LEGALIDAD Y LEGITIMIDAD DEL PODER
POLÍTICO EN CUBA: RETOS Y DESAFÍOS[1]
Universidad de Pinar del Río
Cuba
Sommario: 1. Introducción. – 2. Las dos caras del dios Jano:
“potestas” y “auctoritas”. – 3. La revolución cubana en el poder:
la búsqueda y consolidación de su legitimidad. – 4. La renovación permanente de la
legitimidad: necesidad estratégica para Cuba. – Bibliografía.
En
el mundo de los fenómenos políticos por excelencia – que son los fenómenos o
situaciones del Poder – los términos consensus
y oposición, creencias y coacción, autoridad y poder, son términos de difícil –
o imposible – separación. Es que aunque el Poder es autoridad – que se
relaciona directamente al logro de la legitimidad – también es posibilidad de
recurrir al uso de la fuerza como última
ratio para imponer sus decisiones cuando y donde tropiece con oposiciones.
Pero
independientemente de la verdad evidente de que la autoridad exige siempre
obediencia, por lo que se nos presenta comúnmente como una compleja mezcla de
poder y violencia difícil de digerir; sin embargo, la esencia del debate iusfilosófico se centra hoy en la legitimidad del Poder.
La
legitimidad es, en consecuencia, uno de los problemas esenciales de
Es
importante comprender y aprehender que la legitimidad afecta directamente al
propio origen del Poder y a las diversas formas de su ejercicio, de forma tal
que no sería aventurado – aunque sí arriesgado - afirmar que lo segundo - el
Poder - es una consecuencia y no la causa de lo primero - la legitimidad.
Entonces,
el Poder no debe ser un “simple” y “sencillo” hecho material, que se imponga o
pueda imponer a todos contra su propia voluntad y violentando su consenso, ya
que - por el contrario - debe vincularse, ante todo, a las ideas, creencias y
representaciones colectivas para legitimarse. Ante todo, porque de la
legitimidad de un régimen económico – político - social dependerá, con mucho y
esencialmente, la propia estabilidad, permanencia y perdurabilidad del mismo.
Ahora
bien, también es importante tener en cuenta que: cada forma de Poder Político
se basa en una clase de legitimidad[4].
Dicho de otro modo, las diferentes formas de Poder político, las diversas
manifestaciones jurídicas del Estado y las distintas estructuras políticas del
mismo tienen su propia, característica y singular legitimidad, que a su vez
constituye e integra la base justificativa y el fundamento de las disímiles
modalidades en que se concreta dicho Poder político.
Este
análisis, claro que sí, es también válido y necesario para Cuba,
independientemente de que cuando se trata de esta Isla - tan polémica y
polemizada - se desaten todas las pasiones - las filias y las fobias -, muestra
fehaciente de que, al menos, la obra de la nación cubana, de su pueblo, de sus
hombres y mujeres, no pasa inadvertida para muchas personas de disímiles
latitudes, credos políticos, creencias religiosas, filosofías, culturas, color
de la piel y género.
Sirva el
presente trabajo como contribución al estudio de la legalidad y legitimidad del
ejercicio del Poder público político en Cuba. Sus pretensiones son modestas
pero altruistas: abogar por el derecho del pueblo cubano a legitimar
soberanamente, por sí y ante sí, el Poder político que emane de su voluntad,
sin injerencia extranjera ni uso de la fuerza contra él, o amenaza del uso de
la misma, desde el exterior, por cualquier país o grupo de países.
Como
bien apuntara el Profesor Sánchez Agesta: «No hay poder sin obediencia… Mandar
y obedecer son los elementos internos en que se resuelve la acción de poder, y
están tan íntimamente ligados entre sí, que recíprocamente se engendran… No
manda quien quiere, sino quien puede, quien encuentra obediencia…»[6].
Apuntamos
nosotros que, dicho de otro modo, al poder le es consustancial la legitimidad como antídoto a la tiranía y
al abuso de su ejercicio. En consecuencia, el Poder no es sólo potestas, o simple capacidad efectiva de
hacerse obedecer, sino que además debe ser expresión de auctoritas, es decir, legitimarse como título o derecho que faculta
para exigir una obediencia.
