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foto carlos rogelDaños determinantes de responsabilidad médica

 

Carlos Rogel Vide

Catedrático de Derecho civil

Universidad Complutense de Madrid

 

 

SuMARIO: 1. El daño. Aproximación al concepto. Daños y perjuicios. – 2. Daños indemnizables. Daños injustos. – 3. Culpa y relación de causalidad. – 4. Consentimiento informado y antijuridicidad. – 5. Clases de daños. – 6. Daños punitivos. – 7. Daños derivados de cirugía estética. – 8. Daños derivados de la muerte. El estado de coma. – 9. Bibliografía.

 

 

1. – El daño. Aproximación al concepto. Daños y perjuicios

 

Daño, que, etimológicamente, viene de damnum, tanto quiere decir, en principio, como menoscabo sufrido en el cuerpo, en la esfera personal, o en la patrimonial. Respecto del cuerpo, puede venir determinado por la pérdida de un miembro, de una víscera o de una función, que conlleve la disminución, temporal o permanente, de la integridad física.

Cosa distinta, “prima facie” al menos, es el perjuicio, que, etimológicamente, viene de praeiudicium, significando, en su acepción jurídica y de conformidad con lo señalado en el Diccionario de la Real Academia Española de la Lengua, ganancia lícita que deja de obtenerse, o deméritos o gastos que se ocasionan por acto u omisión de otro y que éste debe indemnizar.

Los distintos significados de daño y de perjuicio apuntados encontrarían acomodo en Roma, donde se distinguía, cual nos recuerda López Jacoiste, entre damnum -menoscabo de cosas ajenas- e iniuria -ofensa moral a una persona-. Los distintos significados aparecen, entre nosotros, en el artículo 1106 del Código civil, que, escrito en el XIX, habla de indemnización de daños y perjuicios.

Con todo, ya en el Siglo XX hay una cierta tendencia a la equiparación, a la utilización indistinta de ambos conceptos, a partir del momento en que el daño moral -al que me referiré más adelante- nace y se consolida como categoría, cual se consolida el lucro cesante, como ingrediente de la  indemnización, al lado del daño emergente, todo lo cual determina una progresiva ampliación del concepto de daño, que, en ciertos casos y para algunos, puede llegar a ser excesiva incluso, hablando, quienes tal piensan, del cuento de la lechera o, como hace, Dernburg, de “sueños de ganancia”. Sea como fuere, creo que puede decirse, sin riesgo de errar en demasía, que, en el daño de hoy, están o pueden estar incardinados los daños y perjuicios del ayer.

 

 

2. – Daños indemnizables. Daños injustos

 

No todos los daños producidos son indemnizables. No lo son, por ejemplo y como regla muy general, los irremediables, los males menores causados para evitar un mal mayor. Piénsese en una pierna que se corta para evitar la muerte por gangrena. Para que la indemnización proceda, se requiere que el daño sea injusto, antijuridico, lesión injustificada de un derecho subjetivo o de un interés legítimo, protegido o protegible.

Ello sabido, es posible -y se ha hecho- distinguir entre daños justos y daños injustos. Los justos no son reparables, en ocasiones, siéndolo en otras. Los injustos conllevan indemnización. La distinción, fructífera, encuentra perfecto acomodo en sede de inmisiones, que pueden ser no importantes -han de ser toleradas-, importantes inevitables -han de ser reparadas-, e importantes evitables -han de ser indemnizadas-. La distinción es aplicable también en otros pagos, pagos entre los que se encuentra la práctica de la medicina.

Son posibles, pues y repito, daños injustos que han de ser indemnizados y otros que, no siéndolo, han de ser reparados por expresa imposición legal. Al margen de ello, cabe la reparación pactada de un daño producido, aunque no sea injusto. Piénsese, al respecto, en una cláusula penal, en la promesa garantizada del hecho de un tercero, en la promesa -en fin- de un hecho propio comprometido, si el resultado perseguido no se logra, aun no mediando culpa alguna del obligado.

 

 

3. – Culpa y relación de causalidad

 

Que los daños indemnizables hayan de ser injustos y que la responsabilidad médica, en principio, sea -con la jurisprudencia en la mano- subjetiva, hace necesaria una acción u omisión culposa, desencadenante del daño sufrido por una víctima merecedora de indemnización. Una culpa que no se presume, por regla general, y una relación de causalidad entre culpa y daño. Como dice, una vez más, López Jacoiste, el daño resarcible implica, requiere alteridad, dos personas: el sujeto agente y el paciente del menoscabo.

La culpa, la negligencia, se contrapone a la diligencia exigible, que es la del buen médico, no la del buen padre de familia. El medico ha de actuar de conformidad con la lex artis, o, más exactamente, de acuerdo con la lex artis ad hoc, matización que permite tener en cuenta las circunstancias de tiempo y de lugar, el riesgo que corre el paciente, los medios de que se dispone y la posibilidad, o no, de contar -si la preparación o los conocimientos fueran insuficientes- con la ayuda adecuada y necesaria, con particular benevolencia referible a las prestaciones médicas hechas in extremis et in calami.

