N. 5 – 2006 – Tradizione Romana

 

Eurípides Valdés Lobán

Liana Simón Otero

Universidad de Pinar del Rio

Cuba

 

Legitimidad del poder, soberanía popular y poder negativo en Cuba. Propuestas desde la perspectiva iuspublicista romano-latina[1]

 

1. Introducción. – 2. Las dos caras del dios Jano: “potestas” y “auctoritas”. – 3. Soberanía popular y poder negativo. – 4. La revolución cubana en el poder: la búsqueda y consolidación de su legitimidad. – 5. La renovación permanente de la legitimidad: necesidad estratégica para Cuba. – 6. Propuestas perfeccionadoras para Cuba desde la perspectiva iuspublicista romano-latina. – 7. Bibliografía.

 

 

1. – Introducción

 

En el mundo de los fenómenos políticos por excelencia - que son los fenómenos o situaciones del Poder – los términos consensus y oposición, creencias y coacción, autoridad y poder, son términos de difícil – o imposible – separación. Es que aunque el Poder es autoridad – que se relaciona directamente al logro de la legitimidad – también es posibilidad de recurrir al uso de la fuerza como última ratio para imponer sus decisiones cuando y donde tropiece con oposiciones.

Pero independientemente de la verdad evidente de que la autoridad exige siempre obediencia, por lo que se nos presenta comúnmente como una compleja mezcla de poder y violencia difícil de digerir; sin embargo, la esencia del debate iusfilosòfico se centra hoy en la legitimidad del Poder.

La legitimidad es, en consecuencia, uno de los problemas esenciales de la Sociología política[2] y su razón, opinamos, es obvia: la legitimidad es la base justificadora y explicativa de las diversas modalidades que pueda revestir el Poder político[3].

Es importante comprender y aprehender que la legitimidad afecta directamente al propio origen del Poder y a las diversas formas de su ejercicio, de forma tal que no sería aventurado – aunque sí arriesgado – afirmar que lo segundo – el Poder – es una consecuencia y no la causa de lo primero – la legitimidad.

Entonces, el Poder no debe ser un “simple” y “sencillo” hecho material, que se imponga o pueda imponer a todos contra su propia voluntad y violentando su consenso, ya que –por el contrario- debe vincularse, ante todo, a las ideas, creencias y representaciones colectivas para legitimarse. Ante todo, porque de la legitimidad de un régimen económico-político-social dependerá, con mucho y esencialmente, la propia estabilidad, permanencia y perdurabilidad del mismo.

Ahora bien, también es importante tener en cuenta que: cada forma de Poder Político se basa en una clase de legitimidad[4]. Dicho de otro modo, las diferentes formas de Poder político, las diversas manifestaciones jurídicas del Estado y las distintas estructuras políticas del mismo tienen su propia, característica y singular legitimidad, que a su vez constituye e integra la base justificativa y el fundamento de las disímiles modalidades en que se concreta dicho Poder político.

Este análisis, claro que sí, es también válido y necesario para Cuba, independientemente de que cuando se trata de esta Isla – tan polémica y polemizada – se desaten todas las pasiones – las filias y las fobias –, muestra fehaciente de que, al menos, la obra de la nación cubana, de su pueblo, de sus hombres y mujeres, no pasa inadvertida para muchas personas de disímiles latitudes, credos políticos, creencias religiosas, filosofías, culturas, color de la piel y género.

Sirva el presente trabajo como contribución al estudio de la legalidad y legitimidad del ejercicio del Poder público político en Cuba, desde la perspectiva democratizadora y paradigmática del modelo constitucional republicano romano latino. Sus pretensiones son modestas pero altruistas: abogar por el derecho del pueblo cubano a legitimar soberanamente, por sí y ante sí, el Poder político que emane de su voluntad, sin injerencia extranjera ni uso de la fuerza contra él, o amenaza del uso de la misma, desde el exterior, por cualquier país o grupo de países.

 

 

2. – Las dos caras del dios Jano: “potestas” y “auctoritas”[5]

 

Como bien apuntara el Profesor Sánchez Agesta: «No hay poder sin obediencia … Mandar y obedecer son los elementos internos en que se resuelve la acción de poder, y están tan íntimamente ligados entre sí, que recíprocamente se engendran… No manda quien quiere, sino quien puede, quien encuentra obediencia…»[6].

Apuntamos nosotros que, dicho de otro modo, al poder le es consustancial la legitimidad como antídoto a la dictadura y al abuso de su ejercicio. En consecuencia, el Poder no es sólo potestas, o simple capacidad efectiva de hacerse obedecer, sino que además debe ser expresión de auctoritas, es decir, legitimarse como título o derecho que faculta para exigir una obediencia.

Sobre el particular afirmó Juan Ferrando Badía: «La autoridad subraya un título o derecho. Frente al poder, que es una mera realidad de hecho, … la autoridad representa el título o derecho a exigir esa obediencia, es decir, la autoridad apunta directamente al título de legitimidad del poder»[7].

Pero, insistimos, el Poder también tiene siempre un componente de coacción, una cierta dimensión corpórea, es una expresión material que se puede ver y tocar, siendo estas manifestaciones la consumación de la potestas, claramente sustentada en el ejercicio de la fuerza. Consecuentemente con ello, toda auctoritas (autoridad), en tanto y en cuanto implicará siempre una determinada capacidad y posibilidad efectiva y material de hacerse obedecer, entrañará asimismo potestas.

Lo que caracteriza la contemporaneidad, cada vez más, es que la autoridad sea ante todo expresión de un poder legitimado, «poder capaz de obtener obediencia sin el recurso inmediato a la fuerza; lo que es decisivo en el concepto es precisamente esta vertiente del logro de la obediencia»[8].

Por lo tanto, concluye Murillo Ferrol, un Poder político es considerado como legítimo «en tanto que obtiene obediencia sin necesidad del recurso a la fuerza, de una manera institucionalizada y normalizada. Lo cual supone que los hombres le obedecen [al poder] por referencia a algún valor comúnmente aceptado, que forma parte del consensus»[9].

Aquí sale a luz una característica principalísima de la autoridad política constituida democráticamente: el consensus. Entendido como «el acuerdo que existe en una sociedad dada en torno a sus estructuras, jerarquías… autoridad»[10].

Es por ello que podemos afirmar que el consensus logrado en torno al ejercicio de un Poder político dado es manifestación contrastable de su legitimidad. Entonces, es válido concluir que la autoridad política es directamente proporcional al consensus logrado, siendo mayor aquélla cuando éste aumenta.

En definitiva, consensus y legitimidad se implican, ya que el consensus «es la proyección subjetiva – el reverso – de la legitimidad»[11]. Tal y como lo expresó Duverger, el consensus «es el acuerdo – más o menos completo – que existe en una determinada sociedad sobre sus estructuras, jerarquía, orientación, etcétera. El acuerdo sobre la autoridad, los gobernantes, sobre el poder es evidentemente uno de los elementos fundamentales del consensus»[12].