Sobre
el particular afirmó Juan Ferrando Badía: «La autoridad subraya un título o
derecho. Frente al poder, que es una mera realidad de hecho, … la autoridad representa el título o derecho a exigir
esa obediencia, es decir, la autoridad apunta directamente al título de
legitimidad del poder»[7].
Pero,
insistimos, el Poder también tiene siempre un componente de coacción, una cierta dimensión corpórea, es una expresión material que se puede ver y tocar, siendo estas
manifestaciones la consumación de la potestas,
claramente sustentada en el ejercicio de la fuerza. Consecuentemente con ello,
toda auctoritas (autoridad), en tanto
y en cuanto implicará siempre una determinada capacidad y posibilidad efectiva
y material de hacerse obedecer, entrañará asimismo potestas (poder).
Lo
que caracteriza la contemporaneidad, cada vez más, es que la autoridad sea, ante
todo, expresión de un poder legitimado,
«poder capaz de obtener obediencia sin el recurso inmediato a la fuerza; lo que
es decisivo en el concepto es precisamente esta vertiente del logro de la
obediencia»[8].
Por
lo tanto, concluye Murillo Ferrol, un Poder político es considerado como
legítimo «en tanto que obtiene obediencia sin necesidad del recurso a la
fuerza, de una manera institucionalizada y normalizada. Lo cual supone que los
hombres le obedecen [al poder] por referencia a algún valor comúnmente
aceptado, que forma parte del consensus»[9].
Aquí
sale a luz una característica principalísima de la autoridad política
constituida democráticamente: el consensus. Entendido como «el acuerdo
que existe en una sociedad dada en torno a sus estructuras, jerarquías…
autoridad…»[10].
Es
por ello que podemos afirmar que el consensus
logrado en torno al ejercicio de un Poder político dado es manifestación
contrastable de su legitimidad. Entonces, es válido afirmar que la autoridad
política es directamente proporcional al consensus
logrado, siendo mayor aquélla cuando éste aumenta.
En
definitiva, consensus y legitimidad
se implican, ya que el consensus “es
la proyección subjetiva – el reverso – de la legitimidad”[11].
Tal y como lo expresó Duverger, el consensus
«es el acuerdo – más o menos completo – que existe en una determinada sociedad
sobre sus estructuras, jerarquía, orientación, etcétera. El acuerdo sobre la
autoridad, los gobernantes, sobre el poder es evidentemente uno de los
elementos fundamentales del consensus»[12].
Sin
lugar a dudas, este consensus político
implica un acuerdo concordante, al menos, sobre la organización política de la
comunidad y sobre el sistema jurídico y dinámica política interna del Estado,
así como de sus métodos de actuación[13].
En
consecuencia, es la legitimidad por el consensus
que otorga auctoritas la aspiración
última y suprema del Poder, ya que cuando quien manda se hace obedecer, no por
el burdo uso de la fuerza – o la violencia – sino mediante el logro del consensus de los ciudadanos, nos
hallamos – sólo entonces – ante un Poder legítimo, emergente de la auctoritas, y no impuesto por la mera potestas sustentada en la coacción y
represión – legal y necesaria, en ocasiones, por ser consustancial al Poder –
no deseable en un ejercicio democrático del mismo.
Ahora
bien, como nos apuntó Lipset, «el concepto de legitimidad implica una creencia
popular en el valor social de las instituciones existentes, así como en la
capacidad del régimen para asegurar la conservación de esta creencia»[14].
Al
respecto Ferrero planteó que «un gobierno es legítimo si el poder es atribuido
y ejercido según principios y reglas aceptadas sin discusión por aquellos que
deben obedecer… un principio de legitimidad no está jamás aislado…, armoniza
siempre con las costumbres, cultura, religión, intereses económicos de una
época»[15].
En
definitiva, resumamos afirmando que la legitimación se refiere a la
concordancia del Poder con los anhelos, aspiraciones, necesidades e imaginario
colectivo de una comunidad humana. Sólo cuando el Poder logra encarnar y
representar los principios, estructura deseada y fines perseguidos por la
voluntad manifiesta de la comunidad, puede ser además de legal un Poder también legítimo,
o sea, convertirse en un Poder aceptado por consenso de los gobernados.