Con esas matizaciones, la prueba de la negligencia, en principio y como se ha dicho, corresponde a la víctima o a sus representantes, pudiendo deberse la misma a acciones u omisiones, constatables en alguna de las fases de la práctica médica, que señala Agustín Jorge – con galenos sobresalientes en su familia –. Tales fases son las siguientes:

Anamnesis: Dentro de la misma están el historial clínico, el examen del estado del paciente, la exploración del mismo y las pruebas  que han de practicarse y practicársele.

Diagnosis: pronunciamiento sobre la naturaleza y gravedad de la enfermedad, verificando las intuiciones resultantes del llamado “ojo clínico”.

El diagnóstico, para generar responsabilidad y con la jurisprudencia en la mano, ha de presentar un error de notoria gravedad o llegar a conclusiones absolutamente erróneas, en el bien entendido de que -con la jurisprudencia en la mano también y por contradictorio que pueda parecer- el diagnóstico ha de prestarse, en todo caso, con la aportación más completa y entrega decidida, sin regatear medios ni esfuerzos.

Prognosis: seguimiento del proceso de la enfermedad, tratamiento, medicación. El médico, téngase en cuenta, es libre para escoger la solución que crea más beneficiosa para el paciente y los recursos mas eficaces para el caso a tratar, siempre que una y otros sean generalmente aceptados por la ciencia médica o susceptibles, cuando menos, de discusión.

Ejecución del tratamiento: ejecución temporánea, utilización correcta de instrumentos y limpieza adecuada, sin abandono de objetos extraños en el cuerpo del paciente.

Fase postoperatoria. Vigilancia y control del enfermo y de la medicación y prestaciones que se le administran.

En relación con cada una de estas fases caben comportamientos -activos u omisivos- negligentes, determinantes de responsabilidad –ya sea ésta civil extracontractual, ya derivada del delito-.

Entre los comportamientos dichos se encuentran los siguientes, señalados por sentencias del Tribunal Supremo, que nos dan la dimensión real de la cuestión, poniendo de relieve que las omisiones destacan tanto o más que las acciones negligentes:

- Habiéndose señalado erróneamente, en las radiografías, el riñón a operar, el cirujano – que no examinó al paciente ni revisó su historial clínico – extirpó el riñón sano, equivocación que fue advertida por el médico anestesista. Al intentar reimplantarlo de nuevo, el paciente fallece.

- Un cirujano, en una operación de hernia inguinal, so pretexto de haber observado una supuesta masa tumoral y con grosero abuso de su pretendido “ojo clínico”, cercenó de raíz el miembro viril del enfermo, sin  biopsia previa, ni consentimiento de sus familiares ni cáncer alguno, a la postre.

- No se practicó la prueba de amniocentesis, que hubiese permitido detectar síndrome de down, posibilitando interrupción del embarazo, que no se llevó a cabo.

- Embarazada la mujer, después de diagnosticada esterilidad del marido, el médico acusa de infidelidad a aquella, no practicando prueba que confirme o desmienta dicha esterilidad.

- Habiéndose tragado una alubia una niña, el médico pide que se le realice broncoscopia en el Hospital,  broncoscopia que no se practica, limitándose, el pediatra de dicho centro, a recetar un espasmódico, con resultado ulterior de muerte.

- Pasividad en la práctica de pruebas recomendadas, que impiden diagnóstico temporáneo de carcinoma de mama izquierda, a pesar de los dolores experimentados, al respecto, por la paciente.

- Desatención de paciente en estado grave, no practicándosele reconocimiento ni tratamiento  alguno.

- A una enferma embarazada, con fuertes dolores abdominales, en diagnóstico desafortunado, se la trata de un cólico y se le administra un tranquilizante.  La enferma fallece, poco más tarde, de anemia aguda, por hemorragia interna, producida por rotura de trompa uterina en embarazo tubárico.

- Conducta poco diligente de un médico, que manda inyecciones excesivas a una menor de tres años – ocho inyecciones, cuando una incluso estaba contraindicada para su edad – repitiendo, además, la dosis con daño para ella.

- Valoración laparoscópica inexacta, determinante de innecesaria extirpación total de la trompa izquierda, como resultado de un error de diagnóstico.

- Dos médicos, carentes de especialización y cualidades, asisten a una parturienta con imprevisión e ignorancia manifiesta, negándose – en contra del parecer de la familia – a oír a especialistas. Extraen el feto con la cabeza perforada, muriendo la parturiente en cuestión.

- Operación de extracción de proyectil migratorio, sito a dos centímetros de la columna vertebral, realizada sin contar con la preparación suficiente ni recabar la ayuda de especialistas, muriendo el paciente.

