N.
4 – 2005 – Contributi
La tensión entre el poder
y el derecho.
Reflexiones sobre la experiencia venezolana bajo el régimen
de la V República
Ricardo Combellas
Universidad Central de
Venezuela
I.
La tradición histórica venezolana nos muestra desde sus mismos
orígenes republicanos, el año 1811, un pertinaz quiebre del orden
constitucional a través de mecanismos no previstos expresamente en el texto
fundamental. Ello ha planteado, como consecuencia de los esfuerzos “sisíficos”
por instaurar un orden institucional estable, el recurrente reto por preservar
lo que en nuestro léxico vernáculo se denomina «hilo constitucional»,
es decir la canalización del cambio político sin necesidad de violentar la Constitución. A
partir de 1961, con la aprobación de la Constitución recientemente derogada, el renovado
intento de estabilización se encaminó hacia el éxito, gracias al talante
consensual que penetró su redacción, motivado al acuerdo político que lo
sustentaba, el Pacto de Puntofijo, y el ánimo de concordia constitucional que
se expresaba en el denominado “espíritu del 23 de enero”, espíritu de unidad
ante cualquier amago de retroceso dictatorial.
La estabilidad rindió sus frutos, como lo confirman sus 38 años de
vigencia (muy por encima de los 27 años de vigencia de la Constitución de 1830,
hasta entonces la primera en durabilidad), refrendados por la alternancia
democrática en el poder de partidos y liderazgos de signo distinto, y la
apertura a su revisión sin alterar su contenido esencial gracias a la
aprobación de 2 enmiendas, una el año 1973 y la otra el año 1983.
Ante las muestras de agotamiento del sistema político, cuyas bases
habían sido fuertemente erosionadas dada la crisis económica de los Ochenta y
su repercusión en la desmejora del nivel y la calidad de vida de los venezolanos,
la corrupción y el despilfarro estatal, unido a su incapacidad de ofrecer
respuestas efectivas y oportunas a las demandas societales, a lo que se sumó la
pérdida de fe en las instituciones por antonomasia, los partidos, de
articulación y combinación de demandas, y sus consecuencias en las falencias de
representatividad, se sugirió como una fórmula de refrescamiento del sistema la
apertura a una revisión, así fuese parcial, del texto del 61.
Dicha fórmula no tuvo éxito en el período 1989-1998, dadas, entre
otras razones, por el desinterés “gatopardiano” de la clase política, su
incapacidad en motorizar acuerdos y el miedo a confrontar la voluntad popular,
estimulada popular, estimulada a la larga a inclinarse a favor de una salida
constituyente.
La bandera constituyente no pertenecía exclusivamente a Hugo Chávez
y sus compañeros del MBR 200, quienes a la luz del fracaso de la intentona
golpista del 4 de febrero de 1992, paradójicamente un triunfo mediático,
sostuvieron la tesis de una convocatoria constituyente originaria, que alcanzó
renovado impulso dado el fenómeno electoral de su candidatura presidencial,
culminante con su definitivo triunfo en las elecciones del 6 de diciembre de
1998.
Reseñado este sumario aunque necesario introito nos abocaremos de
seguidas al tema concerniente de este pequeño ensayo: la tensión entre el poder
y el derecho y su resolución a la luz de la experiencia del régimen recién
inaugurado con la victoria de Chávez.
II.
La primera tensión entre el poder y el derecho surgía a partir del
mismo día de la toma de posesión del nuevo Presidente, pues éste dentro de la
solemnidad del acto había jurado ante una Constitución, la de 1961, calificada
por él peyorativamente como “moribunda”. La primigenia y prioritaria decisión
política consistía entonces en cristalizar en los hechos las expectativas
generadas en la población de convocar una Asamblea Nacional Constituyente (de
ahora en adelante ANC). Inevitablemente y de inmediato tres problemas tendrían
que sortearse: el primero y seguramente más arduo, residía en el cómo se
convocaría la ANC;
el segundo, no menos arduo, atinente al alcance de sus poderes, y el tercero
referente a quién la convocaría.