La
revolución cubana triunfante el 1 de enero de 1959 tampoco, ni con mucho, ha
escapado del debate sobre la legitimación democrática del poder y la permanente
búsqueda de la misma en la práctica institucional, jurídica, sociológica y
política.
Además,
este debate teórico y ejercicio práctico se produce en un contexto de ruptura
con la legitimidad anteriormente existente en el país – quebrantada por el hecho
revolucionario violento y traumático – y de exacerbación de las contradicciones
– ya históricas – existentes entre Cuba y los Estados Unidos de América[16].
Sobre
este trascendental hecho histórico afirmó el Profesor Hugo Azcuy: «Se ha dicho
que la diferencia específica del caso cubano respecto a los países socialistas
del Este europeo está en que
Profundicemos
sobre el particular. Ante todo debemos apuntar que, a nuestro entender, nunca
antes en la corta historia republicana del país, había sido tan profunda y
evidente la pérdida de legitimidad del ordenamiento sociopolítico cubano como
en los años finales del Gobierno de Fulgencio Batista[18].
Con
su golpe de Estado del 10 de marzo de 1952, Batista despojó a los partidos
políticos de su campo de acción y éstos permanecieron inermes ante el
Presidente - Tirano, quien los manipuló a su antojo, como regla general. Desde
el quinto año del régimen batistiano (1956), con la anecdótica excepción del
expresidente Grau San Martín y su Partido Auténtico, fue ostensible y notoria
la falta de presencia de los partidos tradicionales en el escenario nacional,
lo que devino definitivo y permanente a partir del 1 de enero de 1959 con el
triunfo de la revolución[19].
Es
así que la revolución cubana emerge como elemento esencial del consenso y
expresión de la capacidad de resistencia del pueblo cubano frente a las
adversidades sufridas, lo que pone de manifiesto un elemento significativo de la
historia concreta en que se engarza todo proceso revolucionario legítimo, al
responder al imaginario colectivo de necesidades identificadas y compartidas
por la mayoría de la sociedad.
Entonces
la revolución cubana, que constituyó una solución de ruptura violenta del viejo
orden institucional, se lanzó a la construcción de su legitimidad distintiva.
Recordemos al respecto la concluyente afirmación del Profesor Ferrando Badía:
«Cuando se produce una ruptura de legitimidades para que el régimen creado logre
la confianza de los ciudadanos necesita crear su propia legitimidad…»[20].
La
legitimidad de la revolución triunfante el 1 de enero de 1959 en Cuba se
fundamentó en la teoría de la revolución
como fuente de Derecho, de larga data y amplio reconocimiento, ya que como
apuntara el Profesor Fernández Bulté: «Es que, quiérase que no, la legitimación
de la misma sociedad que generó lo más conspicuo del pensamiento jusfilosófico,
es decir, la sociedad burguesa moderna, nace de un acontecer fáctico descarnado
y violento: las grandes revoluciones burguesas de los siglos XVIII y XIX. De
ahí que incluso la teoría de la revolución como fuente de Derecho sea admitida
casi indiscutiblemente entre todos los autores, pasando por George Meyer;
Anschuz; los seguidores de la teoría política francesa, entre otros Gradu y
Smein; cruzando por el mismo Kelsen; y concluyendo con hombres como Max Weber,
E. Lederer y A. Vierkan»[21].
De
este modo Cuba vivió entre 1959 y 1976 un período de provisionalidad
institucional “santificado” y “arropado” bajo el manto de la legitimación por
efecto de la acción revolucionaria. Esta insólita duración de casi dieciocho
años para algo considerado provisional, período donde los conceptos de
transitoriedad y emergencia adquirieron, con contradicción evidente, una
presencia continua que los convirtió en características permanentes de la
sociedad cubana de la época, sin embargo, curiosamente, no es hoy el objeto
principal de cuestionamiento de legitimidad que se formula al Gobierno cubano.