Sin lugar a dudas, este consensus político implica un acuerdo concordante, al menos, sobre la organización política de la comunidad y sobre el sistema jurídico y dinámica política interna del Estado, así como de sus métodos de actuación[13].

En consecuencia, es la legitimidad por el consensus que otorga auctoritas la aspiración última y suprema del Poder, ya que cuando quien manda se hace obedecer, no por el burdo uso de la fuerza – o la violencia –, sino mediante el logro del consensus de los ciudadanos, nos hallamos – sólo entonces- ante un Poder legítimo, emergente de la auctoritas, y no impuesto por la mera potestas sustentada en la coacción y represión – legal y necesaria, en ocasiones, por ser consustancial al Poder- no deseable en un ejercicio democrático del mismo.

Ahora bien, como nos apuntó Lipset «el concepto de legitimidad implica una creencia popular en el valor social de las instituciones existentes, así como en la capacidad del régimen para asegurar la conservación de esta creencia»[14].

Al respecto Ferrero planteó que «un gobierno es legítimo si el poder es atribuido y ejercido según principios y reglas aceptadas sin discusión por aquellos que deben obedecer… un principio de legitimidad no está jamás aislado…, armoniza siempre con las costumbres, cultura, religión, intereses económicos de una época»[15].

En definitiva, resumamos afirmando que la legitimación se refiere a la concordancia del Poder con los anhelos, aspiraciones, necesidades e imaginario colectivo de una comunidad humana. Sólo cuando el Poder logra encarnar y representar los principios, estructura deseada y fines perseguidos por la voluntad manifiesta de la comunidad, puede ser además de legal un Poder también legítimo, o sea, convertirse en un Poder aceptado por consenso de los gobernados.

 

 

3. – Soberanía popular y poder negativo

 

Sobre democracia se ha teorizado mucho a lo largo del tiempo, pero opinamos que si vamos a referirnos de alguna forma al tema, es acertado e indispensable basarnos en la interpretación que de la «democracia de los antiguos» de la República romana hiciera Rousseau en su trascendental obra El contrato social.

Un modelo democrático, según Rousseau y nosotros junto a él, se basa en la democracia directa – «el pueblo participa de manera continua en el ejercicio directo del poder»[16] -, la soberanía popular inajenable e indivisible y el control por parte del pueblo del poder estatal. A tenor de este paradigma, la ausencia o limitación de uno de estos pilares ataca directamente el modelo democrático, ad integrum, de la sociedad.

Refiriéndonos específicamente a la soberanía popular es esencial partir de que la soberanía es la facultad de decidir sin influencias externas, y corresponde a todos los ciudadanos y a cada uno de ellos, no al estado o la nación. La soberanía es el poder de la voluntad general, la posibilidad de que esta obligue, y sea quien determine.

El poder se encuentra en manos del pueblo, que es el único que puede decidir sus asuntos por suyo propios, sin verse sometido a otro pueblo ni a ningún Estado. Con tino expresó Rousseau: «Pero el cuerpo político o el soberano, como que reciben su ser de la santidad del contrato, jamás pueden obligarse, ni aún con respecto a otro, a cosa alguna que derogue este primitivo acto, como sería enajenar alguna porción de sí mismo, o someterse a otro soberano. Violar el acto en virtud del cual existe, sería anonadarse, y la nada no produce ningún efecto»[17].

Como esta soberanía, este poder, pertenece al pueblo y solo a él, pues no puede enajenarse: «no siendo la soberanía más que el ejercicio de la voluntad general, nunca se puede enajenar, y que el soberano que es un ente colectivo, solo puede estar representado por sí mismo»[18]. En consecuencia, sería completamente ilegítima cualquier decisión o acto que se tomara o ejecutara y que fuera ajeno o contrario a la voluntad popular.

No se pueden elegir representantes, porque se estaría cediendo algo que solo el pueblo puede detentar: «no puede ser representada [la soberanía] por la misma razón de ser inalienable, consiste esencialmente en que la voluntad no se representa, es una o es la otra»[19]; solo deben designarse mandatarios políticos, personas que son elegidas directamente por el pueblo, que le rinden cuenta y que, en caso de que se alejen de los presupuestos del mandato, puedan ser revocados en cualquier momento del período de ejercicico de la función pública.

La soberanía tampoco se puede dividir, porque constituye el poder de toda la población, no de grupos, clases o segmentos de la sociedad: «por la misma razón que la soberanía no se puede enajenar, tampoco se puede dividir; pues o la voluntad es general o no lo es: o es la voluntad de todo el pueblo o tan solo la de una parte. En el primer caso, la declaración de esta voluntad es un acto de soberanía y hace ley; en el segundo, no es más que una voluntad particular, o un acto de magistratura y cuando más un decreto»[20].

El pueblo, por lo tanto, constituye la única fuente legítima y legitimadora de poder y puede ejercitar su mandato soberano de varias formas. Al respecto Pietro Bonfante sostiene que la soberanía tiene un lado positivo y otro negativo. El primero consiste en la forma común y corriente que tiene el pueblo de participar en las decisiones del Estado, un ejemplo claro sería a través de las elecciones; y el lado negativo, entendido como mecanismo de control popular del poder estatal, sería un elemento fundamental en cualquier sistema político democrático, ya que contribuye a recordar a los mandatarios del pueblo que no deben olvider cual es su función, la que depende, única y exclusivamente, de la voluntad general; ello se concreta en el denominado, por la doctrina iuspublicista, “poder negativo”, inspirado en el poder de veto que tenía el tribunado romano – la intercessio –, el que nada podía hacer y todo lo podía impedir.

Este poder negativo no solo se realiza de esta forma, sino que tiene otras maneras de manifestarse, es por eso que el ilustre profesor Pierangelo Catalano, ampliando lo ya expresado por Bonfante, manifiesta que existe un poder negativo directo, refiriéndose al poder ejercitado por los ciudadanos, sin intermediarios, como sería la secesión, la huelga, es decir el derecho de resistencia del que hablara Rousseau, y que el poder negativo entendido como poder de veto se denominaría poder negativo indirecto.

Si analizamos el poder de veto de forma general, como la facultad de impedir la realización de un acto, una política o la puesta en vigor o aplicación de un acto normativo, nos damos cuenta de que pudiéramos verlo desde dos puntos de vista. Este poder negativo indirecto puede ser ejercido a través de mecanismos ya implementados dentro del sistema político y, entonces, la hipótesis de una norma contemplaría determinado hecho que, de realizarse, traería como consecuencia, por ejemplo, consultas populares obligatorias para el Estado. En estos casos no es indispensable para iniciar el mecanismo la acción o recurso de los ciudadanos.