Protegida nuestra Ley Superior por el principio cardinal de la
rigidez constitucional, que no incluía la ANC como institución de revisión del texto
fundamental de 1961, con el triunfo de Chávez se tensaba el desafío de la
dificultad de convocar la ANC
fuera de los mecanismos establecidos en su título X, que contemplaba la
normativa de las enmiendas y reformas de la Constitución. La
fórmula coherente con la dogmática constitucional pasaba necesariamente por la
utilización de alguno de dichos mecanismos, incorporando así la ANC al texto y proceder
entonces a su consecuente convocatoria. Sin embargo, tal fórmula no asumida por
la clase política, pese a sus proclamadas intenciones a partir del año 1992, no
satisfacía las expectativas del nuevo régimen, pues éste no estaba dispuesto a
pactar acuerdos con los representantes de lo que Chávez identificaba como las
«cúpulas podridas» y lo inevitablemente largo y hasta tortuoso de la
iniciativa.
Afortunadamente para el nuevo régimen, amenazante en su intención
de poner contra la pared y hasta proponer romper como última ratio el «hilo constitucional»,
la fórmula salvadora surgió del mismísimo guardián de la constitucionalidad, la Corte Suprema de
Justicia, gracias a dos sentencias dictadas el 19 de enero de 1999, que
abrieron la puerta a la convocatoria constituyente. El núcleo argumental de la
decisión del máximo tribunal se sustenta en la teoría del poder constituyente
originario y su expresión en la soberanía popular, que de acuerdo a dicha
teoría nunca puede ser limitado, a diferencia de los poderes constituidos por la Constitución. El
jurista alemán Martín Kriele (1980: 379-380) ha sintetizado el sentido de dicho
núcleo argumental en expresivas palabras que cito textualmente: «La idea de la democracia es más poderosa
que la Constitución,
pues es el fundamento y presupuesto de su validez jurídica. La derogación de la Constitución tiene
ciertamente, carácter revolucionario. Ella no es legal en virtud del derecho
constitucional, pero sí legítima en
virtud de la idea de la soberanía del pueblo, en la cual se basa la Constitución. La
fuerza explosiva que se halla en la idea de la soberanía del pueblo no puede
ser eliminada por ningún Estado constitucional; sólo puede ser moderada y
suavizada» (subrayados del autor).
En suma, si el poder constituyente como poder soberano es superior
a la Constitución,
¿cuál es el valor de ésta?. La
Constitución es fruto de una decisión política, pero una vez
sancionada se erige como un haz de normas jurídicas, norma normarum, fundamento y criterio último de validez del
ordenamiento jurídico del Estado, protegida por los principios de la
supremacía(5)
y la rigidez constitucionales. Dicho en otras palabras, pináculo del Estado de
Derecho, res juris no res facti.
El poder constituyente es un poder creador del derecho pero en sí
mismo no es derecho, no está limitado por el derecho. Por ello tiene una
naturaleza volcánica que resucita cuando se quiebra el orden constitucional.
En palabras de Kriele (1980: 318): «El soberano democrático renuncia a su soberanía al hacer uso de su
poder constituyente. Ya no puede actuar en forma inmediata. Como factor
político sólo existe en forma latente: entra a funcionar cuando el Estado
constitucional se derrumba. Cabe decir también: la soberanía democrática
descansa mientras existe el Estado constitucional» (subrayado del autor).
En conclusión, la apertura de la convocatoria constituyente
significaba para el máximo tribunal de la República una suerte de haraquiri de efectos
retardados, cuyas amargas consecuencias sufriría en carne propia pronto, por la
sencilla razón de que al facilitar el despertar del poder constituyente
originario, aunque no lo manifestara expresamente, hería en el corazón la
supremacía de la
Constitución de 1961, al erosionar su fuerza normativa en
beneficio de decisiones extraconstitucionales, que de ahora en adelante, cierto
que bajo el manto de la legitimidad popular, dictarían la pauta de la andadura
revolucionaria del régimen recién instaurado. No es menos cierto que gracias a
decisiones subsiguientes la
Corte intentó encaminar el proceso constituyente dentro de
los cauces del texto vigente de 1961, labor en definitiva fallida una vez
abierta la Caja
de Pandora del poder constituyente originario.