Pero
a esta provisionalidad fundada -
debidamente, en mi opinión - en la revolución como fuente de derecho y
legitimidad[22],
le dio continuidad histórica legitimadora el referendum del 15 de febrero de 1976. Por el mismo se convocó a las
urnas para aprobar o no la primera Constitución socialista en toda la historia
del país[23]
y los datos sobre los resultados del mismo hablan por sí solos, dada su
contundencia[24]:
Electores registrados |
5
717 266 |
100% |
Votaron |
5
602 973 |
98% |
Votos
afirmativos |
5
473 543 |
97,7% |
Votos
negativos |
54 086 |
1,0% |
Votos
en blanco |
44 221 |
0,8% |
Boletas
anuladas |
31 148 |
0,5% |
Valorando
estos resultados el Profesor Fernández Bulté afirmó enfáticamente: «De tal
modo, la nueva Constitución socialista y con ella el sistema económico y social
que se refrenda en esta Carta Magna, disponían del mecanismo de legitimación [el subrayado es nuestro] más
incuestionable de toda la teoría y práctica constitucional moderna: la consulta
popular, directa, mediante referendum
de extraordinarias proporciones y con fabulosas garantías»[25].
Con
la entrada en vigor de
De
forma tal que, con el referendum constitucional de 1976, se
legitimó la opción socialista de la revolución cubana[26],
su proyecto económico – político – social y su consagración estatal, dándose
así un espaldarazo renovador a la virtualidad democrática de la opción
socialista cubana.
Independientemente
de la evidencia contrastable del consenso logrado por la revolución cubana,
puesto de manifiesto en el referendum de
1976, se continuó cuestionando, desde el exterior de Cuba y fundamentalmente
por los diferentes gobiernos norteamericanos, la legitimidad de la misma.
Desconociéndose así por estos círculos «que el referendum – como derecho del cuerpo electoral a aprobar o denegar
con su voto un texto legal sometido por los gobernantes – es una de las
instituciones fundamentales de la democracia directa»[27].
Posterior
al referendum constitucional, opino
que un mecanismo permanente de legitimación que se instrumentó y se ha
conservado en Cuba es el de las elecciones – que además le es inherente, como
instrumentación legitimadora, a cualquier sistema democrático. Al respecto
apunté en un artículo que «hablar en el mundo de hoy del sistema electoral es
referirnos a la piedra angular y básica sobre la que se estructura todo
basamento técnico que define la legitimidad,
viabilidad y poder de crédito político de un régimen dado en la modernidad.
Pero además, aludir al sistema electoral no es sólo una reflexión
teórico-jurídica sino, también, un debate político»[28].
Afirmando
después: «Para Cuba toda esta carga política e ideológica que encierra el tema
del sistema electoral cobra especial significado en un contexto extrínseco e intrínseco.
Hacia el interior porque debe y tiene que demostrar a su pueblo las virtudes de
un sistema electoral capaz de garantizar el ejercicio soberano de la
independencia nacional, que está en sus manos; hacia el exterior porque debe y
tiene que demostrar que el régimen político y social existente se legitima y constituye mediante el
sometimiento absoluto a la voluntad soberana del pueblo que lo elige…»[29].
En
consecuencia, debemos dar respuesta a la siguiente pregunta: ¿Legitima el
sistema electoral cubano al régimen que elige y se constituye como resultado de
su ejercicio? Opino que sí, que en nuestro sistema electoral se dan los
requisitos y presupuestos básicos y esenciales que garantizan la legitimidad
del régimen que sobrevenga como resultado del ejercicio de su dinámica.
Estos
requisitos y presupuestos, que concurren en el caso cubano y que hoy acepta la
doctrina moderna constitucionalista como expresión democrática y garantista de
los derechos del ciudadano, por sólo citar los más importantes son:
Voto
libre, igual y secreto.
Amplio
ejercicio del sufragio activo y pasivo.
Democrático
sistema de postulación y nominación de candidatos a integrar los órganos
electivos.
Reconocimiento
del sistema de referendum como vía de
consulta al pueblo[30].
Sobre
este particular se pronuncia el Profesor Fernández Bulté cuando afirma: «No
sería exagerado decir que el grado de democratismo de esas elecciones [las
cubanas] constituye el cimiento de la legitimación del Estado cubano y, con
ello, un elemento fundamental de su consideración o no como Estado de Derecho»[31].