Sin embargo el poder negativo indirecto también puede realizarse por iniciativa popular, según las circunstancias histórico concretas existentes en un contexto político dado. El pueblo, en dependencia de la situación y percepción, puede querer decidir una cuestión en determinado momento, por su trascendencia, y después ésta no ser tan determinante, e inclinarse, entonces, el soberano, por otra[21]; ante este supuesto, esto podría hacerse mediante consultas populares obligatorias cuando son requeridas de coadyuvante, a través de una solicitud de referendo o de plebiscito[22].

Las instituciones de tipo tribunicias contemporáneas no pueden acogerse a la misma práctica funcional que su predecesora el Tribunado de la Plebe. En la antigüedad el Tribuno se reunía con la plebe para discutir los asuntos que fueran pertinentes, por lo que se incluiría dentro del poder negativo indirecto requerido de coadyuvante, pero como eso en la actualidad, en principio, no podría darse por razones prácticas y objetivas, estas instituciones actuarán según la forma en que estén implementadas, atendiendo a las facultades y libertades que el ordenamiento jurídico de un país otorgue.

Además, la soberanía popular supone que es el pueblo, reunido en asamblea, el que debe, en forma directa, ratificar las leyes, las cuales, preferentemente, deben ser aprobadas por unanimidad. Por supuesto que en nuestro días dicha forma no es viable, el número de población no lo permite, pero esto no significa que las leyes deban promulgarse sin el consentimiento de la población, lo importante es buscar nuevas vías, otros caminos para llegar al mismo fin, y uno puede ser a través de la consulta popular.

La consulta popular es una encuesta general, una votación oficial, donde es solicitada la opinión del electorado, puede ser obligatoria, cuando tiene carácter vinculante, o no obligatoria, cuando es solo consultiva, y tiene dos modalidades: el plebiscito y el referendo.

El plebiscito es una petición de aprobación de las políticas generales de gobierno y se debe utilizar para que se pronuncie el cuerpo electoral en relación a un hecho, acto político o medida de gobierno. El plebiscito no debe utilizarse para cuestiones constitucionales o legislativas. Para estos aspectos queda reservado el referéndum, que según Butler y Ranney puede ser:

a) El referéndum controlado por el gobierno[23]: En este caso, los gobiernos tienen un control casi total de las modalidades de aplicación de la consulta popular. De esta manera, deciden si se debe realizar el referéndum, la temática de la consulta y su fecha. También tienen la responsabilidad de formular la pregunta. Asimismo, ejercen la facultad de decidir cuál es la proporción necesaria de votos para que la mayoría sea suficiente y si el resultado ha de ser considerado como obligatorio o indicativo.

b) El referéndum exigido por la Constitución: En algunos países la Constitución exige que ciertas medidas adoptadas por los gobiernos sean sometidas a consulta popular antes de promulgarse, por lo general dichas medidas son enmiendas constitucionales. Los gobiernos tienen la libertad de decidir si las nuevas leyes son elevadas al rango de enmienda constitucional y, por supuesto, determinan su contenido. Pero el referéndum obligatorio decide si se incorporan o no a la Constitución.

c) El referéndum por vía de petición popular: En este caso, los votantes pueden formular una petición exigiendo que ciertas leyes adoptadas por el gobierno sean sometidas a la aprobación de los electores. Cuando la petición reúne ciertos requisitos (determinado número de firmas, por ejemplo), la o las leyes tienen que someterse a referéndum. Si resultan rechazadas no pueden ser promulgadas, cualquiera que fuese la voluntad del gobierno al respecto.

d) La iniciativa popular: Los votantes pueden formular una petición para obligar a que ciertas medidas no contempladas en la agenda legislativa del gobierno sean sometidas a la aprobación directa del electorado. En el caso de que la medida sea aprobada en referéndum tendrá fuerza de ley, aunque el gobierno se oponga[24].

 

 

4. – La revolución cubana en el poder: la búsqueda y consolidación de su legitimidad

 

La revolución cubana triunfante el 1 de enero de 1959 tampoco, ni con mucho, ha escapado del debate sobre la legitimación democrática del poder y la permanente búsqueda de la misma en la práctica institucional, jurídica, sociológica y política.

Además, este debate teórico y ejercicio práctico se produce en un contexto de ruptura con la legitimidad anteriormente existente en el país – quebrantada por el hecho revolucionario violento y traumático – y de exacerbación de las contradicciones – ya históricas – existentes entre Cuba y los Estados Unidos de América[25].

Sobre este trascendental hecho histórico afirmó el Profesor Hugo Azcuy: «Se ha dicho que la diferencia específica del caso cubano respecto a los países socialistas del Este europeo está en que la Revolución Cubana tuvo un carácter genuino, ausente en estos países. En éstos, se dice, el orden político emergió a partir de la ocupación soviética, en relación directa con esa presencia opresora. En el caso cubano se trató de la expresión de un sentimiento nacional largamente contenido, que expresaba el interés y el ideal de la independencia, lo que da a su revolución una legitimidad [el subrayado es nuestro] propia y la presencia de una motivación sustantiva. Ese sentimiento se vincula con el grado y las características que alcanzó la dominación norteamericana en Cuba»[26].

Profundicemos sobre el particular. Ante todo debemos apuntar que, a nuestro entender, nunca antes en la corta historia republicana del país, había sido tan profunda y evidente la pérdida de legitimidad del ordenamiento sociopolìtico cubano como en los años finales del Gobierno de Fulgencio Batista[27].

Con su golpe de Estado del 10 de marzo de 1952, Batista despojó a los partidos políticos de su campo de acción y éstos permanecieron inermes ante el Presidente - Tirano, quien los manipuló a su antojo, como regla general. Desde el quinto año del régimen batistiano (1956), con la anecdótica excepción del expresidente Grau San Martín y su Partido Auténtico, fue ostensible y notoria la falta de presencia de los partidos tradicionales en el escenario nacional, lo que devino definitivo y permanente a partir del 1 de enero de 1959 con el triunfo de la revolución[28].

Es así que la revolución cubana emerge como elemento esencial del consenso y expresión de la capacidad de resistencia del pueblo cubano frente a las adversidades sufridas, lo que pone de manifiesto un elemento significativo de la historia concreta en que se engarza todo proceso revolucionario legítimo, al responder al imaginario colectivo de necesidades identificadas y compartidas por la mayoría de la sociedad.

Entonces la revolución cubana, que constituyó una solución de ruptura violenta del viejo orden institucional, se lanzó a la construcción de su legitimidad distintiva. Recordemos al respecto la concluyente afirmación del Profesor Ferrando Badía: «Cuando se produce una ruptura de legitimidades para que el régimen creado logre la confianza de los ciudadanos necesita crear su propia legitimidad»[29].

