Sin embargo el poder negativo indirecto también puede realizarse por
iniciativa popular, según las circunstancias histórico concretas
existentes en un contexto político dado. El pueblo, en dependencia de la
situación y percepción, puede querer decidir una cuestión
en determinado momento, por su trascendencia, y después ésta no
ser tan determinante, e inclinarse, entonces, el soberano, por otra[21]; ante este supuesto, esto podría hacerse mediante consultas
populares obligatorias cuando son requeridas de coadyuvante, a través de
una solicitud de referendo o de plebiscito[22].
Las instituciones de tipo tribunicias contemporáneas no pueden
acogerse a la misma práctica funcional que su predecesora el Tribunado
de
Además, la soberanía popular supone que es el pueblo, reunido
en asamblea, el que debe, en forma directa, ratificar las leyes, las cuales,
preferentemente, deben ser aprobadas por unanimidad. Por supuesto que en
nuestro días dicha forma no es viable, el número de
población no lo permite, pero esto no significa que las leyes deban
promulgarse sin el consentimiento de la población, lo importante es
buscar nuevas vías, otros caminos para llegar al mismo fin, y uno puede
ser a través de la consulta popular.
La consulta popular es una encuesta general, una votación oficial,
donde es solicitada la opinión del electorado, puede ser obligatoria,
cuando tiene carácter vinculante, o no obligatoria, cuando es solo
consultiva, y tiene dos modalidades: el plebiscito y el referendo.
El plebiscito es una
petición de aprobación de las políticas generales de
gobierno y se debe utilizar para que se pronuncie el cuerpo electoral en
relación a un hecho, acto político o medida de gobierno. El plebiscito no debe utilizarse para
cuestiones constitucionales o legislativas. Para estos aspectos queda reservado
el referéndum, que
según Butler y Ranney puede ser:
a) El referéndum controlado por el gobierno[23]: En este caso, los gobiernos tienen un control casi total de las
modalidades de aplicación de la consulta popular. De esta manera,
deciden si se debe realizar el referéndum, la temática de la
consulta y su fecha. También tienen la responsabilidad de formular la
pregunta. Asimismo, ejercen la facultad de decidir cuál es la
proporción necesaria de votos para que la mayoría sea suficiente
y si el resultado ha de ser considerado como obligatorio o indicativo.
b) El referéndum exigido por
c) El referéndum por vía de petición popular: En este
caso, los votantes pueden formular una petición exigiendo que ciertas
leyes adoptadas por el gobierno sean sometidas a la aprobación de los
electores. Cuando la petición reúne ciertos requisitos (determinado
número de firmas, por ejemplo), la o las leyes tienen que someterse a
referéndum. Si resultan rechazadas no pueden ser promulgadas, cualquiera
que fuese la voluntad del gobierno al respecto.
d) La iniciativa popular: Los votantes pueden formular una petición
para obligar a que ciertas medidas no contempladas en la agenda legislativa del
gobierno sean sometidas a la aprobación directa del electorado. En el
caso de que la medida sea aprobada en referéndum tendrá fuerza de
ley, aunque el gobierno se oponga[24].
La revolución cubana triunfante el 1 de enero de 1959 tampoco, ni
con mucho, ha escapado del debate sobre la legitimación
democrática del poder y la permanente búsqueda de la misma en la
práctica institucional, jurídica, sociológica y
política.
Además, este debate teórico y
ejercicio práctico se produce en un contexto de ruptura con la
legitimidad anteriormente existente en el país – quebrantada por
el hecho revolucionario violento y traumático – y de
exacerbación de las contradicciones – ya históricas –
existentes entre Cuba y los Estados Unidos de América[25].