Esto último se revelaría en la decisión de la Corte de suprimir de las
Bases Comiciales para el referéndum consultivo sobre la convocatoria
constituyente el reconocimiento de la
ANC «como poder originario que recoge la soberanía popular»,
considerando que (CSJ-SPA; 13-04-99. Exp. N.- 15.679, cit. Por Urdaneta, 2002:
33), «… específicamente en lo referente a calificar la Asamblea Nacional
Constituyente como poder originario que recoge la soberanía popular, está en
franca contradicción con los criterios vertidos en la sentencia pronunciada por
esta sala el 18 de marzo de 1999 y su aclaratoria del 23 de marzo de 1999, …
induciendo a error al electorado y a los propios integrantes de la Asamblea…, si el Soberano
se manifestase afirmativamente acerca de su celebración, en lo atinente a su
alcance y límites».
Bien pronto, como lo veremos infra,
la ANC recabaría
sus poderes originarios, haciendo caso omiso, como expresión de la soberanía
popular, de los límites que le intentó imponer el alto tribunal, bajo la
directriz, abundando con Kriele, que «la idea de la democracia es más poderosa
que la Constitución».
La pregunta sobre el quién convocaría la ANC no admite mayores
comentarios, pues si bien tres opciones gozaban de soporte legítimo (de acuerdo
a las decisiones del alto tribunal fechadas el 19 de enero, la iniciativa
popular, el Congreso Nacional y el Presidente de la República), el
presidente Chávez no estaba dispuesto a compartir lo que para él constituía un
logro histórico personal, tal como lo demostraría la aprobación del decreto de
convocatoria de la ANC
el mismo día de la toma de posesión del cargo.
III.
La primera y cardinal pregunta que tuvo que contestar la ANC una vez instalada el 3 de
agosto de 1999 se refería a la naturaleza y alcance de sus poderes, lo cual
resolvió luego de un rico debate,
con la aprobación de su Estatuto de Funcionamiento, donde se precisaron los
siguientes puntos:
- La ANC, como depositaria y
expresión de la soberanía popular, asume poderes originarios de
transformación de la estructura del Estado y de creación de un nuevo
ordenamiento jurídico con el propósito de hacer efectiva la existencia de
la democracia social y participativa.
- En
consecuencia, los poderes constituidos (los órganos del Poder Público)
quedan subordinados a sus decisiones, pudiendo suprimirlos o limitar el
ámbito y alcance de sus competencias, amén de la obligación de cumplir y
hacer cumplir los actos jurídicos constituyentes.
- La fuerza normativa de la Constitución de
1961 se erosiona y degrada, al mantener su precaria vigencia, pues ahora
se encuentra subordinada a las decisiones constituyentes, en otras
palabras, la ANC
suprimió de un plumazo el principio de supremacía de la constitución de
1961.
Corolario de la asunción del principio de la supremacía
constituyente la ANC
procedió a intervenir los órganos del Poder Público, gracias a la declaración
de su reorganización, medidas que recayeron fundamentalmente sobre el Poder
Judicial y el Poder Legislativo. En suma, al declararse como expresión del
poder constituyente originario, la
ANC hacía como omiso de los sutiles esfuerzos del alto
tribunal por embozalar sus acciones y decisiones en lo que se refiere a la
intervención en los poderes constituidos, incluso antes de aprobar el nuevo
texto constitucional, lo que lanzaba un reto directo a la Corte, el guardián último de
la Constitución,
de acuerdo a lo establecido por la disminuida carta de 1961.
