N. 4 – 2005 – Contributi

 

 

La tensión entre el poder y el derecho.

Reflexiones sobre la experiencia venezolana bajo el régimen de la V República

 

Ricardo Combellas

Universidad Central de Venezuela

 

I.

 

La tradición histórica venezolana nos muestra desde sus mismos orígenes republicanos, el año 1811, un pertinaz quiebre del orden constitucional a través de mecanismos no previstos expresamente en el texto fundamental. Ello ha planteado, como consecuencia de los esfuerzos “sisíficos” por instaurar un orden institucional estable, el recurrente reto por preservar lo que en nuestro léxico vernáculo se denomina «hilo constitucional»[1], es decir la canalización del cambio político sin necesidad de violentar la Constitución. A partir de 1961, con la aprobación de la Constitución recientemente derogada, el renovado intento de estabilización se encaminó hacia el éxito, gracias al talante consensual que penetró su redacción, motivado al acuerdo político que lo sustentaba, el Pacto de Puntofijo, y el ánimo de concordia constitucional que se expresaba en el denominado “espíritu del 23 de enero”, espíritu de unidad ante cualquier amago de retroceso dictatorial[2].

 

La estabilidad rindió sus frutos, como lo confirman sus 38 años de vigencia (muy por encima de los 27 años de vigencia de la Constitución de 1830, hasta entonces la primera en durabilidad), refrendados por la alternancia democrática en el poder de partidos y liderazgos de signo distinto, y la apertura a su revisión sin alterar su contenido esencial gracias a la aprobación de 2 enmiendas, una el año 1973 y la otra el año 1983.

 

Ante las muestras de agotamiento del sistema político, cuyas bases habían sido fuertemente erosionadas dada la crisis económica de los Ochenta y su repercusión en la desmejora del nivel y la calidad de vida de los venezolanos, la corrupción y el despilfarro estatal, unido a su incapacidad de ofrecer respuestas efectivas y oportunas a las demandas societales, a lo que se sumó la pérdida de fe en las instituciones por antonomasia, los partidos, de articulación y combinación de demandas, y sus consecuencias en las falencias de representatividad, se sugirió como una fórmula de refrescamiento del sistema la apertura a una revisión, así fuese parcial, del texto del 61.

 

Dicha fórmula no tuvo éxito en el período 1989-1998, dadas, entre otras razones, por el desinterés “gatopardiano” de la clase política, su incapacidad en motorizar acuerdos y el miedo a confrontar la voluntad popular, estimulada popular, estimulada a la larga a inclinarse a favor de una salida constituyente[3].

 

La bandera constituyente no pertenecía exclusivamente a Hugo Chávez y sus compañeros del MBR 200, quienes a la luz del fracaso de la intentona golpista del 4 de febrero de 1992, paradójicamente un triunfo mediático, sostuvieron la tesis de una convocatoria constituyente originaria, que alcanzó renovado impulso dado el fenómeno electoral de su candidatura presidencial, culminante con su definitivo triunfo en las elecciones del 6 de diciembre de 1998.

 

Reseñado este sumario aunque necesario introito nos abocaremos de seguidas al tema concerniente de este pequeño ensayo: la tensión entre el poder y el derecho y su resolución a la luz de la experiencia del régimen recién inaugurado con la victoria de Chávez.

 

II.

 

La primera tensión entre el poder y el derecho surgía a partir del mismo día de la toma de posesión del nuevo Presidente, pues éste dentro de la solemnidad del acto había jurado ante una Constitución, la de 1961, calificada por él peyorativamente como “moribunda”. La primigenia y prioritaria decisión política consistía entonces en cristalizar en los hechos las expectativas generadas en la población de convocar una Asamblea Nacional Constituyente (de ahora en adelante ANC). Inevitablemente y de inmediato tres problemas tendrían que sortearse: el primero y seguramente más arduo, residía en el cómo se convocaría la ANC; el segundo, no menos arduo, atinente al alcance de sus poderes, y el tercero referente a quién la convocaría.