La legitimidad de la revolución triunfante el 1 de enero de 1959 en Cuba se fundamentó en la teoría de la revolución como fuente de Derecho, de larga data y amplio reconocimiento, ya que como apuntara el Profesor Fernández Bulté: «Es que, quiérase que no, la legitimación de la misma sociedad que generó lo más conspicuo del pensamiento jusfilosófico, es decir, la sociedad burguesa moderna, nace de un acontecer fáctico descarnado y violento: las grandes revoluciones burguesas de los siglos XVIII y XIX. De ahí que incluso la teoría de la revolución como fuente de Derecho sea admitida casi indiscutiblemente entre todos los autores, pasando por George Meyer; Anschuz; los seguidores de la teoría política francesa, entre otros Gradu y Smein; cruzando por el mismo Kelsen; y concluyendo con hombres como Max Weber, E. Lederer y A. Vierkan»[30].

De este modo Cuba vivió entre 1959 y 1976 un período de provisionalidad institucional “santificado” y “arropado” bajo el manto de la legitimación por efectos de la acción revolucionaria. Esta insólita duración de casi dieciocho años para algo considerado provisional, período donde los conceptos de transitoriedad y emergencia adquirieron, con contradicción evidente, una presencia continua que los convirtió en características permanentes de la sociedad cubana de la época, sin embargo, curiosamente, no es hoy el objeto principal de cuestionamiento de legitimidad que se formula al Gobierno cubano.

Pero a esta provisionalidad fundada – debidamente, en nuestra opinión – en la revolución como fuente de derecho y legitimidad[31], le dio continuidad histórica legitimadora el referendum del 15 de febrero de 1976. Por el mismo se convocó a las urnas para aprobar o no la primera Constitución socialista en toda la historia del país[32] y los datos sobre los resultados del mismo hablan por si solos, dada su contundencia[33]:

 

Electores registrados

5 717 266

100%

Votaron

5 602 973

 98%

Votos afirmativos

5 473 543

97,7%

Votos negativos

                  54 086

                  1,0%

Votos en blanco

                  44 221

                  0,8%

Boletas anuladas

                  31 148

                  0,5%

 

Valorando estos resultados el Profesor Fernández Bulté afirmó enfáticamente: «De tal modo, la nueva Constitución socialista y con ella el sistema económico y social que se refrenda en esta Carta Magna, disponían del mecanismo de legitimación [el subrayado es nuestro] más incuestionable de toda la teoría y práctica constitucional moderna: la consulta popular, directa, mediante referendum de extraordinarias proporciones y con fabulosas garantías»[34].

Con la entrada en vigor de la Constitución socialista, el 24 de febrero de 1976, aprobada por abrumadora mayoría, la revolución cubana saldó su deuda con los muertos que la “alumbraron” y legitimó su poder ante las nuevas generaciones que le daban continuidad, ya que como se ha afirmado muchas veces (porque alguien lo dijo acertadamente alguna vez) las revoluciones legitiman el poder que se instala derivado de ellas, pero no puede inferirse de ahí que con posterioridad, ad infinitum, pueda alegarse la legitimidad del poder ulterior, atribuyéndolo, a perpetuidad, al histórico hecho revolucionario. Sin lugar a dudas (como también alguien apuntó) los muertos no pueden elegir permanentemente por los vivos.

De forma tal que, con el referendum constitucional de 1976, se legitimó la opción socialista de la revolución cubana[35], su proyecto económico – político – social y su consagración estatal, dándose así un espaldarazo renovador a la virtualidad democrática de la opción socialista cubana.

Recordemos que el poder negativo indirecto como forma de control del poder estatal y como requisito o complemento de la soberanía popular, es determinante en todo sistema democrático, lo que no excluye al cubano, refrendado en la Constitución Política de 24 de febrero de 1976.

Como valoramos con antelación, este ejercicio de poder puede realizarse por: iniciativa popular, a través de consultas requeridas de coadyuvante; o por mecanismos ya implementados dentro del sistema político, en los que no se hace necesario una acción por parte de los electores para materializarlos, como pueden ser instituciones de tipo tribunicias y consultas obligatorias que garantiza el propio ordenamiento jurídico.

En consecuencia, tener legalmente instrumentados estos mecanismos contribuiría a garantizar, sobremanera, que efectivamente la soberanía recaiga en el pueblo y que no se quede ello en un mero enunciado formal; aunque no escapa a nuestra comprensión que ésto no depende, solamente, de que existan ejemplos de poder negativo indirecto y de que el pueblo sea quien apruebe las leyes[36], pero consideramos, eso sí, que todo ello contribuye de forma decisiva, y tiene suma importancia, ya que también pueden ser eficaces medios de participación popular.

La Constitución de la República de Cuba, en su artículo 3, reconoce que: «... la soberanía reside en el pueblo, del cual dimana todo el poder del Estado»[37]. De este modo se reconoce formalmente que es el pueblo quien detenta el poder, pero cuando analizamos los ejemplos de poder negativo indirecto presentes en la misma nos percatamos de que las carencias son muchas. Sin embargo, esto no significa que pueda considerarse que materialmente la soberanía no es popular en Cuba, porque tanto este mecanismo, como todos los mencionados anteriormente, existen, se reconocen, lo que son perfectibles, como todo en la vida y sobre todo en el Derecho.

Según la Constitución y la Ley Electoral, en Cuba solo se recoge la Consulta Popular ya establecida en el Ordenamiento jurídico y no la requerida de coadyuvante o por petición o iniciativa popular. Se reconoce en la Carta Magna cubana el referendo exigido por la Constitución, pero solo se efectuará cuando la Asamblea Nacional estime conveniente que debe realizarse la reforma, porque aún cuando esta sea solicitada por un por ciento elevado de la población, solo será sometida a la votación popular si el órgano legislativo aprueba dichos cambios. El artículo 137 plantea: «Si la reforma se refiere a la integración y facultades de la Asamblea Nacional del Poder Popular o de su Consejo de Estado o a derechos y deberes consagrados en la Constitución, requiere, además, [de la votación nominal de la Asamblea] la ratificación por el voto favorable de la mayoría de los ciudadanos con derecho electoral, en referendo convocado al efecto por la propia Asamblea»[38].

Este referendo es realizado solo en caso de reforma constitucional con determinados requisitos; sin embargo, normas de inferior jerarquía , como es el caso de las leyes y los decretos leyes, pueden regular (aunque debería ser solo por ley en sentido estricto) cuestiones vinculadas a derechos y deberes fundamentales, ya que como legislación complementaria a la Constitución tienen la función de ampliarlos, garantizarlos y viabilizar su disfrute, y quedan fuera de los contenidos especialmente protegidos (o sea, los que obligan a realizar referendo).

La ley electoral refrenda el mandato constitucional del referendo descrito en el párrafo precedente e introduce otra modalidad de consulta popular que pudiera salvar la situación, a saber, el referendo controlado por el Estado. El artículo 162 de la Ley elerctoral establece: «Por medio del referendo que convoca la Asamblea Nacional del Poder Popular, los ciudadanos con derecho electoral, expresan si ratifican o no los proyectos de leyes de Reforma Constitucional que según la Constitución requieren ser sometidos a ese proceso y otros proyectos de disposiciones jurídicas que acuerde la propia Asamblea»[39].