- Administración o control incorrectos de la anestesia. La administración de la anestesía general comporta un riesgo necesario; así pues,  al médico anestesista no puede exigírsele que no surjan complicaciones a lo largo de una operación, mas puede exigírsele que las afronte del modo  adecuado, previa comprobación de los aparatos, material e instrumental a utilizar, incurriendo en culpa si no lo hace.

- Quimioterapia mal aplicada,  que se extravasó, causando graves daños al paciente.

- Actuaciones médicas incorrectas: Afectación del nervio ciático por la aguja de una jeringuilla de inyección; sección indebida del nervio frénico, en el curso de una intervención quirúrgica; afectación del nervio facial, en el curso de una intervención no relacionada con él.

- Falta de vigilancia de una paciente -sometida a tratamiento psiquiátrico e ingresada para que se la tratara de una determinada lesión de carácter físico-, a pesar de la advertencia hecha por el  marido de la misma en tal sentido, lo cual permitió que la misma se precipitase por la ventana de su habitación, causándose la muerte.

- Falta de vigilancia de un paciente -al que también deja de vigilar el hijo del mismo, sin previo aviso y aun habiéndose comprometido a ello-, permitiendo que éste, por su propia voluntad, se introduzca en una bañera con agua muy caliente, falleciendo, por ello, posteriormente.

- Una persona, operada de rodilla, experimenta cosquilleos en la misma, dolores y otros síntomas. El cirujano, incurriendo en falta de vigilancia y control en el postoperatorio, se limita a recetar calmantes, diagnosticando alteración psíquica. El paciente muere poco después, por tétanos  causado por material de sutura en mal estado.

- Insuficiencia del calibre del tubo empleado para la reanimación, por oxígeno, de un paciente de sesenta años, bronquítico, fumador y bebedor importante, todo lo cual hacía aconsejable la utilización -que no se produjo- de una unidad de vigilancia, mientras durasen los efectos de la anestesia.

- Una niña, que se había lastimado jugando, es operada del miembro superior izquierdo, sufriendo alteraciones en su estado general poco después.  El cirujano, que no vigila ni controla correctamente el postoperatorio, no explora a la niña en cuestión, lo cual le impide apreciar gangrena gaseosa en la misma, cosa que hace otro médico, sin poder evitar la muerte.

En clave de responsabilidad médica, suele decirse – y el Tribunal Supremo lo ha dicho en diversas ocasiones – que la responsabilidad objetiva -que trasciende la culpa, como criterio determinante de la responsabilidad- no encuentra acomodo alguno, que la culpa se requiere y ha de ser probada por la pretendida víctima que la afirma, cual ha de probarse la relación de causalidad entre la acción u omisión culposa y el daño experimentado. Con todo, esa afirmación queda cuestionada, paliada si se quiere, respecto de diversos daños, en diversas ocasiones y de distintas maneras, que pondré de relieve seguidamente, llamando la atención sobre el hecho de que, los paliativos dichos, no solo son asumidos por la doctrina más moderna, sino también por algunas últimas sentencias del referido Tribunal Supremo.

- Cuando el paciente no tiene modo de probar la culpa, al carecer de información relativa a la conducta del médico, y tal información está a disposición de éste, o del centro en el que presta sus servicios, es el médico y/o el centro, en su caso, el que ha de traer a colación las pruebas -al estar en mejor posición para acceder a los medios que posibilitan las mismas-, argumentando, en base a ellas, la diligencia requerida, la idoneidad de las actuaciones llevadas a cabo por él.

- En los supuestos de daños desproporcionados, en relación con los que cabría esperar razonablemente del acto médico, la culpa se supone, debiendo de ser el médico quien pruebe su diligencia, quien de una explicación coherente de la disonancia entre el riesgo inicial, implícito en la actividad médica, y la desmedida consecuencia producida. Volveré más adelante sobre el tema.

- En los supuestos de obstrucción o falta de cooperación del médico, se presume su culpa, presumiéndose también en el caso de extraordinario retraso de una intervención quirúrgica, cuya necesidad hubiese quedado acreditada.

- De inversión de la carga de la prueba en determinados supuestos habla Elena Vicente, lisa y llanamente y con la jurisprudencia en la mano.

- López Jacoiste, por su parte, señala que el rigor probatorio se diluye, en parte, al hablar de daños morales, indicando, al respecto, el Tribunal Supremo que, aun cuando su valoración no pueda obtenerse de pruebas directas y objetivas, ello no ata a los Tribunales ni les impide cuantificar los mismos.

- En ocasiones, la culpa médica se compensa con la culpa de la víctima, o la absorbe incluso y sin que se reduzca la indemnización.

- Cuando se utilizan aparatos que puedan producir daños, el mero cumplimiento de las disposiciones reglamentarias no exime de responsabilidad por los daños producidos. En el supuesto de que una persona maneje dispositivos o recete fármacos objetivamente peligrosos para los demás, produciéndose un resultado dañoso para los receptores, es a quienes manejan o recetan a los que corresponde probar la diligencia. La mera utilización de aparatos sanitarios deteriorados por el uso y sin las suficientes garantías conlleva una actuación culposa.