Sobre este trascendental hecho histórico
afirmó el Profesor Hugo Azcuy: «Se ha dicho que la diferencia específica
del caso cubano respecto a los países socialistas del Este europeo
está en que
Profundicemos sobre el particular. Ante todo debemos
apuntar que, a nuestro entender, nunca antes en la corta historia republicana
del país, había sido tan profunda y evidente la pérdida de
legitimidad del ordenamiento sociopolìtico cubano como en los
años finales del Gobierno de Fulgencio Batista[27].
Con su golpe de Estado del 10 de marzo de 1952,
Batista despojó a los partidos políticos de su campo de
acción y éstos permanecieron inermes ante el Presidente - Tirano,
quien los manipuló a su antojo, como regla general. Desde el quinto
año del régimen batistiano (1956), con la anecdótica
excepción del expresidente Grau San Martín y su Partido
Auténtico, fue ostensible y notoria la falta de presencia de los
partidos tradicionales en el escenario nacional, lo que devino definitivo y
permanente a partir del 1 de enero de 1959 con el triunfo de la
revolución[28].
Es así que la revolución cubana emerge
como elemento esencial del consenso y expresión de la capacidad de
resistencia del pueblo cubano frente a las adversidades sufridas, lo que pone
de manifiesto un elemento significativo de la historia concreta en que se
engarza todo proceso revolucionario legítimo, al responder al imaginario
colectivo de necesidades identificadas y compartidas por la mayoría de
la sociedad.
Entonces la revolución cubana, que constituyó
una solución de ruptura violenta del viejo orden institucional, se
lanzó a la construcción de su legitimidad distintiva. Recordemos
al respecto la concluyente afirmación del Profesor Ferrando
Badía: «Cuando se produce una ruptura de legitimidades para que el
régimen creado logre la confianza de los ciudadanos necesita crear su
propia legitimidad»[29].
La legitimidad de la revolución triunfante el
1 de enero de 1959 en Cuba se fundamentó en la teoría de la revolución como fuente de Derecho, de
larga data y amplio reconocimiento, ya que como apuntara el Profesor
Fernández Bulté: «Es que, quiérase que no, la
legitimación de la misma sociedad que generó lo más
conspicuo del pensamiento jusfilosófico, es decir, la sociedad burguesa
moderna, nace de un acontecer fáctico descarnado y violento: las grandes
revoluciones burguesas de los siglos XVIII y XIX. De ahí que incluso la
teoría de la revolución como fuente de Derecho sea admitida casi
indiscutiblemente entre todos los autores, pasando por George Meyer; Anschuz; los
seguidores de la teoría política francesa, entre otros Gradu y
Smein; cruzando por el mismo Kelsen; y concluyendo con hombres como Max Weber,
E. Lederer y A. Vierkan»[30].
De este modo Cuba vivió entre 1959 y 1976 un
período de provisionalidad institucional “santificado” y
“arropado” bajo el manto de la legitimación por efectos de
la acción revolucionaria. Esta insólita duración de casi
dieciocho años para algo considerado provisional, período donde
los conceptos de transitoriedad y emergencia adquirieron, con
contradicción evidente, una presencia continua que los convirtió
en características permanentes de la sociedad cubana de la época,
sin embargo, curiosamente, no es hoy el objeto principal de cuestionamiento de
legitimidad que se formula al Gobierno cubano.
Pero a esta provisionalidad
fundada – debidamente, en nuestra opinión – en la
revolución como fuente de derecho y legitimidad[31], le dio continuidad histórica legitimadora
el referendum del 15 de febrero de
1976. Por el mismo se convocó a las urnas para aprobar o no la primera
Constitución socialista en toda la historia del país[32] y los datos sobre los resultados del mismo hablan
por si solos, dada su contundencia[33]:
Electores registrados |
5 717 266 |
100% |
Votaron |
5 602 973 |
98% |
Votos afirmativos |
5 473 543 |
97,7% |
Votos negativos |
54 086 |
1,0% |
Votos en blanco |
44 221 |
0,8% |
Boletas anuladas |
31 148 |
0,5% |
Valorando estos resultados el Profesor
Fernández Bulté afirmó enfáticamente: «De tal
modo, la nueva Constitución socialista y con ella el sistema
económico y social que se refrenda en esta Carta Magna, disponían
del mecanismo de legitimación [el
subrayado es nuestro] más incuestionable de toda la teoría y
práctica constitucional moderna: la consulta popular, directa, mediante referendum de extraordinarias
proporciones y con fabulosas garantías»[34].