En nuestra opinión esta nueva forma no ofrece una solución aceptable, porque aquí la Asamblea Nacional decide cuándo estima conveniente que se realice y puede darse el caso de que se toquen, en cualquier disposición normativa no constitucional, cuestiones de suma trascendencia e influencia en la población y que la Asamblea no decida, ya que por ley tiene ese derecho, convocar la consulta pertinente.

Estos son los únicos tipos de consulta que reconoce el ordenamiento jurídico cubano, los que resultan insuficientes si los comparamos con los que doctrinalmente estimamos necesarios para la existencia de un sistema bien estructurado que garantice que se le pongan límites al poder, en el que el soberano (el pueblo) pueda decidir sobre sus leyes principales, como mecanismo democratizador del sistema político.

 

 

5. – La renovación permanente de la legitimidad: necesidad estratégica para Cuba

 

Independientemente de la evidencia contrastable del consenso logrado por la revolución cubana, puesto de manifiesto en el referendum de 1976, se continuó cuestionando, desde el exterior de Cuba y fundamentalmente por los diferentes gobiernos norteamericanos, la legitimidad de la misma. Desconociéndose así por estos círculos «que el referendum – como derecho del cuerpo electoral a aprobar o denegar con su voto un texto legal sometido por los gobernantes – es una de las instituciones fundamentales de la democracia directa»[40].

Posterior al referendum constitucional, opinamos que un mecanismo permanente de legitimación que se instrumentó y se ha conservado en Cuba es el de las elecciones – además le es inherente, como instrumentación legitimadora, a cualquier sistema democrático. Al respecto uno de los autores del presente trabajo apuntó en un artículo que «hablar en el mundo de hoy del sistema electoral es referirnos a la piedra angular y básica sobre la que se estructura todo basamento técnico que define la legitimidad, viabilidad y poder de crédito político de un régimen dado en la modernidad. Pero además, aludir al sistema electoral no es sólo una reflexión teórico-jurídica, sino también un debate político»[41].

Afirmando después: «Para Cuba toda esta carga política e ideológica que encierra el tema del sistema electoral cobra especial significado en un contexto extrínseco e intrínseco. Hacia el interior porque debe y tiene que demostrar a su pueblo las virtudes de un sistema electoral capaz de garantizar el ejercicio soberano de la independencia nacional, que está en sus manos; hacia el exterior porque debe y tiene que demostrar que el régimen político y social existente se legitima y constituye mediante el sometimiento absoluto a la voluntad soberana del pueblo que lo elige»[42].

En consecuencia, debemos dar respuesta a la siguiente pregunta: ¿Legitima el sistema electoral cubano al régimen que elige y se constituye como resultado de su ejercicio?. Opinamos que sí, que en nuestro sistema electoral se dan los requisitos y presupuestos básicos y esenciales que garantizan la legitimidad del régimen que sobrevenga como resultado del ejercicio de su dinámica.

Estos requisitos y presupuestos, que concurren en el caso cubano y que hoy acepta la doctrina moderna constitucionalista como expresión democrática y garantista de los derechos del ciudadano, por sólo citar los más importantes son:

Voto libre, igual y secreto.

Amplio ejercicio del sufragio activo y pasivo.

Democrático sistema de postulación y nominación de candidatos a integrar los órganos electivos.

Reconocimiento del sistema de referendum como vía de consulta al pueblo[43].

Sobre este particular se pronuncia el Profesor Fernández Bulté cuando afirma: «No sería exagerado decir que el grado de democratismo de esas elecciones [las cubanas] constituye el cimiento de la legitimación del Estado cubano y, con ello, un elemento fundamental de su consideración o no como Estado de Derecho»[44].

Afirmando también el proprio Profesor Bultè: «En otras palabras: un sistema electoral y de representatividad política se valida por su capacidad de movilización e intervención de las grandes masas, de las mayorías absolutas, en la gestión estatal. Cuando esto es logrado está sentada la premisa formal, político - institucional de la democracia, y está asentada jurídicamente la continuidad y permanencia de legitimación de un Estado»[45].

Opinamos que todos estos argumentos legitimadores sustentan y fundamentan el nivel de consenso y autoridad del gobierno emergente de la revolución cubana triunfante el 1 de enero de 1959, durante todo el período que podríamos denominar de institucionalización, posterior al año 1976.

Pero independientemente de ello no debemos olvidar la máxima de Duverger: «… el poder no es un simple hecho material…; está vinculado íntimamente a las ideas, creencias y representaciones colectivas. Lo que los hombres [y mujeres] piensan del poder es uno de los fundamentos esenciales del mismo»[46].

Por todo ello no debemos, los cubanos y las cubanas, olvidar el derecho – deber que tenemos de buscar – exigir la legitimidad del Poder político existente en nuestro país; mucho más teniendo en cuenta que a partir del año 1990[47] la sociedad cubana ha perdido homogeneidad, ha experimentado fragmentación y se han deprimido sus niveles de consensualidad sobre el proyecto socialista cubano. Todo ello debe conducirnos necesariamente a una redefinición y reacomodo de las fuentes de legitimidad del sistema, ya que cada vez resulta más obvio que la disgregación que sufre la sociedad cubana – como efecto de la crisis económica y los cambios sobrevenidos por ella – erosiona valores y genera nuevas necesidades que, evidentemente, no pueden ser resueltos del mismo modo que antes.

La legitimidad del Poder político es una de estas necesidades generadas por la crisis de los años 90 en Cuba, ya que el consensus sobre éste no se logra de una vez y por todas para siempre, sino que necesita de su renovación permanente, máxime en una sociedad socialista – como la cubana – que proclama la plena libertad del ser humano, principio y fin último de dicho proyecto.

Además, hacer descansar la defensa del proyecto socialista cubano, cada vez más, en la deuda social que solventó la revolución cubana con su pueblo y en la contradicción externa con el oponente histórico de la nación cubana –los Estados Unidos de América- podría conducir, como mínimo, a dos errores estratégicos:

Subestimar el peso de las propias transformaciones y contradicciones internas de la sociedad cubana, como fuente esencial e imprescindible del consenso.

Sobrestimar el ángulo subjetivo que representa – como factor de unidad y consenso ante el enemigo externo – el diferendo histórico cubano-norteamericano.

Opinamos que precisamente estas son las causas que hoy están en la base de la no adecuada percepción de los consensos y disensos en el seno de la sociedad cubana y las – siempre difíciles y complejas – relaciones entre la mayoría y las minorías en nuestra realidad político -social, como factores emergentes – entre otros – que reclaman una solución a nivel de debates y participación, como elementos de legitimación permanente y continuada del Poder político en Cuba[48].

Es que no debemos olvidar nunca esta contundente verdad: «… el consensus político, una vez establecido o ratificado, no excluye la posibilidad de la discrepancia sobre las decisiones políticas concretas. Es más, sólo será viable y no quedará reducido a la letra muerta o utopía si se acierta a articular eficazmente la posible discrepancia respecto a las decisiones políticas concretas, que se plasman jurídicamente en las leyes, decretos y órdenes ministeriales, y, políticamente, en actos de gobierno»[49].