 

Protegida nuestra Ley Superior por el principio cardinal de la rigidez constitucional, que no incluía la ANC como institución de revisión del texto fundamental de 1961, con el triunfo de Chávez se tensaba el desafío de la dificultad de convocar la ANC fuera de los mecanismos establecidos en su título X, que contemplaba la normativa de las enmiendas y reformas de la Constitución. La fórmula coherente con la dogmática constitucional pasaba necesariamente por la utilización de alguno de dichos mecanismos, incorporando así la ANC al texto y proceder entonces a su consecuente convocatoria. Sin embargo, tal fórmula no asumida por la clase política, pese a sus proclamadas intenciones a partir del año 1992, no satisfacía las expectativas del nuevo régimen, pues éste no estaba dispuesto a pactar acuerdos con los representantes de lo que Chávez identificaba como las «cúpulas podridas» y lo inevitablemente largo y hasta tortuoso de la iniciativa.

 

Afortunadamente para el nuevo régimen, amenazante en su intención de poner contra la pared y hasta proponer romper como última ratio el «hilo constitucional»[4], la fórmula salvadora surgió del mismísimo guardián de la constitucionalidad, la Corte Suprema de Justicia, gracias a dos sentencias dictadas el 19 de enero de 1999, que abrieron la puerta a la convocatoria constituyente. El núcleo argumental de la decisión del máximo tribunal se sustenta en la teoría del poder constituyente originario y su expresión en la soberanía popular, que de acuerdo a dicha teoría nunca puede ser limitado, a diferencia de los poderes constituidos por la Constitución. El jurista alemán Martín Kriele (1980: 379-380) ha sintetizado el sentido de dicho núcleo argumental en expresivas palabras que cito textualmente: «La idea de la democracia es más poderosa que la Constitución, pues es el fundamento y presupuesto de su validez jurídica. La derogación de la Constitución tiene ciertamente, carácter revolucionario. Ella no es legal en virtud del derecho constitucional, pero sí legítima en virtud de la idea de la soberanía del pueblo, en la cual se basa la Constitución. La fuerza explosiva que se halla en la idea de la soberanía del pueblo no puede ser eliminada por ningún Estado constitucional; sólo puede ser moderada y suavizada» (subrayados del autor).

 

En suma, si el poder constituyente como poder soberano es superior a la Constitución, ¿cuál es el valor de ésta?. La Constitución es fruto de una decisión política, pero una vez sancionada se erige como un haz de normas jurídicas, norma normarum, fundamento y criterio último de validez del ordenamiento jurídico del Estado, protegida por los principios de la supremacía(5)[5] y la rigidez constitucionales. Dicho en otras palabras, pináculo del Estado de Derecho, res juris no res facti.

 

El poder constituyente es un poder creador del derecho pero en sí mismo no es derecho, no está limitado por el derecho. Por ello tiene una naturaleza volcánica que resucita cuando se quiebra el orden constitucional.

 

En palabras de Kriele (1980: 318): «El soberano democrático renuncia a su soberanía al hacer uso de su poder constituyente. Ya no puede actuar en forma inmediata. Como factor político sólo existe en forma latente: entra a funcionar cuando el Estado constitucional se derrumba. Cabe decir también: la soberanía democrática descansa mientras existe el Estado constitucional» (subrayado del autor).

 

En conclusión, la apertura de la convocatoria constituyente significaba para el máximo tribunal de la República una suerte de haraquiri de efectos retardados, cuyas amargas consecuencias sufriría en carne propia pronto, por la sencilla razón de que al facilitar el despertar del poder constituyente originario, aunque no lo manifestara expresamente, hería en el corazón la supremacía de la Constitución de 1961, al erosionar su fuerza normativa en beneficio de decisiones extraconstitucionales, que de ahora en adelante, cierto que bajo el manto de la legitimidad popular, dictarían la pauta de la andadura revolucionaria del régimen recién instaurado. No es menos cierto que gracias a decisiones subsiguientes la Corte intentó encaminar el proceso constituyente dentro de los cauces del texto vigente de 1961, labor en definitiva fallida una vez abierta la Caja de Pandora del poder constituyente originario.