- En fin, no exime de responsabilidad, sin más y como veremos, el consentimiento, prestado por el paciente, a determinado tratamiento o intervención de los que resulten daños.

A la postre y como puede verse, los expedientes jurisprudenciales paliativos de la responsabilidad por culpa están presentes, de un modo u otro y en mayor o menor medida, en la materia cuyo estudio nos ocupa, y conviene no olvidarlo.

 

 

4. – Consentimiento informado y antijuridicidad

 

El consentimiento informado es un requisito imprescindible para que puedan llevarse a cabo, correctamente, determinados tratamientos e intervenciones médicas. Solo puede prescindirse de él cuando ni el paciente, ni sus allegados, lo pueden prestar. Si el paciente puede, ha de darlo, aunque no tenga capacidad de obrar plena; en su defecto, han de darlo los titulares de la patria potestad o el tutor. Al cabo, ha de darlo el Juez, como parens patriae.

Algunos entienden que el consentimiento es libre, pudiéndose dar, o no, en cualquier caso y circunstancia. Otros piensan, en cambio, que, si la falta de consentimiento conlleva un riesgo vital para el paciente, el médico que lo atiende está obligado, para intentar salvar su vida, a intervenir, aun en contra de la voluntad de la persona a la que atiende, pues lo contrario vendría a equivaler, llegado el caso, a una omisión del deber de socorro, constitutiva de posible delito, además de ir en contra del código deontológico, del Código hipocrático. El problema se planteó, virulenta y repetidamente, con las transfusiones de sangre, imprescindibles para mantener la vida, y rechazadas, con todo, por personas pertenecientes a determinadas confesiones religiosas.

Si hablamos de la vida terrenal, podría pensarse que, la misma, es un bien esencial, respecto del cual no hay tanto derechos subjetivos, como un deber general de respeto, que vincula a todos, incluso al que la detenta, mero usufructuario de la misma, “salva rerum substantia” y perteneciendo la nuda propiedad a Dios, como dijo, en su día y muy en civilista, Tomás de Aquino, profesor de La Sorbona antes que santo. Con todo, lo que preocupa, a quienes se niegan a la transfusión, es la vida eterna, que perderían, a su entender, con la transfusión, y es más valiosa, para ellos, que la terrenal.

Quizás teniendo presentes las sutilezas dichas, el reciente Código civil del Québec dice, en su artículo 11: «Nadie puede ser  sometido a tratamiento médico sin su consentimiento, trátese de exámenes, de extracciones o de intervenciones de cualquier clase».  El Tribunal Supremo español parece estar en la misma línea, cuando dice que, la imposición de un tratamiento sin el consentimiento preceptivo, supone una ingerencia, intolerable, en la vida privada y en la integridad física y moral del paciente.

El consentimiento informado se requiere, con mayor razón, en el caso de medidas, o tratamientos médicos, de carácter experimental, siempre que la experimentación terapéutica se admita como válida. Se requiere también, previa información minuciosa y exhaustiva, en los casos de cirugía plástica o de tratamientos -como los de adelgazamiento- prestados a personas sanas. 

La información, a suministrar personalmente, de modo claro e inteligible y con tiempo y dedicación suficientes, por el médico que ha de llevar a cabo el tratamiento o practicar la intervención quirúrgica al paciente, no es un mero trámite administrativo. Los meros documentos impresos no implican debida ni correcta información. El deber de información, a decir del Tribunal Supremo, no puede reducirse al rango de una mera costumbre o de un simple formulismo.

La información -previa al consentimiento-ha de ser objetiva, leal, continuada, precisa, veraz y completa, poniendo de relieve la posibilidad de fracaso, amén de las posibles secuelas o complicaciones y de los riesgos, frecuentes o infrecuentes, aparejados, ya sean éstos generales – posibles infecciones, problemas derivados de la anestesia –, ya relacionados con las circunstancias particulares del enfermo concreto – tensión alta, edad avanzada –.

La información incorrecta o incompleta, así como la ausencia de la misma, determinan, en caso de daños y con muy alta posibilidad, responsabilidad médica, de la que solo podría salirse acreditando – si posible fuese – la imposibilidad o irrelevancia de la misma en el caso concreto, así como la diligencia profesional desplegada.

Suministrada la información correctamente y prestado el consentimiento, podría pensarse que, los posibles daños ulteriores, no serían indemnizables, entiendiendo que, la antijuridicidad, viene precluida por el consentimiento dicho. Tal pensamiento es totalmente equivocado. El consentimiento solo es causa de justificación posible cuando, los bienes o derechos lesionados, sean de la libre disposición de quien consiente, lo cual no sucede con la vida ni con la integridad personal.