Igual posición defiende Murillo Ferrol cuando concibe al consensus fundamental como «el acuerdo existente sobre los términos del juego político mismo, que no impide la existencia de puntos de vista muy diversos sobre los problemas concretos; antes bien, que es precisamente lo que hace posible que estos puntos de vista puedan coexistir sin destruirse mutuamente»[50].

Afirmamos, por nuestra parte, que es posible el acuerdo (consenso político) sobre las instituciones, la estructura política y jurídica del Estado y sobre las reglas del juego de la vida política, sin que por ello se cuestione – o reprima – la discrepancia sobre las decisiones políticas concretas y específicas que se adopten en el seno de esas mismas instituciones sobre las que se ha logrado en consenso. Por el contrario, opinamos que estas últimas – las discrepancias –, en última instancia, fortalecen el consenso porque democratizan el sistema político y propician la participación popular.

En definitiva, creemos que las cubanas y cubanos, nuestros órganos de Poder y nuestros/as dirigentes deben reconocer e interiorizar que los hombres – y mujeres - somos falibles por naturaleza y propia constitución, por lo que no debemos aspirar – y mucho menos pretender – nunca a la unanimidad de todos/as sobre algo – y mucho menos de todos/as sobre todo. Conscientes de nuestras “sanas limitaciones”, sería mejor, viable y deseable que tratáramos, como más, de ponernos de acuerdo en las reglas del juego – algo fundamental – que es lo “instrumental” del ejercicio del Poder político.

Así lograríamos asumir «que de la misma manera que, de hecho, es muy difícil que se den en la realidad los tipos ideales de Poder político, también lo es que una forma de Poder político determinada logre el consensus total de la masa de los ciudadanos»[51].

 

 

6. – Propuestas perfeccionadoras para Cuba desde la perspectiva iuspublicista romano-latina

 

Con el objetivo de mantener mecanismos permanentes de legitimación del poder político en nuestro país, que tomen como referente democrático el modelo constitucional de la República romana y la “libertad de los antiguos”, con sus instituciones tribunicias de control del ejercicio de la función pública por el soberano (el pueblo) investido de potestas, proponemos perfeccionar el sistema de reforma constitucional, para promover la iniciativa y participación popular en la actividad legisferante, del siguiente modo:

Cuando la población, haciendo uso del derecho de iniciativa legislativa que le confiere la Constitución (art. 88 inciso g), sea quien proponga la reforma, esta petición deberá someterse a referéndum, sea cual sea su contenido, exceptuando la cláusula de intangibilidad que establece el artículo 137[52], siempre y cuando lo solicite un número de electores representativo del cuerpo electoral, lo cual será regulado con rango constitucional.

Aquí estaríamos en presencia de un referéndum por iniciativa popular. La Asamblea estará en la obligación de buscar la opinión del pueblo sobre si está de acuerdo o no con el cambio, no podrá, como si lo hace ahora, decidir por sí sola si cree que la modificación es conveniente o no.

Deberá establecerse la reserva de ley material, para los derechos, deberes y garantías fundamentales, con lo que se lograría que si se pretende cambiar cualquiera de estos, inevitablemente habrá que recurrir al referéndum.

La población tendrá el derecho de exigir, que cualquier ley en sentido estricto sea sometida a su aprobación, siempre y cuando lo solicite un número de electores representativo del cuerpo electoral, lo cual será regulado con rango de ley (reserva de ley tanto formal como material). De este modo estaríamos reconociendo el referéndum por vía de petición popular.

Se regulará el plebiscito, que no está contemplado en la legislación actual, ya que el estado no siempre actúa guiándose por las normas, no porque las incumpla (aunque puede suceder y de hecho sucede) sino porque goza de ciertas facultades y libertad de actuación, por esto creo importante obligarlo a pedir el consentimiento popular para realizar determinados actos. Los contenidos especialmente protegidos podrían ser, entre otros, proyectos de integración, ayuda militar o apoyo a determinado país en guerra; y a un nivel inferior, el presupuesto estatal anual en cada municipio.

El plebiscito no debe restringirse a los casos previstos en la norma, sino que la población también podrá solicitar, que se realice la consulta cuando lo crea necesario, obligando de esta forma al estado a realizarla, siempre y cuando lo solicite un número de electores representativo del cuerpo electoral, lo cual será regulado con rango de ley en sentido estricto.

Este derecho de consulta popular en sus distintas modalidades, será reconocido constitucionalmente como uno de los derechos fundamentales, con lo que recibirá protección y tendrá carácter vinculante en todos los casos, con independencia de las consultas populares consultivas que quiera realizar el Estado, las cuales pueden ser vetadas por cualquiera de las formas descritas con anterioridad.

Un aspecto importante que aportan todas las consultas, es que constituyen una forma efectiva de que el pueblo participe en la aprobación de las leyes, es importante que formen parte de las discusiones de los proyectos, para que en estos se reflejen las necesidades reales, pero también es imprescindible que sea la población quien decida el destino final del proyecto, es lógico que esto no sea en todos los casos pues sería un proceso lento, que frenaría el desarrollo legislativo, pero si las que toquen aspectos trascendentales.

Otra cuestión fundamental lo constituye, sin dudas, la preparación política y cultural, y a fin de cuentas general, que debe poseer la población, para ser capaz de decidir con conocimiento de causa; por eso es importante que las preguntas que se hagan en las consultas sean lineales y sencillas, y que antes de realizarse las consultas existan debates, incluso por los medios de comunicación, en los que se le aporte a los ciudadanos todas las posiciones sobre el particular, los pro y los contra y no una sola versión o posición con respecto a la materia que se discute.

La creación de una institución de tipo tribunicia es un poco más complicada, porque hay que insertarla en un sistema, con muchos más mecanismos de los que existían en Roma, sin crear antinomias. En la actualidad donde por el número de población se hace muy difícil, o casi imposible, realizar asambleas generales populares, esta institución no podría tener la facultad de vetar políticas de gobierno, ni leyes en sentido estricto, sino que su campo de acción quedaría reducido a vetar actos administrativos que afecten a la colectividad y disposiciones de menor rango, todo a escala municipal.

El órgano estaría formado por cinco miembros que no podrán pertenecer a ningún otro órgano del estado (cinco notables), su único compromiso será responder a los intereses de sus electores. El modo de elección y revocación será el mismo que está implementado para los delegados municipales, y tendrán competencia para vetar cualquier disposición normativa emitida por la Asamblea Municipal del Poder Popular y los demás órganos inferiores, siempre que violen la Constitución, una norma de mayor jerarquía, contenga cuestiones que solo deben ser reguladas por ley o no respondan a los intereses del pueblo, además de los actos administrativo emitidos a esa instancia.