 

Esto último se revelaría en la decisión de la Corte de suprimir de las Bases Comiciales para el referéndum consultivo sobre la convocatoria constituyente el reconocimiento de la ANC «como poder originario que recoge la soberanía popular», considerando que (CSJ-SPA; 13-04-99. Exp. N.- 15.679, cit. Por Urdaneta, 2002: 33), «… específicamente en lo referente a calificar la Asamblea Nacional Constituyente como poder originario que recoge la soberanía popular, está en franca contradicción con los criterios vertidos en la sentencia pronunciada por esta sala el 18 de marzo de 1999 y su aclaratoria del 23 de marzo de 1999, … induciendo a error al electorado y a los propios integrantes de la Asamblea…, si el Soberano se manifestase afirmativamente acerca de su celebración, en lo atinente a su alcance y límites».

Bien pronto, como lo veremos infra, la ANC recabaría sus poderes originarios, haciendo caso omiso, como expresión de la soberanía popular, de los límites que le intentó imponer el alto tribunal, bajo la directriz, abundando con Kriele, que «la idea de la democracia es más poderosa que la Constitución».

 

La pregunta sobre el quién convocaría la ANC no admite mayores comentarios, pues si bien tres opciones gozaban de soporte legítimo (de acuerdo a las decisiones del alto tribunal fechadas el 19 de enero, la iniciativa popular, el Congreso Nacional y el Presidente de la República), el presidente Chávez no estaba dispuesto a compartir lo que para él constituía un logro histórico personal, tal como lo demostraría la aprobación del decreto de convocatoria de la ANC el mismo día de la toma de posesión del cargo.

 

III.

 

La primera y cardinal pregunta que tuvo que contestar la ANC una vez instalada el 3 de agosto de 1999 se refería a la naturaleza y alcance de sus poderes, lo cual resolvió luego de un rico debate[6], con la aprobación de su Estatuto de Funcionamiento, donde se precisaron los siguientes puntos:

 

  1. La ANC, como depositaria y expresión de la soberanía popular, asume poderes originarios de transformación de la estructura del Estado y de creación de un nuevo ordenamiento jurídico con el propósito de hacer efectiva la existencia de la democracia social y participativa.
  2.  En consecuencia, los poderes constituidos (los órganos del Poder Público) quedan subordinados a sus decisiones, pudiendo suprimirlos o limitar el ámbito y alcance de sus competencias, amén de la obligación de cumplir y hacer cumplir los actos jurídicos constituyentes.
  3. La fuerza normativa de la Constitución de 1961 se erosiona y degrada, al mantener su precaria vigencia, pues ahora se encuentra subordinada a las decisiones constituyentes, en otras palabras, la ANC suprimió de un plumazo el principio de supremacía de la constitución de 1961.

 

Corolario de la asunción del principio de la supremacía constituyente la ANC procedió a intervenir los órganos del Poder Público, gracias a la declaración de su reorganización, medidas que recayeron fundamentalmente sobre el Poder Judicial y el Poder Legislativo. En suma, al declararse como expresión del poder constituyente originario, la ANC hacía como omiso de los sutiles esfuerzos del alto tribunal por embozalar sus acciones y decisiones en lo que se refiere a la intervención en los poderes constituidos, incluso antes de aprobar el nuevo texto constitucional, lo que lanzaba un reto directo a la Corte, el guardián último de la Constitución, de acuerdo a lo establecido por la disminuida carta de 1961.

 