Por consiguiente y aun prestado el consentimiento requerido, el médico, en base a la lex artis ad hoc, decidirá, bajo su exclusiva responsabilidad, si, en el caso concreto, ha de intervenir o no, y, si interviene, ha de hacerlo conforme a las reglas impuestas por la ciencia médica, incurriendo,  en caso de negligencia, en responsabilidad, de la que no puede librarse escudándose en un previo consentimiento, que no es una patente de corso, al no ser rey el paciente ni corsario el médico que deficientemente lo atienda.

 

 

5. – Clases de daños

 

La doctrina y la jurisprudencia tienden a ordenar los daños resarcibles, estableciendo diversas clasificaciones de los mismos, no siempre contrapuestas entre sí, pues, las clasificaciones dichas, se hacen en función de aspectos, distintos y parciales, de una realidad compleja. La utilidad de las mismas es, fundamentalmente, pedagógica, aligerando, a mayor abundamiento y en el caso de clasificaciones consolidadas, la labor del intérprete, que puede, con relativa tranquilidad, aparejar, a un daño determinado, las consecuencias predicables de los de la especie o especies a que pertenece. Con todo, y justo es reconocerlo, las clasificaciones han proliferado mucho, quizás en demasía, y, en ocasiones, son, incluso, de discutible asunción, al margen de que puedan crear, en la víctima o en el abogado que la asesore, el espejismo de que, a cuantas más clasificaciones pertenezca el daño, más indemnizaciones procederán, sin que las mismas tengan fin, lo cual no es de recibo. La indemnización tiene un límite y las clasificaciones también. Si se incrementan artificialmente éstas, podemos estar en la antesala de los llamados daños punitivos, cuestionados en nuestro país y a los que, más adelante, me referiré.

Pues bien, hechas estas precisiones iniciales, traeré a colación, seguidamente, las distintas clases de daños con carta de naturaleza más o menos consolidada, en la intención de hacer un elenco lo más completo posible, poniendo de relieve las singularidades y la relevancia jurídica de cada una de las clases dichas. Tómese, dicho elenco, a beneficio de inventario y no como verdad revelada. Tómese en lo que sirva y corríjase, llegado el caso, en lo que sea menester.

El elenco es el siguiente:

- Daño cierto, real. Se contrapone a incierto, meramente hipotético. El daño puede ser cierto aunque no haya sido determinado, siempre que sea determinable.

- Daño virtual o potencial. Como quiera que no se ha producido aun, cabe tomar medidas que lo impidan, evitando, así, la necesidad de indemnizarlo.

- Daño eventual. Difícilmente constatable, salvo que estemos en presencia de la pérdida de una posibilidad de ganancia evaluable.

- Daño directo. Se contrapone a indirecto o por rebote, que también puede ser indemnizable, en el caso de que haya víctimas mediatas, lo cual permite hablar, asimismo, de daños mediatos e inmediatos.

López Jacoiste precisa, al respecto, que un mismo hecho puede lesionar directamente a varias personas de modo igual o diverso, de suerte que no hay porque considerar daño indirecto, sino directo, la pérdida de un ser querido.

- Daño personal, contrapuesto al daño colectivo, experimentado, si cabe, por colectivos o asociaciones y en torno al cual se habla de intereses difusos, cuya lesión difícilmente genera la posibilidad de indemnización.

- Daño corporal. Resultante de un atentado a la salud o a la integridad física. Material y moral a la vez.

- Daños materiales. Cabe distinguir, dentro de los mismos, los daños emergentes – gastos médicos, farmacéuticos, quirúrgicos, hospitalarios, de rehabilitación – y los lucros cesantes -ganancias dejadas de obtener –.

- Daños morales. Lesiones de los bienes de la personalidad, de los sentimientos. Se habla, en estos pagos, del pretium doloris – ya sea el dolor físico, ya psíquico –, del pretium pulcritudinis – perjuicio estético resultante de cicatrices, deformaciones en el rostro o en resto del cuerpo, alteraciones de pigmentación o supuestos similares –, de perjuicio sexual, del daño a la vida de relación, de la pérdida, en fin, de la alegría de vivir, determinada por la tristeza que produce el daño sufrido, aunque ésta no llegue a ser una depresión patológica, ni desencadene otras enfermedades del alma.

La amplitud de los daños morales encuentra su justificación, se refleja en el artículo 11 de la Resolución 75/7 del Comité de Ministros del Consejo de Europa, de conformidad con la cual «La víctima debe ser indemnizada del perjuicio estético, de los dolores físicos y de los sufrimientos psíquicos. Esta última categoría comprende diversas perturbaciones y desagrados, tales como malestares, insomnios, sentimientos de inferioridad y disminución de los placeres de la vida, causados por la imposibilidad de dedicarse a determinadas actividades placenteras».

Con todo y en ocasiones, el Tribunal Supremo, casi rizando el rizo, encuentra el daño en circunstancias o sentimientos difícilmente constatables y dudosamente indemnizables, tales como la zozobra, la ansiedad, la desazón, la angustia, la pesadumbre, el temor o el presagio, en fin, de incertidumbre, llegando a hablarse del sufrimiento moral experimentado por un menor – sin duda muy aplicado – al no poder ir al colegio.