Sus decisiones en el caso de los actos administrativos, solo podrán ser recurridas ante tribunal competente y en el caso de las disposiciones normativas solo ante un Tribunal Constitucional, que considero debe crearse.

Este Tribunal debe tener carácter constitucional, y ser un elemento especialmente protegido en la cláusula de reforma, lo que le daría seguridad jurídica y jerarquía dentro del sistema político cubano.

Cuando la Asamblea Nacional no cumpla con todas las formas de referendo y plebiscito establecidos, en el momento en que se encuentra en la obligación de realizarlos, cualquier persona natural o jurídica podrá, por vía de acción, promover un recurso de inconstitucionalidad ante el mencionado Tribunal Constitucional, quien tendrá que fallar y definir si la consulta debió hacerse o no. Si la respuesta es afirmativa, le otorgará a la Asamblea el plazo de 30 días para subsanar la omisión, y si en este plazo no se realiza la consulta, quedará disuelta la Asamblea Nacional, y su Consejo de Estado, y se pasará a elecciones extraordinarias, que se regularán adecuadamente en la Ley electoral.

Todas estas propuestas requieren de una gran reforma constitucional, pero sobre todo de una gran voluntad política, primero, para llevarlas a cabo y, segundo, para después de aprobadas estructurarlas convirtiéndolas en práctica institucional y social en nuestro país.

Esta reforma costitucional requerirá referendo, pero creemos que éste es hoy ya necesario e imprescindible, a treinta años de aprobada y puesta en vigor la Constitución de 24 de febrero de 1976, para continuar andando el camino de la legitimidad permanente de nuestro sistema económico, político y social, el que se debate, como en toda sociedad humana politicamente organizada, entre el consenso y el disenso de su sociedad civil.

Reconocemos que para Cuba y los cubanos y cubanas - por razones de cultura, idiosincrasia, impacto de una revolución violenta y traumática y como resultado de vivir en un país bloqueado y asediado por más de cuarenta años[53], entre otras múltiples y diversas causas - nos resulta difícil y complejo asumir primero – y practicar después – estas verdades de perogrullo sobre la legitimación consensuada del poder político, en lo referido, esencialmente, al disenso y discrepancia instrumental sobre el proyecto económico – político – social de país.

Ahora bien, independientemente de ello, creemos que encontraremos entre todos/as el camino que nos conduzca a mantener y sostener un proyecto de independencia nacional, soberanía popular y democracia inclusiva, con justicia social y dignidad humana. Opinamos que estos mínimos (¿no serán máximos?) nos bastarán para construir nuestro proyecto de nación.

La tarea es ciclópea, el camino difícil, el reto inconmensurable, pero como nos anunció Max Weber «seguramente cada experiencia histórica confirma como verdad que el hombre [y mujer] no hubieran alcanzado lo posible, si él [o ella] reiteradamente no se hubiera [n] propuesto alcanzar lo imposible»[54]. El pueblo cubano, consideramos, con méritos propios y suficientes ha alcanzado lo posible, quizás en este Tercer Milenio tengamos la cita con lo “imposible”.

 

 

7. – Bibliografía

 

Azcuy, H.: Cuba y los Derechos Humanos, artículo inédito, La Habana 1995. Badía, Juan Ferrando: Estudios de Ciencia Política, Cuarta edición, Madrid 1992. Butler, D. y Ranney, A.: Referendums: a comparative study of practice an theory, American Enterprice Institute for Public Policy Research, Washington 1978. Catalano, P.: Un concepto olvidado: poder negativo, Costituzionalismo latino I, Istituto Universitario di Studi Europei – Torino, Consiglio Nazionale delle Ricerche, Progetto Italia - América Latina, Roma 1991. Di Ruffia, B.P.:Derecho Constitucional, Editorial Lex, Madrid 1965. Duverger, M.: Institution politiques et Droit constitutionnel (11 edición), París 1970. Duverger, M.: Méthodes de la science politique, París 1959. Fernández Bultè, J.: ¿Existe en Cuba un Estado de Derecho?, ensayo inédito, La Habana 1992. Ferrero, G.: Pouvoir: Les génies invisibles de la cité, París 1962. Lipset, S.M.: Political Man, Londres 1969. Murillo Ferrol, F.: Estudios de sociología política, Madrid 1963. Rousseau, J.J.: El contrato social, Obras escogidas, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana 1973. Rousseau, J.J.: El contrato social, Editorial Tecnos (Grupo Anaya SA), Madrid 2002. Sánchez Agesta, L.: Principios de Teoría política (4ta edición), Madrid 1972. Sartori, G.: Teoría de la democracia, t. 2, Alianza Editorial, México 1998. Valdés Lobán, E.: Sistema Electoral y Legitimidad, Revista Cauce No.1/1995, Unión Nacional de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC), Pinar del Río - Cuba. Weber, M.: Economía y sociedad, Fondo de Cultura Económica, México 1969.

 

 



 

[1] Este trabajo constituye uno de los varios acercamientos de los autores al tema general del perfeccionamiento democrático de la sociedad cubana, en su etapa posterior al 1 de enero de 1959.

 

[2] El tema de la legitimidad por el consensus se constituyó para la Ciencia política, la Filosofía política y la Sociología política, desde los siglos XVII y XVIII, en objeto de estudio principal y permanente, integrándose como una de las bases de la teoría científico-polìtica moderna.

 

[3] Al decir del Profesor Juan Ferrando Badía, en su libro Estudios de Ciencia Política, Cuarta edición, Madrid 1992, 472.

 

[4] Sobre este particular son interesantes e importantes los estudios de Marsall (París 1958) y Max Weber (París1969), entre otros.

 

[5] Nos referimos, hiperbólicamente, a la relación entre el Poder y el Dios Jano de la mitología latina. Este dios de las dos caras cuya esfinge se hallaba impresa en las monedas de la República romana, al igual que aquél – el Poder –, tienen una doble vertiente, como expresión de Potestas y como manifestación de  Auctoritas. Además, la expresión se la tomo “prestada” al Profesor Ferrando Badía.

 

[6] Sánchez Agesta, L.: Principios de Teoría  política (4ta edición), Madrid 1972, 391.

 

[7] Ferrando Badìa, J.: Ididem, 470.

 

[8] Murillo Ferrol, F.: Estudios de sociología  política, Madrid 1963, 228.

 

[9] Ibidem, 230.

 

[10] Duverger, M.: Méthodes de la science politique, París 1959, 15.

 

[11] Ferrando Badía, J.: Op. cit., 472.

 

[12] Duverger, M.: Op. cit., 8.

 

[13] Como nos puntualizara el Profesor Ferrando Badía, el consensus  político «supone la existencia de una constitución – escrita o no –, de unos cauces para la vida política por donde discurran las decisiones políticas de los gobernantes sobre la gestión de los primeros, y supone también la aceptación comunitaria de la una y de los otros»(op. cit., 481).

 

[14] Lipset, S.M.: Political Man, Londres 1969, 3.