El nuevo episodio de tensión entre el poder y el derecho lo constituyó la decisión de la Corte ante la acción, de fecha 6 de octubre de 1999, de nulidad por inconstitucionalidad intentada por el ciudadano Henrique Capriles Radonski en su condición de presidente de la Cámara de Diputados del Congreso de la República, en contra de los decretos de fecha 25 y 30 de agosto de 1999 respectivamente, emanados de la ANC, mediante los cuales se regulaban las funciones del Poder Legislativo. La Corte en decisión controversial (5 magistrados salvaron razonadamente su voto), ratificó por una parte el criterio de la naturaleza autónoma, ilimitada e indivisible del Poder Constituyente, tal como lo había interpretado el 19 de enero, sino que fue más allá al ratificar el criterio de la ANC como depositaria del poder constituyente, bajo el argumento sostenido en que «el poder constituyente no puede ejercerlo por sí mismo el pueblo, por lo que la elaboración de la Constitución recae en un cuerpo integrado por sus representantes, que se denomina Asamblea Constituyente, cuyos títulos de legitimidad se derivan de la relación directa que exista entre ella y el pueblo» (TSJ, 2000: 37). Igualmente la Corte sostiene en su fallo por primera vez una tesis que servirá para legitimar como veremos supra una serie de actos sancionados con posterioridad a la aprobación de la nueva Constitución, y que no es otra que la tesis de la supraconstitucionalidad de las decisiones de la ANC, en virtud de lo cual concluye la Corte la base argumental de su sentencia sosteniendo «que el recurso de nulidad es improcedente, pues el fundamento del acto del acto impugnado no puede ser la Constitución vigente, desde que la soberanía popular se convierte, a través de la Asamblea Nacional Constituyente, en supremacía de la Constitución, por razón del carácter representativo del Poder Constituyente, es decir, como mecanismo jurídico de producción originaria del nuevo régimen constitucional de la República». (TSJ, 2000:40).

 

La tensión entre el poder y el derecho lo resuelve la Corte en beneficio del poder (coherente con la tesis del poder constituyente originario), ahora sin las restricciones y remilgos que intentó imponerle, apartándose explícitamente de ellos, en la fase previa a la instalación de la ANC.

 

Dos aspectos de su decisión, sin embargo, vale la pena aquí comentar: el primero nos remite a la naturaleza de la ANC y su derivación en el alcance y límite de sus poderes. Caben aquí tres tesis: la tesis radical que concibe una ANC res facti, manifestación del poder constituyente originario que rompe de forma revolucionaria con el orden establecido. Los constituyentes gozan aquí de una representación incondicionada, que como expresión de una dictadura soberana (Schmitt, 1968: 184 y 191), «no apela a una Constitución existente, sino a una Constitución que va a implantar… [y por tanto]… Los representantes extraordinarios, es decir aquellos que ejercen de una manera inmediata el pouvoir constituant, pueden tener todo el poder que les plazca, al contrario que los representantes ordinarios». Por supuesto que este no es el caso del constituyente de 1999, no signado por un rompimiento drástico del orden establecido.

 

La segunda tesis concibe la ANC como res juris, como poder de revisión limitado estrictamente a la elaboración de la nueva Constitución. Aquí los constituyentes tienen un mandato condicionado por el ordenamiento jurídico cuyo pináculo, norma normarum, es la Constitución, y por ende dentro de coordenadas normativas que no puede infringir. Esta tesis la recoge el voto disidente de la magistrada Rondón de Sansó, cuya argumentación (TSJ, 200: 44-45) vale la pena citar textualmente: «No está prevista en el fallo la premisa esencial del proceso constituyente en curso, que es la elaboración de una nueva Constitución dentro de un régimen de iure. Es decir, que la Asamblea Nacional Constituyente se encuentra sometida a las reglas de Derecho existentes, fundamentalmente, a la Constitución y a las leyes de la República; pero así mismo, a toda la normativa vigente (bloque de legalidad), a la cual no puede modificar en forma alguna, sin que ello implique un desbordamiento de sus funciones, y algo aún más grave, la usurpación de autoridad. Esta última figura sería ajena a una Asamblea Nacional Constituyente que surgiese y actuase en un régimen de facto en el cual no esté presente una normativa rectora de los poderes públicos, por lo cual, sería la asamblea de facto la que crearía tales bases. En el caso planteado, al estar sometida la Asamblea Nacional Constituyente al Estado de Derecho, tiene que obedecer a las reglas que el mismo le impone, hasta tanto surja un nuevo orden jurídico» (los subrayados son de la autora).