Afirmando
también el proprio Profesor Bulté: «En otras palabras: un sistema electoral y
de representatividad política se valida por su capacidad de movilización e
intervención de las grandes masas, de las mayorías absolutas, en la gestión
estatal. Cuando esto es logrado está sentada la premisa formal,
polìtico-institucional de la democracia, y está asentada jurídicamente la
continuidad y permanencia de legitimación de un Estado»[32].
Opino
que todos estos argumentos legitimadores sustentan y fundamentan el nivel de
consenso y autoridad del gobierno emergente de la revolución cubana triunfante
el 1 de enero de 1959, durante todo el período que podríamos denominar de
institucionalización, posterior al año 1976.
Pero
independientemente de ello no debemos olvidar la máxima de Duverger: «… el
poder no es un simple hecho material…; está vinculado íntimamente a las ideas,
creencias y representaciones colectivas. Lo que los hombres [y mujeres] piensan
del poder es uno de los fundamentos esenciales del mismo»[33].
Por
todo ello no debemos, los cubanos y las cubanas, olvidar el derecho – deber que
tenemos de buscar – exigir la legitimidad del Poder político existente en
nuestro país; mucho más teniendo en cuenta que a partir del año 1990[34]
la sociedad cubana ha perdido homogeneidad, ha experimentado fragmentación y se
han deprimido sus niveles de consensualidad sobre el proyecto socialista
cubano. Todo ello debe conducirnos necesariamente a una redefinición y
reacomodo de las fuentes de legitimidad del sistema, ya que cada vez resulta
más obvio que la disgregación que sufre la sociedad cubana – como efecto de la
crisis económica y los cambios sobrevenidos por ella – erosiona valores y
genera nuevas necesidades que, evidentemente, no pueden ser resueltos del mismo
modo que antes.
La
legitimidad del Poder político es una de estas necesidades generadas por la
crisis de los años 90 en Cuba, ya que el consensus
sobre éste no se logra de una vez y por todas para siempre, sino que necesita
de su renovación permanente, máxime en una sociedad socialista - como la cubana
- que proclama la plena libertad del ser humano, principio y fin último de
dicho proyecto.
Además,
hacer descansar la defensa del proyecto socialista cubano, cada vez más, en la
deuda social que solventó la revolución cubana con su pueblo y en la
contradicción externa con el oponente histórico de la nación cubana – los
Estados Unidos de América – podría conducir, como mínimo, a dos errores
estratégicos:
Subestimar
el peso de las propias transformaciones y contradicciones internas de la
sociedad cubana, como fuente esencial e imprescindible del consenso.
Sobrestimar
el ángulo subjetivo que representa – como factor de unidad y consenso ante el
enemigo externo – el diferendo histórico cubano-norteamericano.
Opino
que precisamente estas son las causas que hoy están en la base de la no
adecuada percepción de los consensos y disensos en el seno de la sociedad
cubana y las – siempre difíciles y complejas – relaciones entre la mayoría y
las minorías en nuestra realidad político-social, como factores emergentes –
entre otros – que reclaman una solución a nivel de debates y participación,
como elementos de legitimación permanente y continuada del Poder político en
Cuba[35].
Es
que no debemos olvidar nunca esta contundente verdad: «… el consensus político, una vez establecido
o ratificado, no excluye la posibilidad de la discrepancia sobre las decisiones
políticas concretas. Es más, sólo
será viable y no quedará reducido a la letra muerta o utopía si se acierta a
articular eficazmente la posible discrepancia
respecto a las decisiones políticas concretas,
que se plasman jurídicamente en las
leyes, decretos y órdenes ministeriales, y, políticamente,
en actos de gobierno»[36].
Igual
posición defiende Murillo Ferrol cuando concibe al consensus fundamental como «el acuerdo existente sobre los términos
del juego político mismo, que no impide la existencia de puntos de vista muy
diversos sobre los problemas concretos; antes bien, que es precisamente lo que
hace posible que estos puntos de vista puedan coexistir sin destruirse
mutuamente»[37].