El nuevo episodio de tensión entre el poder y el derecho lo
constituyó la decisión de la
Corte ante la acción, de fecha 6 de octubre de 1999, de
nulidad por inconstitucionalidad intentada por el ciudadano Henrique Capriles
Radonski en su condición de presidente de la Cámara de Diputados del Congreso de la República, en contra de
los decretos de fecha 25 y 30 de agosto de 1999 respectivamente, emanados de la ANC, mediante los cuales se
regulaban las funciones del Poder Legislativo. La Corte en decisión
controversial (5 magistrados salvaron razonadamente su voto), ratificó por una
parte el criterio de la naturaleza autónoma, ilimitada e indivisible del Poder
Constituyente, tal como lo había interpretado el 19 de enero, sino que fue más
allá al ratificar el criterio de la
ANC como depositaria del poder constituyente, bajo el
argumento sostenido en que «el poder constituyente no puede ejercerlo por sí
mismo el pueblo, por lo que la elaboración de la Constitución recae en
un cuerpo integrado por sus representantes, que se denomina Asamblea
Constituyente, cuyos títulos de legitimidad se derivan de la relación directa
que exista entre ella y el pueblo» (TSJ, 2000: 37). Igualmente la Corte sostiene en su fallo
por primera vez una tesis que servirá para legitimar como veremos supra una
serie de actos sancionados con posterioridad a la aprobación de la nueva
Constitución, y que no es otra que la tesis de la supraconstitucionalidad de
las decisiones de la ANC,
en virtud de lo cual concluye la
Corte la base argumental de su sentencia sosteniendo «que el
recurso de nulidad es improcedente, pues el fundamento del acto del acto
impugnado no puede ser la
Constitución vigente, desde que la soberanía popular se
convierte, a través de la
Asamblea Nacional Constituyente, en supremacía de la Constitución, por
razón del carácter representativo del Poder Constituyente, es decir, como
mecanismo jurídico de producción originaria del nuevo régimen constitucional de
la República».
(TSJ, 2000:40).
La tensión entre el poder y el derecho lo resuelve la Corte en beneficio del poder
(coherente con la tesis del poder constituyente originario), ahora sin las
restricciones y remilgos que intentó imponerle, apartándose explícitamente de
ellos, en la fase previa a la instalación de la ANC.
Dos aspectos de su decisión, sin embargo, vale la pena aquí
comentar: el primero nos remite a la naturaleza de la ANC y su derivación en el
alcance y límite de sus poderes. Caben aquí tres tesis: la tesis radical que
concibe una ANC res facti,
manifestación del poder constituyente originario que rompe de forma
revolucionaria con el orden establecido. Los constituyentes gozan aquí de una
representación incondicionada, que como expresión de una dictadura soberana
(Schmitt, 1968: 184 y 191), «no apela a una Constitución existente, sino a una
Constitución que va a implantar… [y por tanto]… Los representantes
extraordinarios, es decir aquellos que ejercen de una manera inmediata el pouvoir constituant, pueden tener todo
el poder que les plazca, al contrario que los representantes ordinarios». Por
supuesto que este no es el caso del constituyente de 1999, no signado por un
rompimiento drástico del orden establecido.
La segunda tesis concibe la
ANC como res juris,
como poder de revisión limitado estrictamente a la elaboración de la nueva
Constitución. Aquí los constituyentes tienen un mandato condicionado por el
ordenamiento jurídico cuyo pináculo, norma
normarum, es la
Constitución, y por ende dentro de coordenadas normativas que
no puede infringir. Esta tesis la recoge el voto disidente de la magistrada
Rondón de Sansó, cuya argumentación (TSJ, 200: 44-45) vale la pena citar
textualmente: «No está prevista en el fallo la premisa esencial del proceso
constituyente en curso, que es la elaboración de una nueva Constitución dentro
de un régimen de iure. Es decir, que la Asamblea Nacional
Constituyente se encuentra sometida a las reglas de Derecho existentes,
fundamentalmente, a la
Constitución y a las leyes de la República; pero así
mismo, a toda la normativa vigente (bloque
de legalidad), a la cual no puede modificar en forma alguna, sin que ello
implique un desbordamiento de sus funciones, y algo aún más grave, la
usurpación de autoridad. Esta última figura sería ajena a una Asamblea Nacional
Constituyente que surgiese y actuase en un régimen
de facto en el cual no esté presente una normativa rectora de los poderes
públicos, por lo cual, sería la asamblea
de facto la que crearía tales bases. En el caso planteado, al estar
sometida la Asamblea
Nacional Constituyente al Estado de Derecho, tiene que
obedecer a las reglas que el mismo le impone, hasta tanto surja un nuevo orden
jurídico» (los subrayados son de la autora).