 

[15] Ferrero, G.: Pouvoir: Les génies invisibles de la cité, París 1962, 122 y 130.

 

[16] Sartori, G.: Teoría de la democracia, t. 2, Alianza Editorial, México 1998, 41.

 

[17] Rousseau, J.J.: El contrato social, Editorial Tecnos (Grupo Anaya SA), Madrid 2002, 17.

 

[18] Ibidem, 25.

 

[19] Rousseau, J.J.: El contrato social, Obras escogidas, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana 1973, 662.

 

[20] Rousseau, J.J.: El contrato social, Editorial Tecnos (Grupo Anaya SA), Madrid 2002, 26.

 

[21] Lo que hoy puede ser de gran trascendencia, por la situación económica política, o social, quizás mañana ya no lo sea y pasa a tomar protagonismo otra cuestión.

 

[22] Surge en Roma para que la plebe adoptara y votara resoluciones que le permitieran preservar y mejorar sus intereses ante la clase patricia y el Estado romano.

 

[23] A pesar de que los autores han utilizado el término gobierno, considero que sería más abrcador referirnos a Estado, ya que no siempre el órgano que controla la consulta es el que desempeña la función ejecutiva administrativa, sino que puede hacerlo el legislativo o cualquier otro órgano de poder.

 

[24] Butler, D. y Ranney, A.: Referendums: a comparative study of practice an theory, American Enterprice Institute for Public Policy Research, Washington 1978, 23 y 24.

 

[25] Durante más de 200 años, lamentablemente, se ha mantenido un fuerte y profundo diferendo entre Estados Unidos y Cuba, originado por la voluntad de los gobiernos norteamericanos de mantener a Cuba bajo su dominación geopolítica.

 

[26] Azcuy, H.: Cuba y los Derechos Humanos, artículo inédito, La Habana 1995, 1.

 

[27] Debe recordarse que Fulgencio Batista Zaldivar sometió al pueblo de Cuba a una feroz y sangrienta dictadura (1952 a 1958) que rompió y violentó la propia legitimidad burguesa y defraudó a sus propias instituciones representativas.

 

[28] Téngase en cuenta que los partidos tradicionales no intentaron siquiera reconstruirse o renovarse después del 1 de enero de 1959, dado su descrédito, pérdida de legitimidad y desborde que les produjo el triunfo de una revolución por la vía de la lucha armada.

 

[29] Ferrando Badía, J.: Op. cit., 479.

 

[30] Fernández Bultè, J.: ¿Existe en Cuba un Estado de Derecho?, ensayo inédito, La Habana, 1992.

 

[31] Sustento la legitimidad y duración del período de provisionalidad de la revolución cubana, en fundamentos tales como los expuestos por el Profesor Ferrando Badía: «Los principios de legitimidad no se improvisan. No cambian bruscamente. Un país en evolución transforma sus propios principios de legitimidad. Estos resultan, pues, ser productos de la historia» (Ferrando Badìa, J.: Ídem, 479).

 

[32] En 1959, la Ley Fundamental del país proclamada por la revolución triunfante en el poder, fue una reivindicación de la Constitución burguesa de 1940, que había sido suprimida por Batista.

 

[33] Datos oficiales ofrecidos por la Comisión Electoral de la República de Cuba, a cargo del Referéndum Constitucional del 15 de febrero de 1976.

 

[34] Fernández Bultè, J.: Op. cit., 16.

 

[35] Debe tenerse en cuenta que el carácter socialista de la revolución cubana fue proclamado oficialmente el 16 de abril de 1961, en vísperas de la agresión mercenaria norteamericana por Bahía de Cochinos (Playa Giròn), en el entierro a las víctimas del bombardeo del 15 de abril que le antecedió.  Amerita destacar que – al menos – podemos calificar de interesante los rápidos cambios que se produjeron en la cultura política y en los valores del pueblo cubano, que permitieron transitar del predominio del anticomunismo a la implantación del socialismo en el país, en menos de treinta meses.

 

[36] También inciden otros factores como pueden ser la elección de mandatarios, los mecanismos de revocación, la rendición de cuentas y  otras vías de control del poder estatal, entre otros que pudieran considerarse.

 

[37] Constitución de la República de Cuba, Combinado de Periódicos Granma, La Habana 2001, 4.

 

[38] Ibidem, 22.

 

[39] Ley No. 72: Ley Electoral, Gaceta Oficial Ordinaria de la República de Cuba de 2 de noviembre de 1992, La Habana, 45.

 

[40] Ferrando Badía, J.: Op. cit., 480.

 

[41] Valdés Lobán, E.: Sistema Electoral y Legitimidad, Revista Cauce 1/1995, Unión Nacional de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC), Pinar del Río - Cuba, 32.

           

[42] Ibidem, 33

 

[43] Evidentemente reconocemos limitaciones, carencias e imperfecciones en el Sistema Electoral cubano, las que evalúa uno de los autores de este trabajo en el artículo ya mencionado (Sistema Electoral y Legitimidad), donde igualmente formula y adelanta ideas para su perfeccionamiento. En consecuencia, para una mayor profundización sobre el particular podría consultarse el mencionado texto.

 

[44] Fernández Bultè, J.: Op. cit., 21.

 

[45] Ibidem, 18.

 

[46] Duverger, M.: Institution  politiques et Droit constitutionnel (11na. edición), París 1970, 15.

 

[47] Ubicamos convencionalmente esta fecha como la del inicio de la crisis de valores y consensos en Cuba porque el derrumbe del Sistema Socialista Mundial (1989-1991) y el recrudecimiento del bloqueo norteamericano a Cuba durante la década de los años 90, unido a las deficiencias estructurales del modelo socialista cubano, ha sumergido al país en la más severa crisis económica de su historia contemporánea, lo que lógicamente repercute en todas las esferas de la vida política y social, incluida – claro está – las fuentes legitimadoras del Poder político.

 

[48] Al respecto sería interesante – e imprescindible a nuestro modo de ver – acudir a Gramsci y sus medulares y esenciales análisis sobre temas tales como: dictadura y hegemonía, relaciones entre las mayorías y minorías, la necesidad del consenso para la gobernabilidad y el ejercicio democrático del poder, entre otros.

 

[49] Ferrando Badìa, J.: Op. cit., 481.

 

[50] Murillo Ferrol, F.: Op. cit., 113.

 

[51] Ferrando Badía, J.: Op. cit., 483.

 

[52] No puede ser modificado lo que se refiere al sistema político, social y económico, cuyo carácter irrevocable lo establece el artículo 3 del capítulo I, y la prohibición de negociar bajo agresión, amenaza o coerción de una potencia extranjera, como se dispone en el artículo 11.

 

[53] Recordemos que, como alguien bien dijo, a las fortalezas sitiadas no le son afines los modelos democráticos de ejercicio del poder.

 

[54] Weber, M.: Economía y sociedad, Fondo de Cultura Económica, México 1969, 176.