Con la entrada en vigor de
De forma tal que, con el referendum constitucional de 1976, se legitimó la opción
socialista de la revolución cubana[35], su proyecto económico –
político – social y su consagración estatal, dándose
así un espaldarazo renovador a la virtualidad democrática de la
opción socialista cubana.
Recordemos que el poder negativo indirecto como forma de control del poder
estatal y como requisito o complemento de la soberanía popular, es
determinante en todo sistema democrático, lo que no excluye al cubano,
refrendado en
Como valoramos con antelación, este ejercicio de poder puede
realizarse por: iniciativa popular, a través de consultas requeridas de
coadyuvante; o por mecanismos ya implementados dentro del sistema
político, en los que no se hace necesario una acción por parte de
los electores para materializarlos, como pueden ser instituciones de tipo
tribunicias y consultas obligatorias que garantiza el propio ordenamiento
jurídico.
En consecuencia, tener legalmente instrumentados estos mecanismos
contribuiría a garantizar, sobremanera, que efectivamente la
soberanía recaiga en el pueblo y que no se quede ello en un mero
enunciado formal; aunque no escapa a nuestra comprensión que ésto
no depende, solamente, de que existan ejemplos de poder negativo indirecto y de
que el pueblo sea quien apruebe las leyes[36], pero consideramos, eso sí, que todo ello contribuye de forma
decisiva, y tiene suma importancia, ya que también pueden ser eficaces
medios de participación popular.
Según
Este referendo es realizado solo en caso de reforma constitucional con
determinados requisitos; sin embargo, normas de inferior jerarquía ,
como es el caso de las leyes y los decretos leyes, pueden regular (aunque
debería ser solo por ley en sentido estricto) cuestiones vinculadas a
derechos y deberes fundamentales, ya que como legislación complementaria
a
La ley electoral refrenda el mandato constitucional del referendo descrito
en el párrafo precedente e introduce otra modalidad de consulta popular
que pudiera salvar la situación, a saber, el referendo controlado por el
Estado. El artículo 162 de
En nuestra opinión esta nueva forma no ofrece una solución
aceptable, porque aquí
Estos son los
únicos tipos de consulta que reconoce el ordenamiento jurídico
cubano, los que resultan insuficientes si los comparamos con los que
doctrinalmente estimamos necesarios para la existencia de un sistema bien estructurado
que garantice que se le pongan límites al poder, en el que el soberano
(el pueblo) pueda decidir sobre sus leyes principales, como mecanismo
democratizador del sistema político.
Independientemente de la evidencia contrastable del
consenso logrado por la revolución cubana, puesto de manifiesto en el referendum de 1976, se continuó
cuestionando, desde el exterior de Cuba y fundamentalmente por los diferentes gobiernos
norteamericanos, la legitimidad de la misma. Desconociéndose así
por estos círculos «que el referendum
– como derecho del cuerpo electoral a aprobar o denegar con su voto
un texto legal sometido por los gobernantes – es una de las instituciones
fundamentales de la democracia directa»[40].
Posterior al referendum
constitucional, opinamos que un mecanismo permanente de legitimación que
se instrumentó y se ha conservado en Cuba es el de las elecciones
– además le es inherente, como instrumentación legitimadora,
a cualquier sistema democrático. Al respecto uno de los autores del
presente trabajo apuntó en un artículo que «hablar en el
mundo de hoy del sistema electoral es referirnos a la piedra angular y
básica sobre la que se estructura todo basamento técnico que
define la legitimidad, viabilidad y
poder de crédito político de un régimen dado en la
modernidad. Pero además, aludir al sistema electoral no es sólo
una reflexión teórico-jurídica, sino también un
debate político»[41].