La tercera tesis, acogida por el fallo del alto tribunal, asume la
limitación de iure de la ANC, pues su convocatoria se
realiza dentro de los parámetros del orden jurídico vigente, aunque
paradójicamente no subsume la
Constitución de 1961 dentro de dicha limitación, que se
circunscribe a lo establecido en la Base Comicial Octava para el referéndum
consultivo sobre la convocatoria de la
ANC, es decir: «los valores y principios de nuestra historia
republicana, así como el cumplimiento de los tratados internacionales, acuerdos
y compromisos válidamente suscritos por la República, el carácter progresivo de los derechos
fundamentales del hombre y las garantías democráticas dentro del más absoluto
respeto de los compromisos asumidos». Este argumento conforma la base de la
tesis de la supraconstitucionalidad de la ANC y la justificación de la decisión de éste de
degradar la jerarquía de la
Constitución de 1961, al subordinarla a las decisiones de la ANC. Aquí el mandato
representativo de los constituyentes es si bien no absolutamente incondicionado,
si sometido a pálidas condiciones, pues no es lo mismo ser limitado por un
ordenamiento jurídico cuyo pináculo ordenador (y que lo dota de sentido) es
precisamente la
Constitución, que ser condicionado por conceptos
indeterminados, «los valores y principios de nuestra historia republicana», o
susceptibles de vasta y variada interpretación. A todo evento desde la
perspectiva de la teoría del poder constituyente nos topamos con una rara avis (que posteriormente se
constitucionaliza en el artículo 347 del texto del 99), pues una Constituyente
convocada dentro de los parámetros constitucionales, se libera de ellos para
erigirse en el interregno de elaboración del nuevo texto, en un poder de
jerarquía superior.
El segundo aspecto a comentar está en la contradicción, subrayada
por los votos disidentes, manifiesta en la pretendida competencia de la Corte para dirimir las
controversias entre la ANC
y los poderes constituidos. Si el Poder Constituyente es autónomo, ilimitado e
indivisible, como lo sostiene en el fallo explícitamente la Corte, su corolario es la
subordinación de todos los poderes constituidos a sus designios, incluida la Corte, lo cual expresó con
diafanidad en su estatuto de funcionamiento la ANC. El concepto de
competencia es incompatible con el concepto de poder constituyente, pues éste
es el creador de la competencia, nunca puede ser limitado por ella. Carl
Schmitt (1968: 188-189) expresa claramente esta idea, incomprensiblemente
soslayada por la mayoría suscriptora del contradictorio fallo: «El pueblo, la
nación, la fuerza originaria de todo el ser estatal, constituye siempre órganos
nuevos. De la infinita e inabarcable sima de su poder surgen siempre formas
nuevas, que pueden romperlas en todo momento, en las cuales nunca se delimita
su poder de una manera definitiva. Puede querer cualquier cosa, pero el
contenido de su querer tiene siempre el mismo valor jurídico que el contenido
de un precepto constitucional. Por ello puede intervenir a discreción con la
legislación, con la administración de justicia o con actos meramente fácticos.
Se convierte en el titular ilimitado e ilimitable de los jura dominationis, pero no necesita ser limitado ni siquiera en
caso de necesidad. Nunca se construye a sí mismo, sino que siempre construye a
otros. Su relación con el órgano constituido no es por ello una relación
jurídica recíproca».