 

La tercera tesis, acogida por el fallo del alto tribunal, asume la limitación de iure de la ANC, pues su convocatoria se realiza dentro de los parámetros del orden jurídico vigente, aunque paradójicamente no subsume la Constitución de 1961 dentro de dicha limitación, que se circunscribe a lo establecido en la Base Comicial Octava para el referéndum consultivo sobre la convocatoria de la ANC, es decir: «los valores y principios de nuestra historia republicana, así como el cumplimiento de los tratados internacionales, acuerdos y compromisos válidamente suscritos por la República, el carácter progresivo de los derechos fundamentales del hombre y las garantías democráticas dentro del más absoluto respeto de los compromisos asumidos». Este argumento conforma la base de la tesis de la supraconstitucionalidad de la ANC y la justificación de la decisión de éste de degradar la jerarquía de la Constitución de 1961, al subordinarla a las decisiones de la ANC. Aquí el mandato representativo de los constituyentes es si bien no absolutamente incondicionado, si sometido a pálidas condiciones, pues no es lo mismo ser limitado por un ordenamiento jurídico cuyo pináculo ordenador (y que lo dota de sentido) es precisamente la Constitución, que ser condicionado por conceptos indeterminados, «los valores y principios de nuestra historia republicana», o susceptibles de vasta y variada interpretación. A todo evento desde la perspectiva de la teoría del poder constituyente nos topamos con una rara avis (que posteriormente se constitucionaliza en el artículo 347 del texto del 99), pues una Constituyente convocada dentro de los parámetros constitucionales, se libera de ellos para erigirse en el interregno de elaboración del nuevo texto, en un poder de jerarquía superior.

 

El segundo aspecto a comentar está en la contradicción, subrayada por los votos disidentes, manifiesta en la pretendida competencia de la Corte para dirimir las controversias entre la ANC y los poderes constituidos. Si el Poder Constituyente es autónomo, ilimitado e indivisible, como lo sostiene en el fallo explícitamente la Corte, su corolario es la subordinación de todos los poderes constituidos a sus designios, incluida la Corte, lo cual expresó con diafanidad en su estatuto de funcionamiento la ANC. El concepto de competencia es incompatible con el concepto de poder constituyente, pues éste es el creador de la competencia, nunca puede ser limitado por ella. Carl Schmitt (1968: 188-189) expresa claramente esta idea, incomprensiblemente soslayada por la mayoría suscriptora del contradictorio fallo: «El pueblo, la nación, la fuerza originaria de todo el ser estatal, constituye siempre órganos nuevos. De la infinita e inabarcable sima de su poder surgen siempre formas nuevas, que pueden romperlas en todo momento, en las cuales nunca se delimita su poder de una manera definitiva. Puede querer cualquier cosa, pero el contenido de su querer tiene siempre el mismo valor jurídico que el contenido de un precepto constitucional. Por ello puede intervenir a discreción con la legislación, con la administración de justicia o con actos meramente fácticos. Se convierte en el titular ilimitado e ilimitable de los jura dominationis, pero no necesita ser limitado ni siquiera en caso de necesidad. Nunca se construye a sí mismo, sino que siempre construye a otros. Su relación con el órgano constituido no es por ello una relación jurídica recíproca».

 

La patente contradicción del fallo de la Corte lo recoge el voto disidente de la magistrada Rondón de Sansó (TSJ, 2000: 50) en indiscutibles términos: «¿Quién le da a la Corte Suprema de Justicia, en base a los parámetros que asienta la sentencia, potestad para dirimir tales conflictos, si se desconoce la vigencia de la Constitución?. Arbitrariamente la Corte ha estigmatizado como inexistentes las normas que rigen el funcionamiento de los Poderes Públicos; pero ha dejado en vigencia aquellas que le otorgan la suprema potestad jurisdiccional» (el subrayado es de la autora). En conclusión, la Corte, coherente con su tesis del poder constituyente originario, del cual es expresión la ANC, debió declararse incompetente, dada la subordinación impuesta soberanamente por la ANC a la Constitución de 1961, piso de legitimidad competencial del alto tribunal.

 

IV.