- Daños previsibles e imprevisibles, susceptibles, o no, de indemnización, en función del grado de culpa, constatable, del agente causante del daño.

- Daños notorios, obvios, que no requieren prueba, por ser evidentes, cual sucede con los resultantes, para los padres, de la pérdida de un hijo.

- Daños comunes a todos, que se contraponen a los daños propios de cada persona, en base a sus circunstancias singulares. Los actores, modelos o vendedores, por ejemplo y además del perjuicio estético, pueden experimentar un perjuicio económico, o una pérdida de ganancia, por deformaciones sufridas en el rostro o en el cuerpo, perjuicio económico que no experimentaría una persona normal.

- Daños actuales y daños futuros. Los daños futuros son indemnizables en la medida en que sean de certidumbre constatable.

- Daños continuados – los resultantes de lesiones, en las que, a un perjuicio cierto y actual, se suman otros, futuros previsibles – y daños sucesivos – consecuencia de lesiones, a veces imprevisibles y que se van conociendo poco a poco –.

Elena Vicente, refiriéndose a las secuelas, señala que, una vez consolidadas las lesiones, cabe hablar de secuelas, indicando que las mismas pueden agravarse o mejorar en el tiempo.

Para López Jacoiste y en el caso de lesiones corporales, caben daños aparecidos después de la sentencia que establezca la indemnización, daños determinantes de incapacidades varias, generadoras de un ulterior incremento o reducción de la indemnización, siendo posible, también, el ejercicio de acciones nuevas, desde el momento en que, el perjudicado, tenga noticia cabal de los daños sufridos, sin que, en tales casos, pueda prosperar la excepción de cosa juzgada, al no haber identidad en el petitum.

- Daños desproporcionados. Daños de gravedad muy superior a la que cabría imaginar, dadas las circunstancias del caso, lo cual hace pensar en una impericia o negligencia notables del causante de los mismos, impericia que se presume, esgrimiéndose la máxima res ipsa loquitur, la presunción de culpa, la inversión de la carga de la prueba, la apariencia de prueba -Anscheinsbeweis-, la culpa virtual -faute virtuelle-, y cuantos otros expedientes sean necesarios para arbitrar la procedencia de la indemnización.

El resultado desproporcionado, a decir del Tribunal Supremo, revela inductivamente, según las reglas de la experiencia y del sentido común, la penuria negligente de los medios empleados, o el descuido en su conveniente y temporánea utilización; revela una presunción, desfavorable al buen hacer exigible y esperado, que ha de desvirtuar el médico, y no el paciente.

- Daños punitivos – con indemnización superior, en su cuantía, al montante del perjuicio causado, aparejando una especie de multa o sanción pecuniaria –, daños a los que me referiré seguidamente – iniciando el estudio de ciertas clases de daños particularmente interesantes – y que  se contraponen a los daños nominales, con indemnización puramente simbólica, que no impide constatar la incorrecto de la acción.

 

 

6. – Daños punitivos

 

Al hablar de daños punitivos, se está haciendo referencia, en puridad, a los supuestos en que la indemnización supera -con creces incluso-, el montante del daño efectivamente producido, implicando, ésta, una especie de pena impuesta por la causación de un daño particularmente injusto y criticable.

Por cuanto me resulta, la categoría es propia de la jurisprudencia estadounidense, no siéndolo de la jurisprudencia ni de la doctrina patrias, por entender, una y otra, que las penas son propias del Derecho penal, que no del Civil.

Sin embargo y en relación con el daño desencadenante de muerte, Federico de Castro, con toda su autoridad, llego a plantearse, con miras a proteger la vida, la oportunidad de los referidos daños. Es, con todo, minoritaria en la doctrina tal postura, pues, a las razones ya citadas en contra, se añade la del posible enriquecimiento injusto experimentado por las víctimas, agraciadas con el montante de la pena pecuniaria, sumada al de la indemnización, lo cual no parece de recibo.

Otra cosa es que puedan verse vestigios de los daños punitivos en lo que Díez-Picazo considera excesiva ampliación de los daños morales, indemnizados, en ocasiones, sin pruebas suficientes de los mismos, lo cual conduce, a decir del autor antes citado, a una trivialización y deformación de los dichos daños.

En todo caso y como sabemos, cierto es que se aprecia un trato de disfavor respecto de los daños desproporcionados, de gravedad inusitada, inusuales, que se presumen, lo cual no los convierte en punitivos sin más, salvo que la indemnización concedida a la víctima sea, también, desproporcionada, lo cual no suele suceder, por lo que sé.