Afirmo,
por mi parte, que es posible el acuerdo (consenso político) sobre las
instituciones, la estructura política y jurídica del Estado y sobre las reglas del juego de la vida política,
sin que por ello se cuestione – o reprima – la discrepancia sobre las
decisiones políticas concretas y específicas que se adopten en el seno de esas
mismas instituciones sobre las que se ha logrado el consenso. Por el contrario,
opino que estas últimas – las discrepancias –, en última instancia, fortalecen
el consenso porque democratizan el
sistema político y propician la participación popular.
En
definitiva, creo que las cubanas y cubanos, nuestros órganos de Poder y
nuestras/os dirigentes deben reconocer e interiorizar que los hombres – y
mujeres – somos falibles por naturaleza y propia constitución, por lo que no debemos aspirar – y mucho menos
pretender – a la unanimidad de
todas/os sobre algo – y mucho menos de todas/os sobre todo. Conscientes de
nuestras sanas limitaciones, sería
mejor, viable y deseable que tratáramos, como más, de ponernos de acuerdo en
las reglas del juego – algo
fundamental – que es lo instrumental del
ejercicio del Poder político.
Así
lograríamos asumir «que de la misma manera que, de hecho, es muy difícil que se
den en la realidad los tipos ideales
de Poder político, también lo es que una forma de Poder político determinada
logre el consensus total de la masa
de los ciudadanos»[38].
Reconozco
que para Cuba y las cubanas y cubanos – por razones de cultura, idiosincrasia,
impacto de una revolución violenta y traumática y como resultado de vivir en un
país bloqueado y asediado por más de cuarenta años[39],
entre otras múltiples y diversas causas – nos resulta difícil y complejo asumir
primero – y practicar después – estas verdades de perogrullo sobre la
legitimación consensuada del Poder político, en lo referido, esencialmente, al
disenso y discrepancia instrumental sobre el proyecto económico-político-social
del país.
Ahora
bien, independientemente de ello, creo que encontraremos entre todas/os el
camino que nos conduzca a mantener y sostener un proyecto de independencia
nacional, soberanía popular y democracia participativa, con justicia social y
dignidad humana. Opino que estos mínimos (¿no serán máximos?) nos bastarán para construir nuestro proyecto de nación.
La
tarea es ciclópea, el camino difícil, el reto inconmensurable, pero como nos
anunció Max Weber «seguramente cada experiencia histórica confirma como verdad
que el hombre [y mujer] no hubieran alcanzado lo posible, si él [y ella]
reiteradamente no se hubiera [n] propuesto alcanzar lo imposible»[40].
El pueblo cubano, considero, con méritos propios y suficientes ha alcanzado lo
posible, quizás en este Tercer Milenio tengamos la cita con lo “imposible”.
Azcuy, H.: Cuba y los Derechos Humanos, artículo inédito,
Badía, Juan Ferrando: Estudios de Ciencia Política, Cuarta
edición, Madrid 1992.
Duverger, M.: Institution politiques et Droit constitutionnel (11
edición), París 1970.
Duverger, M.: Méthodes
de la science politique, París 1959.
Fernández Bultè, J.: ¿Existe en Cuba un Estado de Derecho?,
ensayo inédito,
Ferrero, G.: Pouvoir:
Les génies invisibles de la cité, París 1962.
Lipset, S.M.: Political Man, Londres 1969.
Murillo Ferrol, F.: Estudios de sociología política, Madrid
1963.
Sánchez Agesta, L.: Principios de Teoría política (4ta edición), Madrid 1972.
Valdés Lobán, E.: Sistema Electoral y Legitimidad, Revista
Cauce, No.1/1995, Unión Nacional de
Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC), Pinar del Río, Cuba.
Weber, M.: Economía y sociedad, Fondo de Cultura Económica, México 1969.
[1] Este artículo - en versión reducida - constituye uno de los varios
acercamientos del autor al tema general del perfeccionamiento democrático de la
sociedad cubana, en su etapa posterior al 1 de enero de 1959.
[2] El tema de la legitimidad por el consensus
se constituyó para
[3] Al decir del Profesor Juan
Ferrando Badía, en su libro Estudios
de Ciencia Política, Cuarta edición, Madrid 1992, 472.