 

Aprobada la Constitución de la República Bolivariana de Venezuela en el referéndum popular celebrado el 15 de diciembre de 1999, la ANC sancionó siete días después un decreto denominado «Régimen de Transición del Poder Público»[7], bajo el amparo jurídico de que no se había publicado en la Gaceta Oficial el texto de la Constitución (el decreto se publicó el 27 de diciembre, retardándose la publicación del nuevo texto fundamental hasta el 30 del mismo mes). Es de subrayar que dicho régimen transitorio no se contemplaba explícitamente, ni en la Bases comiciales consultadas en el referéndum para convocar la ANC, celebrado el 25 de abril de 1999, ni en las Disposiciones Transitorias de la nueva Constitución, aprobadas en el susodicho referéndum del 15 de diciembre de 1999, además de no atenerse, ni en su espíritu ni en su letra, a la metodología pública, transparente y participativa de selección de altos cargos del Estado, recogidos en la nueva Constitución. En efecto, el mencionado decreto autorizó la designación provisional de relevantes funcionarios y magistrados (los magistrados del Tribunal Supremo de Justicia; el Fiscal General, el Contralor General, el Defensor del Pueblo, los rectores del Consejo Nacional Electoral y los integrantes de la Comisión Legislativa Nacional, mejor conocida como “Congresillo”, que supliría transitoriamente a la Asamblea Nacional), todos ellos “a dedo”, sin ningún tipo de consulta con la sociedad civil.

 

El argumento de la supraconstitucionalidad, convertido en el manto justificador de la legalidad del régimen, y que autorizaba su utilización abusiva, como lo revelarían posteriores decisiones del TSJ, tiene su explicación paradigmática en la siguiente cita de la sentencia del alto tribunal en sala constitucional, de fecha 28 de marzo de 2000 (TSJ, 2000: 69 y 73): «Las normas sancionadas por la Asamblea Nacional Constituyente tuvieron un fundamento supraconstitucional con respecto a la Constitución de la República de Venezuela de 1961, y conforman un sistema de rango equivalente a la Constitución, pero de vigencia determinada, con respecto a la Constitución que elaboraba … El régimen de transición del poder público se proyecta hacia el futuro, no sólo hasta la instalación de la Asamblea Nacional, sino aún más allá …». A mi entender adolece dicho argumento de dos grandes desatinos, que implican la imposición, por un lado, de un poder extraconstitucional sobre el principio de la supremacía de la nueva Constitución, y por el otro la imposición de un ius iniustum, pues el pretendido derecho de la transitoriedad, que en su momento fue conocido eufemísticamente como derivado del delirante principio de la “legalidad emergente”, está reñido con los principios y valores que la Constitución pretende proteger y fomentar.

 

Sobre el primer punto cabe recalcar que legitimada la Constitución por su sanción refrendaría el 15 de diciembre, resultaba inaudito imponer por sobre sus normas un régimen no contemplado por ella, repito, ni siquiera por sus Disposiciones Transitorias, además de pretendidamente autorizado por una criatura de dicho régimen transitorio que no era otro que el nuevo TSJ, y su consecuencia nefasta en la facultad concedida al órgano parlamentario (la Asamblea Nacional) para legislar sobre materias en contravención con el marco obligatorio (el procedimiento de designación de los magistrados y altos funcionarios) expresamente prescrito en la Constitución. Como lo expresa Peraza (2002), la Asamblea Nacional se convierte en el sustituto del pueblo soberano, por lo que el régimen transitorio puede violar incluso lo votado en la Constitución.

 

El segundo desatino es de naturaleza axiológica y responde a la contradicción del susodicho régimen transitorio con los principios y valores que fundamentan y dotan de sentido a la Constitución. Gracias a la ilustración de tres ejemplos se revela el desatino. Así:

 

Primero, la designación de un Consejo Nacional Electoral por la ANC en abierta contradicción con los principios que guían su actuación, establecidos en el artículo 294 de la Constitución, en sintonía con su delicada función de árbitro de los procesos electorales, lo cual requería a lo menos un especialísimo cuidado en su selección, consecuencia de idear un procedimiento público y transparente, que revelara su independencia a toda prueba, aceptada y reconocida con indiscutible solvencia por todos los sectores de la sociedad venezolana. Lamentablemente no fue así, tal como lo demostraría dramáticamente la abrupta suspensión de los comicios pautados para el 28 de mayo de 2002.