Afirmando después: «Para Cuba toda esta
carga política e ideológica que encierra el tema del sistema
electoral cobra especial significado en un contexto extrínseco e
intrínseco. Hacia el interior porque debe y tiene que demostrar a su
pueblo las virtudes de un sistema electoral capaz de garantizar el ejercicio
soberano de la independencia nacional, que está en sus manos; hacia el
exterior porque debe y tiene que demostrar que el régimen
político y social existente se legitima
y constituye mediante el sometimiento absoluto a la voluntad soberana del
pueblo que lo elige»[42].
En consecuencia, debemos dar respuesta a la
siguiente pregunta: ¿Legitima el sistema electoral cubano al
régimen que elige y se constituye como resultado de su ejercicio?.
Opinamos que sí, que en nuestro sistema electoral se dan los requisitos
y presupuestos básicos y esenciales que garantizan la legitimidad del
régimen que sobrevenga como resultado del ejercicio de su
dinámica.
Estos requisitos y presupuestos, que concurren en el
caso cubano y que hoy acepta la doctrina moderna constitucionalista como
expresión democrática y garantista de los derechos del ciudadano,
por sólo citar los más importantes son:
Voto libre, igual y secreto.
Amplio ejercicio del sufragio activo y pasivo.
Democrático sistema de postulación y
nominación de candidatos a integrar los órganos electivos.
Reconocimiento del sistema de referendum como vía de consulta al pueblo[43].
Sobre este particular se pronuncia el Profesor
Fernández Bulté cuando afirma: «No sería exagerado
decir que el grado de democratismo de esas elecciones [las cubanas] constituye
el cimiento de la legitimación del Estado cubano y, con ello, un
elemento fundamental de su consideración o no como Estado de
Derecho»[44].
Afirmando también el proprio Profesor
Bultè: «En otras palabras: un sistema electoral y de
representatividad política se valida por su capacidad de
movilización e intervención de las grandes masas, de las
mayorías absolutas, en la gestión estatal. Cuando esto es logrado
está sentada la premisa formal, político - institucional de la
democracia, y está asentada jurídicamente la continuidad y
permanencia de legitimación de un Estado»[45].
Opinamos que todos estos argumentos legitimadores
sustentan y fundamentan el nivel de consenso y autoridad del gobierno emergente
de la revolución cubana triunfante el 1 de enero de 1959, durante todo
el período que podríamos denominar de
institucionalización, posterior al año 1976.
Pero independientemente de ello no debemos olvidar
la máxima de Duverger: «… el poder no es un simple hecho
material…; está vinculado íntimamente a las ideas,
creencias y representaciones colectivas. Lo que los hombres [y mujeres] piensan
del poder es uno de los fundamentos esenciales del mismo»[46].
Por todo ello no debemos, los cubanos y las cubanas,
olvidar el derecho – deber que tenemos de buscar – exigir la
legitimidad del Poder político existente en nuestro país; mucho
más teniendo en cuenta que a partir del año 1990[47]
la sociedad cubana ha perdido homogeneidad, ha experimentado
fragmentación y se han deprimido sus niveles de consensualidad sobre el
proyecto socialista cubano. Todo ello debe conducirnos necesariamente a una
redefinición y reacomodo de las fuentes de legitimidad del sistema, ya
que cada vez resulta más obvio que la disgregación que sufre la
sociedad cubana – como efecto de la crisis económica y los cambios
sobrevenidos por ella – erosiona valores y genera nuevas necesidades que,
evidentemente, no pueden ser resueltos del mismo modo que antes.
La legitimidad del Poder político es una de
estas necesidades generadas por la crisis de los años 90 en Cuba, ya que
el consensus sobre éste no se
logra de una vez y por todas para siempre, sino que necesita de su
renovación permanente, máxime en una sociedad socialista –
como la cubana – que proclama la plena libertad del ser humano, principio
y fin último de dicho proyecto.