[4] Sobre este particular son interesantes e importantes los estudios de Marsall (París 1958) y Max Weber (París 1969), entre otros.
[5] Nos referimos, hiperbólicamente, a la relación entre el Poder y el
Dios Jano de la mitología latina. Este dios de las dos caras cuya esfinge se
hallaba impresa en las monedas de
[13] Como nos puntualizara el Profesor Ferrando
Badía, el consensus político «supone la existencia de una
constitución – escrita o no –, de unos cauces para la vida política por donde
discurran las decisiones políticas de los gobernantes sobre la gestión de los
primeros, y supone también la aceptación comunitaria de la una y de los otros»
(op. cit., 481).
[16] Durante más de 200 años, lamentablemente, se ha mantenido un fuerte y
profundo diferendo entre Estados Unidos y Cuba, originado por la voluntad de
los gobiernos norteamericanos de mantener a Cuba bajo su dominación
geopolítica.
[18] Debe recordarse que Fulgencio Batista Zaldivar sometió al pueblo de
Cuba a una feroz y sangrienta tiranía (
[19] Téngase en cuenta que los partidos tradicionales no intentaron
siquiera reconstruirse o renovarse después del 1 de enero de 1959, dado su
descrédito, pérdida de legitimidad y desborde que les produjo el triunfo de una
revolución por la vía de la lucha armada.
[22] Sustento la legitimidad y duración del período de provisionalidad de la
revolución cubana, en fundamentos tales como los expuestos por el Profesor
Ferrando Badía: «Los principios de legitimidad no se improvisan. No cambian
bruscamente. Un país en evolución transforma sus propios principios de
legitimidad. Estos resultan, pues, ser productos de la historia» (Ferrando Badìa,
J.: Ídem, 479).
[23] En 1959,
[24] Datos oficiales ofrecidos por
[26] Debe tenerse en cuenta que el carácter socialista de la revolución
cubana fue proclamado oficialmente el 16 de abril de 1961, en vísperas de la
agresión mercenaria norteamericana por Bahía de Cochinos (Playa Giròn), en el
entierro a las víctimas del bombardeo del 15 de abril que le antecedió. Amerita
destacar que – al menos – podemos calificar de interesante los rápidos cambios
que se produjeron en la cultura política y en los valores del pueblo cubano,
que permitieron transitar del predominio del anticomunismo a la implantación del
socialismo en el país, en menos de treinta meses.
[28] Valdés Lobán, E.: Sistema Electoral y Legitimidad, Revista
Cauce, No.1/1995, Unión Nacional de
Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC), Pinar del Río, Cuba, 32.
[29] Ídem, 33.
[30] Evidentemente reconozco limitaciones, carencias e imperfecciones en
el Sistema Electoral cubano, las que evalúo también en el artículo ya
mencionado (Sistema Electoral y
Legitimidad), donde igualmente formulo y adelanto ideas para su
perfeccionamiento. En consecuencia, para una mayor profundización sobre el
particular podría consultarse el mencionado texto.
[34] Ubicamos metodológicamente esta fecha como la del inicio de la crisis
de valores y consensos en Cuba porque el derrumbe del Sistema Socialista
Mundial (1989-1991) y el recrudecimiento del bloqueo norteamericano a Cuba
durante la década de los años 90, unido a las deficiencias estructurales del
modelo socialista cubano, ha sumergido al país en la más severa crisis
económica de su historia contemporánea, lo que lógicamente repercute en todas
las esferas de la vida política y social, incluida - claro está - las fuentes
legitimadoras del Poder político.
[35] Al respecto sería interesante – e imprescindible a mi modo de ver –
acudir a Gramsci y sus medulares y esenciales análisis sobre temas tales como:
dictadura y hegemonía, relaciones entre las mayorías y minorías, la necesidad
del consenso para la gobernabilidad y el ejercicio democrático del poder, entre
otros.
[36] Ferrando Badìa, J.: Ídem, 481.
[39] Recordemos que como alguien bien dijo: a las fortalezas sitiadas no
le son afines los modelos democráticos de ejercicio del poder.