La patente contradicción del fallo de la Corte lo recoge el voto
disidente de la magistrada Rondón de Sansó (TSJ, 2000: 50) en indiscutibles
términos: «¿Quién le da a la Corte Suprema de
Justicia, en base a los parámetros que asienta la sentencia, potestad para
dirimir tales conflictos, si se desconoce la vigencia de la Constitución?. Arbitrariamente
la Corte ha
estigmatizado como inexistentes las normas que rigen el funcionamiento de los
Poderes Públicos; pero ha dejado en vigencia aquellas que le otorgan la suprema
potestad jurisdiccional» (el subrayado es de la autora). En conclusión, la Corte, coherente con su
tesis del poder constituyente originario, del cual es expresión la ANC, debió declararse
incompetente, dada la subordinación impuesta soberanamente por la ANC a la Constitución de 1961,
piso de legitimidad competencial del alto tribunal.
IV.
Aprobada la
Constitución de la República Bolivariana
de Venezuela en el referéndum popular celebrado el 15 de diciembre de 1999, la ANC sancionó siete días
después un decreto denominado «Régimen de Transición del Poder Público»,
bajo el amparo jurídico de que no se había publicado en la Gaceta Oficial el
texto de la Constitución
(el decreto se publicó el 27 de diciembre, retardándose la publicación del
nuevo texto fundamental hasta el 30 del mismo mes). Es de subrayar que dicho
régimen transitorio no se contemplaba explícitamente, ni en la Bases comiciales consultadas
en el referéndum para convocar la
ANC, celebrado el 25 de abril de 1999, ni en las
Disposiciones Transitorias de la nueva Constitución, aprobadas en el susodicho
referéndum del 15 de diciembre de 1999, además de no atenerse, ni en su
espíritu ni en su letra, a la metodología pública, transparente y participativa
de selección de altos cargos del Estado, recogidos en la nueva Constitución. En
efecto, el mencionado decreto autorizó la designación provisional de relevantes
funcionarios y magistrados (los magistrados del Tribunal Supremo de Justicia;
el Fiscal General, el Contralor General, el Defensor del Pueblo, los rectores
del Consejo Nacional Electoral y los integrantes de la Comisión Legislativa
Nacional, mejor conocida como “Congresillo”, que supliría transitoriamente a la Asamblea Nacional),
todos ellos “a dedo”, sin ningún tipo de consulta con la sociedad civil.
El argumento de la supraconstitucionalidad, convertido en el manto
justificador de la legalidad del régimen, y que autorizaba su utilización
abusiva, como lo revelarían posteriores decisiones del TSJ, tiene su
explicación paradigmática en la siguiente cita de la sentencia del alto
tribunal en sala constitucional, de fecha 28 de marzo de 2000 (TSJ, 2000: 69 y
73): «Las normas sancionadas por la Asamblea Nacional
Constituyente tuvieron un fundamento supraconstitucional con respecto a la Constitución de la República de Venezuela
de 1961, y conforman un sistema de rango equivalente a la Constitución, pero de
vigencia determinada, con respecto a la Constitución que elaboraba … El régimen de
transición del poder público se proyecta hacia el futuro, no sólo hasta la
instalación de la
Asamblea Nacional, sino aún más allá …». A mi entender
adolece dicho argumento de dos grandes desatinos, que implican la imposición, por
un lado, de un poder extraconstitucional sobre el principio de la supremacía de
la nueva Constitución, y por el otro la imposición de un ius iniustum, pues el pretendido derecho de la transitoriedad, que
en su momento fue conocido eufemísticamente como derivado del delirante
principio de la “legalidad emergente”, está reñido con los principios y valores
que la Constitución
pretende proteger y fomentar.
Sobre el primer punto cabe recalcar que legitimada la Constitución por su
sanción refrendaría el 15 de diciembre, resultaba inaudito imponer por sobre
sus normas un régimen no contemplado por ella, repito, ni siquiera por sus
Disposiciones Transitorias, además de pretendidamente autorizado por una
criatura de dicho régimen transitorio que no era otro que el nuevo TSJ, y su
consecuencia nefasta en la facultad concedida al órgano parlamentario (la Asamblea Nacional)
para legislar sobre materias en contravención con el marco obligatorio (el
procedimiento de designación de los magistrados y altos funcionarios)
expresamente prescrito en la Constitución. Como lo expresa Peraza (2002), la Asamblea Nacional
se convierte en el sustituto del pueblo soberano, por lo que el régimen
transitorio puede violar incluso lo votado en la Constitución.