 

 

7. – Daños derivados de cirugía estética

 

La cirugía plástica, practicada a personas sanas, puede tener una pretensión reparadora, cual sucede cuando se quieren corregir, mediante ella, deformaciones congénitas o resultantes de lesiones anteriormente sufridas. Tal sucede también, en cierto modo, cuando se pretenden corregir o eliminar connotaciones corporales -gordura excesiva, nariz muy prominente- que dificultan, o impiden, el desempeño de determinadas funciones, o profesiones, a las que se tiene particular devoción. Piénsese en el caso, resuelto por los tribunales franceses, de una agraciada joven que, pudiendo y queriendo ser maniquí en una casa de alta costura de París, tenía las piernas demasiado gruesas, razón por la cual decidió operarlas para reducir su tamaño, con resultados desgraciados, por cierto y como veremos.

La cirugía plástica, además, puede ser puramente estética, practicada a personas sanas, hombres o mujeres que sean, con el propósito de cambiar el aspecto de su rostro o el de otras partes del cuerpo, en pro de un ideal de belleza o para ocultar los vestigios dejados por el paso del tiempo.

En estos últimos casos, hay una tendencia -tan acentuada como equivocada, en mi opinión- a considerar que, la obligación del cirujano, contratado para tal menester, es una obligación de resultado, que no de medio, a diferencia de lo que sucede con las prestaciones médicas en general y con la cirugía en particular, afirmación que llega a suscribir el Tribunal Supremo en más de una ocasión, aun señalando que, la obligación del médico, en general, no es de resultados sino de medios, y que, en modo alguno, el médico puede contraer el compromiso de curar en todo caso al enfermo, al ser innumerables e inesperados los factores, ajenos a la actividad médica, que pueden impedir el resultado dicho.

Los contratos no pueden conseguir la cuadratura del círculo. En todas las obligaciones de hacer, ciertamente, se pretende y persigue un resultado, cuyo logro es perfectamente posible, en determinadas ocasiones, y, por consiguiente, se puede comprometer, al estar en la mano del obligado la consecución del mismo, en tanto que, en otras, dicho obligado no puede comprometer el resultado, al estar, éste, sometido a imponderables y circunstancias que escapan a sus fuerzas. En tales casos, solo puede hablarse de obligaciones de actividad, en las que el obligado ha de actuar diligentemente, de acuerdo con la lex artis ad hoc si se quiere, poniendo en juego todos los medios a su alcance, para conseguir un resultado que, con todo, no puede comprometer.

Sobre estas bases, no cabe duda alguna de que, las operaciones de cirugía estética, conllevan obligaciones de medio y no de resultado, porque el resultado depende, en buena medida, del azar o de circunstancias ajenas al cirujano – complicaciones imprevisibles, puntos de sutura dados con materiales en mal estado ignorado, infecciones, intolerancia a la anestesia, paros cardíacos, dificultades para que la herida cicatrice y tantos y tantos imponderables más, que el médico, por diligente que sea, no puede prevenir ni evitar –.

Obligaciones de medio, insisto, que no de resultado. Ello no impide que el médico garantice, al paciente, una reparación, en el caso de que la operación fracase. Reparación, entiéndase bien, que no indemnización. Ello no impide que, en estos casos, la diligencia exigible sea mayor y jueguen, más rotundamente, expedientes jurisprudenciales paliativos de la responsabilidad por culpa. Ello no impide que, en los casos de cirugía plástica, la información de los riesgos -inclusos lo de fracaso-, y la de las posibles consecuencias perjudiciales para el paciente, haya de ser singularizada, personal, pormenorizada y exhaustiva, so pena de responsabilidad, responsabilidad, por cierto, en la que incurrió el cirujano de la joven aspirante a maniquí, a la que cerró mal los puntos de sutura de la pierna operada, desencadenándose gangrena, que hizo necesaria la amputación de la misma.

Obligación de medio, reitero, en todo caso. Ya en 1931, la Corte de Apelación de París había dicho, con mucha precisión, que es demasiado rigurosa la tesis de que, toda operación sobre miembro sano, con finalidad estética y resultado negativo, determine responsabilidad del cirujano. Ni obligación de resultado, pues, ni responsabilidad objetiva. Como mucho, y dada la dificultad probatoria de la víctima, juego, en tales casos y como he apuntado ya, de los expedientes paliativos de la responsabilidad por culpa, reparaciones pecuniarias pactadas al margen.

Lo dicho para la cirugía estética vale también, en mayor o menor medida y con las sentencias del Tribunal Supremo en la mano, para tratamientos de alargamiento de las piernas, tratamientos odontológicos, intervenciones de oftalmología, operaciones de vasectomía practicadas en individuos sanos, o colocación de un dispositivo intrauterino anticonceptivo, independientemente de que, los embarazos no deseados, resultantes del fracaso de las mismas, puedan desencadenar – si media culpa del cirujano o del médico interviniente- indemnizaciones de daños, sufridos por quien de a luz y diga experimentar, con el alumbramiento, daños morales y sufrimientos, diversos y constatables.

En todo caso, téngase en cuanta que, cuando se trabaja en equipo y se produce un daño, es posible imputar éste a una sola persona, a varias, a todo el equipo o al director del mismo, según las circunstancias.