Además, hacer descansar la defensa del
proyecto socialista cubano, cada vez más, en la deuda social que
solventó la revolución cubana con su pueblo y en la
contradicción externa con el oponente histórico de la
nación cubana –los Estados Unidos de América- podría
conducir, como mínimo, a dos errores estratégicos:
Subestimar el peso de las propias transformaciones y
contradicciones internas de la sociedad cubana, como fuente esencial e
imprescindible del consenso.
Sobrestimar el ángulo subjetivo que
representa – como factor de unidad y consenso ante el enemigo externo
– el diferendo histórico cubano-norteamericano.
Opinamos que precisamente estas son las causas que
hoy están en la base de la no adecuada percepción de los
consensos y disensos en el seno de la sociedad cubana y las – siempre
difíciles y complejas – relaciones entre la mayoría y las
minorías en nuestra realidad político -social, como factores
emergentes – entre otros – que reclaman una solución a nivel
de debates y participación, como elementos de legitimación
permanente y continuada del Poder político en Cuba[48].
Es que no debemos olvidar nunca esta contundente
verdad: «… el consensus
político, una vez establecido o ratificado, no excluye la posibilidad de
la discrepancia sobre las decisiones políticas concretas. Es más, sólo será viable y no
quedará reducido a la letra muerta o utopía si se acierta a
articular eficazmente la posible discrepancia
respecto a las decisiones políticas concretas,
que se plasman jurídicamente en
las leyes, decretos y órdenes ministeriales, y, políticamente, en actos de gobierno»[49].
Igual posición defiende Murillo Ferrol cuando
concibe al consensus fundamental como
«el acuerdo existente sobre los términos del juego político
mismo, que no impide la existencia de puntos de vista muy diversos sobre los
problemas concretos; antes bien, que es precisamente lo que hace posible que
estos puntos de vista puedan coexistir sin destruirse mutuamente»[50].
Afirmamos, por nuestra parte, que es posible el
acuerdo (consenso político) sobre las instituciones, la estructura
política y jurídica del Estado y sobre las reglas del juego de la vida política, sin que por ello se
cuestione – o reprima – la discrepancia sobre las decisiones
políticas concretas y específicas que se adopten en el seno de
esas mismas instituciones sobre las que se ha logrado en consenso. Por el
contrario, opinamos que estas últimas – las discrepancias –,
en última instancia, fortalecen el consenso porque democratizan el
sistema político y propician la participación popular.
En definitiva, creemos que las cubanas y cubanos,
nuestros órganos de Poder y nuestros/as dirigentes deben reconocer e
interiorizar que los hombres – y mujeres - somos falibles por naturaleza y
propia constitución, por lo
que no debemos aspirar – y mucho menos pretender – nunca a la
unanimidad de todos/as sobre algo
– y mucho menos de todos/as sobre todo. Conscientes de nuestras
“sanas limitaciones”, sería mejor, viable y deseable que
tratáramos, como más, de ponernos de acuerdo en las reglas del juego – algo
fundamental – que es lo “instrumental” del ejercicio del Poder político.
Así lograríamos asumir «que de
la misma manera que, de hecho, es muy difícil que se den en la realidad
los tipos ideales de Poder
político, también lo es que una forma de Poder político
determinada logre el consensus total
de la masa de los ciudadanos»[51].
Con el objetivo de mantener mecanismos permanentes de legitimación
del poder político en nuestro país, que tomen como referente
democrático el modelo constitucional de
Cuando la población, haciendo uso del derecho de iniciativa
legislativa que le confiere
Aquí estaríamos en presencia de un referéndum por iniciativa popular.
Deberá establecerse la reserva de ley material, para los derechos,
deberes y garantías fundamentales, con lo que se lograría que si
se pretende cambiar cualquiera de estos, inevitablemente habrá que
recurrir al referéndum.