El segundo desatino es de naturaleza axiológica y responde a la
contradicción del susodicho régimen transitorio con los principios y valores
que fundamentan y dotan de sentido a la Constitución. Gracias
a la ilustración de tres ejemplos se revela el desatino. Así:
Primero, la designación de un Consejo Nacional Electoral por la ANC en abierta contradicción
con los principios que guían su actuación, establecidos en el artículo 294 de la Constitución, en
sintonía con su delicada función de árbitro de los procesos electorales, lo
cual requería a lo menos un especialísimo cuidado en su selección, consecuencia
de idear un procedimiento público y transparente, que revelara su independencia
a toda prueba, aceptada y reconocida con indiscutible solvencia por todos los
sectores de la sociedad venezolana. Lamentablemente no fue así, tal como lo
demostraría dramáticamente la abrupta suspensión de los comicios pautados para
el 28 de mayo de 2002.
Segundo, la designación del “Congresillo” con amplias facultades
legislativas, en contravención con el principio cardinal de la democracia
moderna (de rica y añeja tradición en Occidente), que sostiene que únicamente
el pueblo, sea directamente, sea a través de sus representantes electos, le
corresponde la asunción de la delicada función legislativa. En efecto, este
peculiar órgano de la transición integrado por once ex constituyentes y diez
ciudadanos cooptados por la ANC,
y por tanto sin base de sustentación democrática, aparte de que los primeros no
fueron autorizados por el pueblo para asumir la legislación, una vez aprobada
la nueva Constitución, habiendo cesado en sus funciones, tal como lo
establecían las Bases Comiciales de la
ANC, el 30 de enero de 2000.
Tercero, el caso protuberante de la ratificación de los magistrados
del TSJ provisorio al margen de los pautados por la «Ley de designación de los
integrantes del Poder Ciudadano y del TSJ», aprobada por la Asamblea Nacional
en aplicación del Régimen de Transición del Poder Público, en virtud de lo cual
mediante sentencia de la sala constitucional del TSJ, fechada el 12 de
diciembre de 2000, se obvió la prescripción ratificatoria establecida en el
régimen transitorio bajo el argumento de que «la vigente Constitución no
previno normas sobre ratificación de magistrados del TSJ», procediendo
directamente el TSJ a interpretar libremente los requisitos para ocupar sus
cargos, (cfr. Escovar León, 2003), con independencia del hecho evidente del
interés personal de los magistrados en ser ratificados, y pasar así de la
condición provisoria a la definitiva, con las consecuentes garantías de
estabilidad y duración del período (12 años) establecidas por la Constitución.
Como bien señala el pronunciamiento que en su momento hizo público
(El Nacional, 24 de enero de 2001)
el Consejo de la Facultad
de Ciencias Jurídicas y Políticas de la
UCU: «Más allá de aceptar o rechazar la pertinencia de los
argumentos utilizados en dicho fallo para interpretar los requisitos que debían
cumplir los aspirantes a ser ratificados como magistrados de ese alto Tribunal,
preocupa a este cuerpo el hecho de que los integrantes de esa suprema
instancia- con excepción del magistrado Moisés Troconis quien consignó un voto
concurrente al respecto- hayan podido obviar una de las mayores exigencias
existentes para todo aquél que investido del poder correspondiente, debe
decidir un asunto en el cual tiene intereses personales directos. Es un hecho
público y notorio que los cinco Magistrados de la Sala Constitucional
del Tribunal Supremo que dictó el referido fallo aspiraban a ser ratificados en
sus cargos, lo cual los convertía en interesados directos en la forma como se
debían apreciar los requisitos exigidos para ocupar esos cargos. La más
elemental norma de conducta jurídica los obligaba a abstenerse de pronunciarse
en torno a esa materia, tal como lo hizo el mencionado Magistrado-Concurrente,
pues su decisión equivalía a crear para ellos una situación privilegiada.
Lamentablemente, no actuaron así y se pronunciaron».