 

Segundo, la designación del “Congresillo” con amplias facultades legislativas, en contravención con el principio cardinal de la democracia moderna (de rica y añeja tradición en Occidente), que sostiene que únicamente el pueblo, sea directamente, sea a través de sus representantes electos, le corresponde la asunción de la delicada función legislativa. En efecto, este peculiar órgano de la transición integrado por once ex constituyentes y diez ciudadanos cooptados por la ANC, y por tanto sin base de sustentación democrática, aparte de que los primeros no fueron autorizados por el pueblo para asumir la legislación, una vez aprobada la nueva Constitución, habiendo cesado en sus funciones, tal como lo establecían las Bases Comiciales de la ANC, el 30 de enero de 2000.

 

Tercero, el caso protuberante de la ratificación de los magistrados del TSJ provisorio al margen de los pautados por la «Ley de designación de los integrantes del Poder Ciudadano y del TSJ», aprobada por la Asamblea Nacional en aplicación del Régimen de Transición del Poder Público, en virtud de lo cual mediante sentencia de la sala constitucional del TSJ, fechada el 12 de diciembre de 2000, se obvió la prescripción ratificatoria establecida en el régimen transitorio bajo el argumento de que «la vigente Constitución no previno normas sobre ratificación de magistrados del TSJ», procediendo directamente el TSJ a interpretar libremente los requisitos para ocupar sus cargos, (cfr. Escovar León, 2003), con independencia del hecho evidente del interés personal de los magistrados en ser ratificados, y pasar así de la condición provisoria a la definitiva, con las consecuentes garantías de estabilidad y duración del período (12 años) establecidas por la Constitución.

 

Como bien señala el pronunciamiento que en su momento hizo público (El Nacional, 24 de enero de 2001) el Consejo de la Facultad de Ciencias Jurídicas y Políticas de la UCU: «Más allá de aceptar o rechazar la pertinencia de los argumentos utilizados en dicho fallo para interpretar los requisitos que debían cumplir los aspirantes a ser ratificados como magistrados de ese alto Tribunal, preocupa a este cuerpo el hecho de que los integrantes de esa suprema instancia- con excepción del magistrado Moisés Troconis quien consignó un voto concurrente al respecto- hayan podido obviar una de las mayores exigencias existentes para todo aquél que investido del poder correspondiente, debe decidir un asunto en el cual tiene intereses personales directos. Es un hecho público y notorio que los cinco Magistrados de la Sala Constitucional del Tribunal Supremo que dictó el referido fallo aspiraban a ser ratificados en sus cargos, lo cual los convertía en interesados directos en la forma como se debían apreciar los requisitos exigidos para ocupar esos cargos. La más elemental norma de conducta jurídica los obligaba a abstenerse de pronunciarse en torno a esa materia, tal como lo hizo el mencionado Magistrado-Concurrente, pues su decisión equivalía a crear para ellos una situación privilegiada. Lamentablemente, no actuaron así y se pronunciaron».

 

En suma, se violaron aquí por lo menos dos principios fundamentales: el de la igualdad, reconocido como un valor superior (artículo 2 de la Constitución) y garantizado de acuerdo a las estipulaciones del artículo 21 de nuestra Ley Superior, pues se establece en la decisión un odioso privilegio subjetivizado por la interpretación del TSJ provisorio en beneficio de sus integrantes, de las condiciones para ser magistrados del TSJ recogidas en el articulo 263 de la Constitución; y el valor superior de la ética (artículo 2 de la Constitución) que exigía de los magistrados un comportamiento acorde con los deberes atinentes a sus altos cargos.

 

V.

 