La población tendrá el derecho de exigir, que cualquier ley
en sentido estricto sea sometida a su aprobación, siempre y cuando lo
solicite un número de electores representativo del cuerpo electoral, lo
cual será regulado con rango de ley (reserva de ley tanto formal como
material). De este modo estaríamos reconociendo el referéndum por vía de petición popular.
Se regulará el plebiscito,
que no está contemplado en la legislación actual, ya que el
estado no siempre actúa guiándose por las normas, no porque las
incumpla (aunque puede suceder y de hecho sucede) sino porque goza de ciertas
facultades y libertad de actuación, por esto creo importante obligarlo a
pedir el consentimiento popular para realizar determinados actos. Los
contenidos especialmente protegidos podrían ser, entre otros, proyectos
de integración, ayuda militar o apoyo a determinado país en
guerra; y a un nivel inferior, el presupuesto estatal anual en cada municipio.
El plebiscito no debe
restringirse a los casos previstos en la norma, sino que la población
también podrá solicitar, que se realice la consulta cuando lo
crea necesario, obligando de esta forma al estado a realizarla, siempre y
cuando lo solicite un número de electores representativo del cuerpo
electoral, lo cual será regulado con rango de ley en sentido estricto.
Este derecho de consulta popular en sus distintas modalidades, será
reconocido constitucionalmente como uno de los derechos fundamentales, con lo
que recibirá protección y tendrá carácter
vinculante en todos los casos, con independencia de las consultas populares
consultivas que quiera realizar el Estado, las cuales pueden ser vetadas por
cualquiera de las formas descritas con anterioridad.
Un aspecto importante que aportan todas las consultas, es que constituyen
una forma efectiva de que el pueblo participe en la aprobación de las
leyes, es importante que formen parte de las discusiones de los proyectos, para
que en estos se reflejen las necesidades reales, pero también es
imprescindible que sea la población quien decida el destino final del proyecto,
es lógico que esto no sea en todos los casos pues sería un
proceso lento, que frenaría el desarrollo legislativo, pero si las que
toquen aspectos trascendentales.
Otra cuestión fundamental lo constituye, sin dudas, la
preparación política y cultural, y a fin de cuentas general, que
debe poseer la población, para ser capaz de decidir con conocimiento de
causa; por eso es importante que las preguntas que se hagan en las consultas
sean lineales y sencillas, y que antes de realizarse las consultas existan
debates, incluso por los medios de comunicación, en los que se le aporte
a los ciudadanos todas las posiciones sobre el particular, los pro y los contra
y no una sola versión o posición con respecto a la materia que se
discute.
La creación de una institución de tipo tribunicia es un poco
más complicada, porque hay que insertarla en un sistema, con muchos
más mecanismos de los que existían en Roma, sin crear antinomias.
En la actualidad donde por el número de población se hace muy
difícil, o casi imposible, realizar asambleas generales populares, esta
institución no podría tener la facultad de vetar políticas
de gobierno, ni leyes en sentido estricto, sino que su campo de acción
quedaría reducido a vetar actos administrativos que afecten a la colectividad
y disposiciones de menor rango, todo a escala municipal.
El órgano estaría formado por cinco miembros que no
podrán pertenecer a ningún otro órgano del estado (cinco
notables), su único compromiso será responder a los intereses de
sus electores. El modo de elección y revocación será el
mismo que está implementado para los delegados municipales, y
tendrán competencia para vetar cualquier disposición normativa
emitida por
Sus decisiones en el caso de los actos administrativos, solo podrán
ser recurridas ante tribunal competente y en el caso de las disposiciones
normativas solo ante un Tribunal Constitucional, que considero debe crearse.
Este Tribunal debe tener carácter constitucional, y ser un elemento
especialmente protegido en la cláusula de reforma, lo que le
daría seguridad jurídica y jerarquía dentro del sistema
político cubano.