En suma, se violaron aquí por lo menos dos principios
fundamentales: el de la igualdad, reconocido como un valor superior (artículo 2
de la Constitución)
y garantizado de acuerdo a las estipulaciones del artículo 21 de nuestra Ley
Superior, pues se establece en la decisión un odioso privilegio subjetivizado
por la interpretación del TSJ provisorio en beneficio de sus integrantes, de
las condiciones para ser magistrados del TSJ recogidas en el articulo 263 de la Constitución; y el
valor superior de la ética (artículo 2 de la Constitución) que
exigía de los magistrados un comportamiento acorde con los deberes atinentes a
sus altos cargos.
V.
A la luz de las consecuencias del régimen transitorio y la peculiar
interpretación del TSJ, en virtud de lo cual las ideas de transitoriedad y
supraconstitucionalidad se han convertido en eficaces instrumentos
legitimadores del régimen de Chávez y de la «revolución pacífica y
democrática», cabe preguntarse quien ha ganado la batalla entre el poder y el
derecho, en la medida del rompimiento del equilibrio pedagógicamente expuesto
por Bobbio (1985) entre el poder que crea el derecho y el derecho que limita el
poder, en definitiva el deslinde entre el “gobierno de los hombres” y sus
secuelas en las diversas formas de personalismo político, y el “gobierno de la
leyes” o de imperio de la ley y erección del Estado de Derecho. Por supuesto
que no tengo dudas sobre el resultado. Pese a los esfuerzos del magistrado
Delgado Ocando (2001) y sus colegas de la sala constitucional por intentar
demostrarnos la relevancia del rol del derecho en la elaboración del “proyecto
político progresista” inmanente a la “V República” sus frutos revelan un amargo
sabor de fracaso: la subyugación del derecho por el poder y la conversión de la Constitución en un
concepto semántico sin fuerza normativa. Nos insistirá Delgado Ocando (2001:22)
en su discutido discurso del 11 de enero de 2001 (por cierto fervorosamente
aplaudido por Chávez y sus secuaces) que «nada ha dolido más a los adversarios
del régimen que éste haya discurrido jurídicamente», sin advertir que a los
redactores de la
Constitución (como es el caso del que esto escribe) no menos
les duele el envilecimiento constitucional de la “V República” bajo la
desatinada conducción personalista y autoritaria de Chávez.
Cierto que el camino constituyente y
post-constituyente, incluido el mentado período transitorio, ha transcurrido
«sin quebrantar las instituciones vigentes», pero ello ha sido a costa de una
aguda desustanciación y desvalorización del derecho, convertido como señala
Sánchez Falcón (2002:77) en ideología, deformación consciente, siguiendo a
Mannheim (1966: 107), de la naturaleza real de una situación, cuyo conocimiento
verdadero no estaría de acuerdo con los intereses de quien la postula.
El derecho y su interpretación como ideología, manto encubridor de
la realidad al servicio de los intereses de la “revolución pacífica y
democrática”, tiene su soporte en el modo de pensar la ciencia jurídica
descrito por Carl Schmitt (1996: 26 y ss.) como decisionismo, concebido el
derecho como decisión, cristalizada en la voluntad soberana del gobernante, la
autoridad que funda tanto la norma como el orden jurídico, en nuestro caso y
dentro de las peculiaridades hic et nunc
de la Venezuela
de la “V República” encarnado en el personalismo del “líder del proceso”, Hugo
Chávez.
Referencias Bibliográficas
Asamblea
Nacional Constituyente (2000). Gaceta constituyente. Diario de debates.
Caracas: Imprenta del Congreso de la República. (III volúmenes).
Bobbio, N. (1985). “El poder y el derecho”, en N. Bobbio y M. Bovero: Origen
y fundamento del poder político. México: Grijalbo (19-36).
Delgado Ocando, J. (2001). Discurso
de orden. Apertura de las actividades judiciales. Enero 11 del año 2001. Caracas: Tribunal Supremo de
Justicia.
Escovar León, R. (2003). “La potestad
de revisión constitucional como deus ex
machina”, en VV.AA.: Temas de derecho Procesal. Homenaje a Félix
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