A la luz de las consecuencias del régimen transitorio y la peculiar interpretación del TSJ, en virtud de lo cual las ideas de transitoriedad y supraconstitucionalidad se han convertido en eficaces instrumentos legitimadores del régimen de Chávez y de la «revolución pacífica y democrática», cabe preguntarse quien ha ganado la batalla entre el poder y el derecho, en la medida del rompimiento del equilibrio pedagógicamente expuesto por Bobbio (1985) entre el poder que crea el derecho y el derecho que limita el poder, en definitiva el deslinde entre el “gobierno de los hombres” y sus secuelas en las diversas formas de personalismo político, y el “gobierno de la leyes” o de imperio de la ley y erección del Estado de Derecho. Por supuesto que no tengo dudas sobre el resultado. Pese a los esfuerzos del magistrado Delgado Ocando (2001) y sus colegas de la sala constitucional por intentar demostrarnos la relevancia del rol del derecho en la elaboración del “proyecto político progresista” inmanente a la “V República” sus frutos revelan un amargo sabor de fracaso: la subyugación del derecho por el poder y la conversión de la Constitución en un concepto semántico sin fuerza normativa. Nos insistirá Delgado Ocando (2001:22) en su discutido discurso del 11 de enero de 2001 (por cierto fervorosamente aplaudido por Chávez y sus secuaces) que «nada ha dolido más a los adversarios del régimen que éste haya discurrido jurídicamente», sin advertir que a los redactores de la Constitución (como es el caso del que esto escribe) no menos les duele el envilecimiento constitucional de la “V República” bajo la desatinada conducción personalista y autoritaria de Chávez.

 

Cierto que el camino constituyente y post-constituyente, incluido el mentado período transitorio, ha transcurrido «sin quebrantar las instituciones vigentes», pero ello ha sido a costa de una aguda desustanciación y desvalorización del derecho, convertido como señala Sánchez Falcón (2002:77) en ideología, deformación consciente, siguiendo a Mannheim (1966: 107), de la naturaleza real de una situación, cuyo conocimiento verdadero no estaría de acuerdo con los intereses de quien la postula.

 

El derecho y su interpretación como ideología, manto encubridor de la realidad al servicio de los intereses de la “revolución pacífica y democrática”, tiene su soporte en el modo de pensar la ciencia jurídica descrito por Carl Schmitt (1996: 26 y ss.) como decisionismo, concebido el derecho como decisión, cristalizada en la voluntad soberana del gobernante, la autoridad que funda tanto la norma como el orden jurídico, en nuestro caso y dentro de las peculiaridades hic et nunc de la Venezuela de la “V República” encarnado en el personalismo del “líder del proceso”, Hugo Chávez.

 

 

Referencias Bibliográficas

 

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Urdaneta, A. (2002). “Proceso constituyente y bases para una democracia participativa”, en Memoria Política (N.- 7). Valencia: Centro de Estudios Políticos y Administrativos de la Universidad de Carabobo (11-65).

 

 

 



 

[1] Que yo sepa, la expresión «hilo constitucional» la utilizó por primera vez en el siglo XIX venezolano Juan Vicente González. En el siglo XX la estandarizó el presidente Eleazar López Contreras.

 

[2] En efecto, la elaboración de la Constitución de 1961 se inscribió dentro de un espíritu consensual que auspiciara la concordia y exorcizara el exceso de diatriba política. Cfr., Rachadell (2003).

 

[3] Sobre este tema, vid ante todo el número 15 de la revista Politeia. Anuario del Instituto de Estudios Políticos de la UCV, correspondiente al año 1992 y dedicada al tema de la crisis política y los problemas de legitimidad de la democracia venezolana.

 

[4] Si los poderes constituidos (en este caso la CSJ) entrababan la convocatoria constituyente, Chávez sin duda hubiera desacatado la decisión y decidido consultar directamente al pueblo, en su condición de poder constituyente originario, para que diera su veredicto.

 

[5] Para evitar equívocos al lector entendemos la supremacía de la Constitución en el sentido de Tomás y Valiente (1996: 53), que distingue dos formas de justificación del principio, el punto de vista político y el punto de vista jurídico de la supremacía de la Constitución; el primero atinente a la superioridad del poder constituyente y su obra sobre los poderes constituidos y las suyas; y el segundo atinente al principio kelseniano de jerarquía normativa.

 

[6] Vid. El diario de debates de la ANC (2000).

 

[7] El régimen transitorio tuvo su justificación doctrinaria en el planteamiento a la ANC del constituyente Hermann Escarrá, (vid. ANC: 2000). El constitucionalista Sánchez Falcón (2002) ha criticado fuertemente dicha justificación, bajo el argumento del enmascaramiento gracias al susodicho régimen de «un propósito muy bien definido: sustraer del control de la voluntad popular el régimen de transición que se tenía en mente».