Cuando
Todas estas propuestas requieren de una gran reforma constitucional, pero
sobre todo de una gran voluntad política, primero, para llevarlas a cabo
y, segundo, para después de aprobadas estructurarlas convirtiéndolas
en práctica institucional y social en nuestro país.
Esta reforma costitucional requerirá referendo, pero creemos que
éste es hoy ya necesario e imprescindible, a treinta años de
aprobada y puesta en vigor
Reconocemos que para Cuba y los cubanos y cubanas -
por razones de cultura, idiosincrasia, impacto de una revolución
violenta y traumática y como resultado de vivir en un país
bloqueado y asediado por más de cuarenta años[53],
entre otras múltiples y diversas causas - nos resulta difícil y
complejo asumir primero – y practicar después – estas
verdades de perogrullo sobre la legitimación consensuada del poder
político, en lo referido, esencialmente, al disenso y discrepancia
instrumental sobre el proyecto económico – político –
social de país.
Ahora bien, independientemente de ello, creemos que
encontraremos entre todos/as el camino que nos conduzca a mantener y sostener
un proyecto de independencia nacional, soberanía popular y democracia
inclusiva, con justicia social y dignidad humana. Opinamos que estos
mínimos (¿no serán máximos?) nos bastarán para
construir nuestro proyecto de nación.
La tarea es ciclópea, el camino
difícil, el reto inconmensurable, pero como nos anunció Max Weber
«seguramente cada experiencia histórica confirma como verdad que
el hombre [y mujer] no hubieran alcanzado lo posible, si él [o ella]
reiteradamente no se hubiera [n] propuesto alcanzar lo imposible»[54].
El pueblo cubano, consideramos, con méritos propios y suficientes ha
alcanzado lo posible, quizás en este Tercer Milenio tengamos la cita con
lo “imposible”.
Azcuy, H.: Cuba y los Derechos Humanos,
artículo inédito,
[1] Este trabajo constituye uno de los varios acercamientos
de los autores al tema general del perfeccionamiento democrático de la
sociedad cubana, en su etapa posterior al 1 de enero de 1959.
[2] El tema de la legitimidad por el consensus se constituyó para
[3] Al decir del Profesor Juan Ferrando Badía, en su libro Estudios de Ciencia Política, Cuarta edición, Madrid
1992, 472.
[4] Sobre este particular son interesantes e
importantes los estudios de Marsall (París 1958) y Max Weber
(París1969), entre otros.
[5] Nos referimos, hiperbólicamente, a la
relación entre el Poder y el Dios Jano de la mitología latina.
Este dios de las dos caras cuya esfinge se hallaba impresa en las monedas de
[13] Como nos puntualizara el Profesor Ferrando Badía, el consensus político «supone la existencia
de una constitución – escrita o no –, de unos cauces para la
vida política por donde discurran las decisiones políticas de los
gobernantes sobre la gestión de los primeros, y supone también la
aceptación comunitaria de la una y de los otros»(op. cit., 481).
[19] Rousseau, J.J.: El contrato social, Obras escogidas,
Editorial de Ciencias Sociales,
[21] Lo que hoy puede ser de gran trascendencia, por la situación
económica política, o social, quizás mañana ya no
lo sea y pasa a tomar protagonismo otra cuestión.
[22] Surge en Roma para que la plebe adoptara y votara resoluciones que le
permitieran preservar y mejorar sus intereses ante la clase patricia y el
Estado romano.
[23] A pesar de que los autores han utilizado el término gobierno,
considero que sería más abrcador referirnos a Estado, ya que no
siempre el órgano que controla la consulta es el que desempeña la
función ejecutiva administrativa, sino que puede hacerlo el legislativo
o cualquier otro órgano de poder.