En estos pagos y respecto del cirujano responsable de la operación, cabe hablar de responsabilidad por hechos ajenos, hechos que, a la postre y con todo, son, también y de algún modo, propios, pues propia es la culpa in eligendo, in educando o in vigilando, en la que pueda haberse incurrido, culpa que, en diversas ocasiones, se presume en presencia de un daño producido, cual se presume en los padres por los hechos de sus hijos, inclusos los padres de hijos bien educados, como decía, cínico y magistral, el Señor Decano Carbonnier.

En el equipo médico-quirúrgico – recuerda Agustín Jorge – hay relaciones de coordinación (médico-cirujano-anestesista) y de subordinación (médicos-enfermeras-auxiliares), desencadenantes de responsabilidades diversas, en base al principio de división de trabajo, principio que, con todo, no libera de responsabilidad al cirujano cuando la cualificación de sus colaboradores sea deficiente, o se produzcan fallos de comunicación con los mismos, de coordinación o de organización, en fin.

Sabido lo anterior, señalar que el Tribunal Supremo, en caso del género, establece lo siguiente: Una operación quirúrgica no está constituida por actividades inconexas de los sujetos que intervienen en ella, debiendo actuar todos ellos -anestesista, instrumentista y auxiliar- coordinadamente, cada uno en su cometido, pues ninguna de las actividades es autónoma en si misma. Si el cirujano tolera que no se conecte el monitor, no lo conecta él y, además, permite la ausencia del anestesista – que simultaneaba intervenciones en diferentes quirófanos – , consiente, en su actuación quirúrgica, un estado de riesgo, determinante, en adecuada relación causal, del resultado final del fallecimiento del paciente, fallecimiento en el que tiene su parte de culpa.

 

 

8. – Daños derivados de la muerte. El estado de coma

 

De la muerte, según los casos y circunstancias, pueden derivar distintos daños, indemnizables a diversas personas.

Si la muerte es posterior a las lesiones habidas por la víctima, ésta experimenta daños de diversa índole, incluidos los médicos y farmacéuticos, generadores de créditos transmisibles a los herederos.

Si la muerte es instantánea, para algunos autores y no habiendo daños referibles al cadáver, que no es más que una cosa mueble especial, a la que no le duele nada, mal puede hablarse de indemnización y de acciones surgidas, en tal sentido, a favor de los herederos. Otros autores, en cambio, hablan de un momento, de un instante jurídico, mediante entre el daño y la muerte, que permitiría el surgir de la acción y la ulterior transmisión de la misma. Soy yo, más bien, de la primera opinión y creo que, en todo caso, hay que proceder con cautela, pues, no pudiendo ampliarse la indemnización indefinidamente, la concesión de indemnizaciones y acciones a los herederos de la victima, por el solo hecho de ser herederos, podría reducir las posibilidades de indemnizar a quienes, aun no siéndolo, experimenten, verdaderamente, daños, patrimoniales y extrapatrimoniales, como consecuencia del fallecimiento de un ser querido en verdad.

La muerte, en todo caso, desencadena perjuicios de índole material, gastos – funeral, enterramiento – que han de resarcirse a quienes los hayan, efectivamente, asumido, ya sean parientes del difunto, ya no.

La muerte desencadena, también, daños morales, sufridos por quienes se ven privados de un ser querido, ya sean padres, ya hijos, pareja de hecho o amigos, incluso, del finado. En ocasiones, la mujer que vive efectivamente con la víctima es preferida, en lo que a la indemnización respecta, a la esposa separada de la víctima dicha. Algunos autores hablan, aquí, de dammage par ricochet, de daño por rebote, de daño, incluso, indirecto. Otros hablan de daño experimentado, directamente, por el pariente o allegado de la víctima, a consecuencia de la muerte de ésta, daño que genera el derecho a ser indemnizado, y la acción para exigir la indemnización, iure propio.

Decir, en otro orden de cosas, que los daños pueden desencadenar, en la víctima de los mismos, un estado de coma. Elena Vicente, que se ha ocupado del asunto, dice que, éste, es el supuesto más claro de falta de correspondencia entre el grado de incapacidad funcional -del 100%- y el dolor o procedimiento físico -en principio, inexistente, o, cuando menos, no constatable-. Con todo, el Tribunal Supremo, en sentencia de 30 de enero de 1990, estableció – por pérdida absoluta de conciencia, daño moral y lucro cesante – una indemnización de ochenta y cinco millones de pesetas (alrededor de quinientos diez mil euros) a favor de una persona que, por descuido del equipo médico y después de una operación quirúrgica, permaneció desentubado durante unos minutos, lo cual le originó parada cardiorrespiratoria, descerebración y coma profundo.

Hasta aquí, mis reflexiones sobre los daños determinantes de responsabilidad médica, los requisitos de los mismos, sus clases y algunos de los supuestos más problemáticos y dignos de ser tomados en consideración.

 

 

9. – Bibliografía

 

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