[24]
[25] Durante más de 200 años,
lamentablemente, se ha mantenido un fuerte y profundo diferendo entre Estados Unidos
y Cuba, originado por la voluntad de los gobiernos norteamericanos de mantener
a Cuba bajo su dominación geopolítica.
[27] Debe recordarse que Fulgencio Batista Zaldivar sometió
al pueblo de Cuba a una feroz y sangrienta dictadura (
[28] Téngase en cuenta que los partidos tradicionales
no intentaron siquiera reconstruirse o renovarse después del 1 de enero
de 1959, dado su descrédito, pérdida de legitimidad y desborde
que les produjo el triunfo de una revolución por la vía de la
lucha armada.
[31] Sustento la legitimidad y duración del
período de provisionalidad de la revolución cubana, en
fundamentos tales como los expuestos por el Profesor Ferrando Badía:
«Los principios de legitimidad no se improvisan. No cambian bruscamente.
Un país en evolución transforma sus propios principios de
legitimidad. Estos resultan, pues, ser productos de la historia» (Ferrando Badìa, J.: Ídem, 479).
[32] En 1959,
[33] Datos oficiales ofrecidos por
[35] Debe tenerse en cuenta que el carácter
socialista de la revolución cubana fue proclamado oficialmente el 16 de
abril de 1961, en vísperas de la agresión mercenaria
norteamericana por Bahía de Cochinos (Playa Giròn), en el
entierro a las víctimas del bombardeo del 15 de abril que le
antecedió. Amerita destacar
que – al menos – podemos calificar de interesante los
rápidos cambios que se produjeron en la cultura política y en los
valores del pueblo cubano, que permitieron transitar del predominio del
anticomunismo a la implantación del socialismo en el país, en
menos de treinta meses.
[36] También inciden otros factores como pueden ser la elección
de mandatarios, los mecanismos de revocación, la rendición de
cuentas y otras vías de
control del poder estatal, entre otros que pudieran considerarse.
[39] Ley No. 72: Ley Electoral, Gaceta Oficial Ordinaria de
[41] Valdés
Lobán, E.: Sistema
Electoral y Legitimidad, Revista Cauce 1/1995, Unión Nacional de Escritores
y Artistas de Cuba (UNEAC), Pinar del Río - Cuba, 32.
[42]
Ibidem, 33
[43] Evidentemente reconocemos limitaciones, carencias e
imperfecciones en el Sistema Electoral cubano, las que evalúa uno de los
autores de este trabajo en el artículo ya mencionado (Sistema Electoral y Legitimidad), donde
igualmente formula y adelanta ideas para su perfeccionamiento. En consecuencia,
para una mayor profundización sobre el particular podría
consultarse el mencionado texto.
[47] Ubicamos convencionalmente esta fecha como la del
inicio de la crisis de valores y consensos en Cuba porque el derrumbe del Sistema
Socialista Mundial (1989-1991) y el recrudecimiento del bloqueo norteamericano
a Cuba durante la década de los años 90, unido a las deficiencias
estructurales del modelo socialista cubano, ha sumergido al país en la
más severa crisis económica de su historia contemporánea,
lo que lógicamente repercute en todas las esferas de la vida
política y social, incluida – claro está – las
fuentes legitimadoras del Poder político.
[48] Al respecto sería interesante – e
imprescindible a nuestro modo de ver – acudir a Gramsci y sus medulares y
esenciales análisis sobre temas tales como: dictadura y
hegemonía, relaciones entre las mayorías y minorías, la
necesidad del consenso para la gobernabilidad y el ejercicio democrático
del poder, entre otros.
[52] No puede ser modificado lo que se refiere al sistema político,
social y económico, cuyo carácter irrevocable lo establece el
artículo 3 del capítulo I, y la prohibición de negociar
bajo agresión, amenaza o coerción de una potencia extranjera,
como se dispone en el artículo 11.
[53] Recordemos que, como alguien bien dijo, a las
fortalezas sitiadas no le son afines los modelos democráticos de
ejercicio del poder.